La edición de estos textos de Hugo Cores, aunque incompleta y limitada, constituye una contribución a la divulgación de su pensamiento en un momento crucial de la historia política del Uruguay: el triunfo de la izquierda, y la mitad del mandato del gobierno a su cargo. Hugo Cores vivió esta parte de la historia, y reflexionó sobre ella en sus últimos escritos, así como desde su práctica política. Pero estas reflexiones están enmarcadas en un análisis más estructural y de más largo aliento sobre la sociedad uruguaya. Este libro consigna ambos movimientos. Los textos del final, son una reflexión enmarcada en estos últimos años donde los desafíos del gobierno del Frente Amplio, el proceso de la integración latinoamericana, y los avances y retrocesos en la búsqueda de “verdad y justicia”, ocuparon el centro de su atención. Los textos anteriores, son una reflexión sobre el surgimiento de la izquierda, la crisis estructural de la sociedad y la economía uruguayas, y los hitos que marcaron la historia reciente del país. Ambos textos enmarcan sus reflexiones sobre el futuro de la izquierda. Aunque el “futuro llegó, hace rato”, para la izquierda, todavía es futuro. No hay ningún rumbo que no pueda corregirse, y buena parte de las expectativas que rodearon al triunfo del FA todavía están vivas. Huelga entonces leer este libro en un momento en que el FA, enfrentado a la campaña de 2009, deberá revisar, corregir, y elegir entre caminos alternativos. Cores nos trae aquí algunas reflexiones sobre cómo elegir, y por qué.
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1. Entender el pasado para desentrañar el presente: una breve historia política del Uruguay del siglo XX
La clave de entender cómo funcionaba el sistema de partidos uruguayo, para Cores, era en buena medida la clave para entender cómo había surgido la izquierda. Y entender esto, era importante para ver como se seguía. Como buen historiador y buen marxista, Cores recurrió a todas las disciplinas a su alcance para hacerlo. Lo importante para él era entender el sentido de la historia. Y era importante en sentido “práctico” (de la praxis), como enseñaron los griegos, y como enseñó el marxismo. Era importante para cambiar el mundo.
Los regímenes de dominación, se basan en la fuerza o en la persuasión. Este “hallazgo” lo compartían Aristóteles, Hobbes y Maquiavelo. El reino de la política es el de la persuasión. Pero la política es funcional al sistema de dominación, dijeron Rosseau primero, y Marx después. Ambos, sin embargo, creían en la posibilidad de la emancipación: y de la emancipación a través de la política. Parte de este argumento esencial está contenido en la obra de Cores. Su aporte a entender la construcción de la política en Uruguay –como persuasión- en tiempos en que en otros países aún primaba la fuerza (y eso es lo que caracteriza al especial tránsito democrático del Uruguay en el siglo XX), fue parte esencial de su argumento. Sin embargo, su análisis sobre la democracia uruguaya de la primera mitad del siglo, fue profundamente crítico.
En la tradición de convivencia y “dominación pacífica” que caracterizó a la democracia uruguaya hasta los años sesenta, los elementos ideológicos habían sido centrales, según su interpretación. Buena parte de esta dominación pacífica estaba basada se había basado en formas de desarrollo de la reproducción capitalista que incorporaban una legislación atenta a las aspiraciones de los trabajadores. Así como hubo mejoras significativa en las condiciones de vida de esos sectores, también se dio un desarrollo importante de los sectores medios a través del proceso que ya conocemos como “batllismo”, y al que Cores no duda en calificar como “una contradicción del viejo sistema de partidos como un todo”.
Pero este consenso, esta conformación ideológica del primer y el segundo batllismo, tuvieron unas bases materiales de sustento, que provinieron de la peculiar inserción internacional del Uruguay. Así, el modelo estaba sustentado, según sus palabras, en “ “inserción bastante bien articulada del Uruguay en el sistema capitalista mundial, a través de la exportación de dos o tres productos relativamente bien cotizados”.
A lo largo de su análisis, va señalando los “hitos de ruptura” en este modelo de inserción internacional: la crisis del 30, la restauración, el segundo batllismo, y finalmente la crisis de largo aliento, que comienza en el Uruguay hacia fines de la década del cincuenta. Esta crisis (la de 1955), no fue “coyuntural”: fue estructural, y esto es importante para entender el modo en que se agota el proceso de acumulación capitalista en Uruguay, y el marco que esto genera para las luchas políticas (la unificación de la CNT, el surgimiento del FA y el golpe de Estado). La profundidad de la crisis, según él, “llevó al fracaso a varios intentos de reformismo burgués impulsados por algunas fracciones más nacionalistas y populares dentro de los partidos tradicionales”. Menciona las cuatro leyes de reforma agraria de Wilson Ferreira Aldunate (1962-1963), la ruptura con el FMI, y las medidas populares intentadas bajo el gobierno de Oscar Gestido en 1967.
En sus inicios, la crisis “estructural” (que aún sobrevive), no va acompañada de secuelas políticas inmediatas, por el “efecto de las intermediaciones políticas, el peso de las capas medias, y la acción del movimiento popular”, que tendieron a atenuar los efectos que sobre el salario y el empleo tuvo ese estancamiento.” Aquí Cores se hace heredero de Real de Azúa, a quien bien leyó, y de su interpretación sobre la capacidad de “amortiguación” de la sociedad uruguaya. “El hecho de que los partidos gobernantes tuviesen una base electoral policlasista y un sistema de reclutamiento electoral basado en el clientelismo, determina que no pudieran terminar de la noche a la mañana con la distribución de empleos; con un sistema de previsión social bastante avanzado, ni con los salarios ni las conquistas obreras”, señala.
“Durante un largo ciclo la burguesía, a través de sus dos partidos, había gobernado con bastante consenso. Tenía sus alas populistas y esas alas funcionaban con eficacia”. A su entender, ello había contribuido a producir en el país un conjunto de leyes relativamente avanzadas, en los años cincuenta y sesenta. La nacionalización de varias actividades y servicios del Estado, el cumplimiento de un programa que a su juicio contenía elementos de la tradición nacionalista popular de la primera época del batllismo, y el aumento de la capacidad regulatoria del Estado en el ámbito económico y social, son elementos centrales de este período. Al amparo del Estado, señala Cores, “se desarrolla una pequeña burguesía numerosa, politizada, influyente que contribuye a darle al país una fisonomía propia. Su ideología impregna la propia conciencia que el Uruguay tiene de sí mismo a través del peso que tiene en la intelectualidad y en el sistema educativo, por lo demás ampliamente extendido y considerablemente eficaz durante mucho tiempo”. El retrato que hace, es de una enorme precisión y contundencia argumental.
Vemos este retrato en algunos otros autores que como Cores, se dedicaron a interpretar el Uruguay desde la historia. Pero en él, a diferencia de otros, ese “pacto de dominación” que es la política, debe estar siempre en el centro del análisis. “El sistema político había conseguido una gran legitimidad por los mecanismos de mistificación que son inherentes al orden jurídico de democracia capitalista”, dice, y que generan esa falsa conciencia: “un hombre, un voto”, cuando todos sabemos, que no pesan lo mismo. Pero toda amortiguación tiene su límite: el límite está representado por el agotamiento de sus bases de sustentación.
Su descripción del período es simple y clara: “el país había entrado en un proceso de pérdida de vitalidad, de lenta descomposición, de falta de ímpetu, de falta de capacidad de rectificación, de falta de energía nacional. Eso marca un poco uno de los rasgos de la crisis política: la forma en que la gente empezó a vivir el sistema político: la desconfianza en la posibilidad de cambios, en el personal político”. Y cita como una obra ejemplar de ese período, el libro de Mario Benedetti: “El país de la cola de paja”. Y también da una explicación, que debería tomarse en cuenta en las discusiones actuales sobre el “violentismo” de los años sesenta: “ese es el marco que explica por qué una parte de la izquierda tenía la sensación de que el sistema político y las vías electorales que nos proponían como alternativa de cambio estaban considerablemente manipuladas, desgastadas, y que por esa vía era imposible brindar una alternativa efectiva de poder en el país…”.
Hacia fines de los sesenta, y con el gobierno de Pacheco Areco, los políticos más contemporizadores, y que buscaban hacer jugar al Estado un rol arbitral y paternalista fueron reemplazados por banqueros y empresarios. A partir de ahí, para Cores, el tiempo se acelera. “El Uruguay se venía abajo en un sentido regresivo no sólo en lo económico, sino también en lo político, en las normas de convivencia. Daba la sensación de que algo se estaba terminando”.
2. La formación de un partido: los orígenes del Frente Amplio
La formación del Frente Amplio, requiere una mirada sobre la unificación de la CNT en 1964. La clave de la explicación está dada en la unión del movimiento obrero con las capas medias golpeadas por la crisis. En 1965, dice Cores, “el plan de lucha de la CNT es enorme y ésta empieza, de un modo u otro, a pesar en la vida nacional. El movimiento obrero, empieza a disputar de otra manera y desarrollar un programa alternativo. No se trata de una mera suma de gremios para luchar por el salario. La CNT nace con una propuesta nacional que anticipa lo que va a ser el Frente”.
Su mirada es al mismo la de un sindicalista, la de un historiador, y la de un militante partidario. En el análisis del movimiento político en su conjunto, siempre destaca el del papel que cumple la clase obrera. Bueno, la clase obrera en un sentido amplio, señala varias veces: “muchas veces la expresión asalariada, trabajadora, incluyendo tanto al trabajador manual como al que enseña o cuida enfermos, pueden ser más adecuadas”. Y enseña para los años setenta, noventa y dos mil: si el Frente Amplio perdiera ese apoyo (el de la clase obrera, en el sentido así definido), se perdería un componente fundamental
Las contribuciones del movimiento obrero en el “prematuro debilitamiento del estado oligárquico uruguayo”, no han sido debidamente señalizados, dice Cores. Y es cierto: la “historia oficial” ha preferido reivindicar el rol de los partidos políticos, la capacidad de anticipar los conflictos del Estado providente, o el rol de las clases medias, antes que el rol de la clase obrera (y la alianza estratégica entre ésta y las capas medias). Ni siquiera en la mayor parte de los análisis sobre las conquistas que se asocian con el batllismo, la clase obrera es tomada en cuenta. Cores lo hace. Y lo hace desde su propia ubicación en el mundo de la “praxis”: lo hace, como el sindicalista que fue.
El peso de la clase obrera, dice, “importa también no sólo por lo que aportan - como estilo, lenguaje, visión del mundo - los cuadros de ese origen, sino por lo que su experiencia como clase demostró y sirvió de guía para otros sectores: el luchar unidos, el compañerismo, la solidaridad, la disciplina, la constancia, la voluntad y el hábito de encarar colectivamente los problemas”. Eso no se aprende en los seminarios, concluye, sino en los lugares de trabajo y surgió históricamente en las fábricas.
Cuando nace la CNT, y a despecho de otros sindicalismos próximos en la región, ya nace con el sello de la autonomía. Cores nos recuerda que el propio nombre “Convención”, hace referencia al carácter abierto, permanente, que adquiría la unidad orgánica de los trabajadores. También recuerda que en los estatutos aprobados de 1966, se establecía que las autoridades de la CNT sólo podían proponer las medidas: eran los sindicatos quienes finalmente las aprobaban o no. Y pensando en estas formas abiertas de la organización de los trabajadores, y en el cimiento que pusieron para la creación del Frente Amplio, dice: “Hay quienes sostienen que la izquierda ha desdeñado la democracia y sus valores. Creo más bien que nosotros defendíamos, en nombre de las libertades públicas y sindicales, y de la defensa de los intereses materiales de los trabajadores, los aspectos populares de la democracia, los valores sustantivos que hacen que ésta sea el gobierno del pueblo”.
Y así se llega al FA. Su descripción de ese proceso es vívida, emotiva y feflexiva: “las grandes manifestaciones de masas, la experiencia vivida en la calle de fraternización bajo las banderas del Frente de decenas o cientos de miles de personas, fue para una parte considerable de nuestro pueblo la experiencia política más importante de su existencia. Uno no entraba a una manifestación de esas saliendo igual. Se salía fortalecido moral e ideológicamente. De esta manera el Frente Amplio entró, no sólo en la conciencia, sino en el corazón de cientos de miles de uruguayos. Ganar la calle en el 71, inundarla de banderas frenteamplistas, sentirse protagonista del nacimiento de una nueva esperanza, valió tanto como el programa o los discursos. Sembró con semilla fértil la construcción de la unidad y este hecho, protagonizado contra viento y marea en medio de la ola represiva y el despotismo arrogante de Pacheco, fue, repito, vivido, sentido, incorporado a su historia personal por cientos de miles de uruguayos que adoptaron al Frente Amplio como la identificación política de sus sentimientos de dignidad y sus ansias de libertad y justicia”. Este hecho político, este “júbilo compartido”, hizo del FA una fuerza política diferente. Y es que una fuerza política no se puede medir sólo por los resultados electorales: esos que, de la mano de “un hombre, un voto”, dejan a cada uno solo, en un cuarto secreto, frente a una urna.
A pesar de esto, su consignación de la derrota de las fuerzas de izquierda, es implacable:
“ de alguna manera fuimos siendo derrotados; la izquierda fue derrotada. Y creo que esa cuestión hay que consignarla. En algún lugar del debate hay que poner que la izquierda, en un proceso de acumulación muy intenso que se dio entre el 68 y el 73, fue derrotada por diez años. Se detuvo ese proceso de acumulación y nos impusieron derrotas en el plano económico, en la capacidad de autoorganización popular y de los trabajadores, en el plano de los derechos humanos, en el plano de los derechos civiles, de los derechos políticos; se procesó un cambio en la estructura del estado en un sentido autoritario del que no hemos podido salir”.
3. Transición tutelada y democracia restringida: lo que quedó
Frente al atropello de la dictadura, Cores sostiene que los partidos tradicionales, en su inmensa pasividad, dejaron sola a la izquierda “contra el enemigo”. Treinta años después, cuando se ve la actitud de éstos frente a los derechos humanos y las Fuerzas Armadas, puede decirse exactamente lo mismo.
Cores detalla con minucia las claves de sobrevivencia el FA en la dictadura, analiza las vicisitudes del plebiscito de 1980, y las razones por las que los militares confiaron en un triunfo que no fue (aunque alerta sobre la magnitud de la votación por el “Sí”), y rescata el papel jugado por Seregni en legitimar la opción del voto en blanco en las elecciones de 1982.
Sin embargo, su análisis del rol jugado por en el pacto del Club Naval, es terminante. Este pacto marcó los inicios de una democracia “tutelada” por las FFAA. El miedo en el plebiscito de abril de 1989 es hijo de las insuficiencias de la salida del Club Naval, dice, y agrega, en una reflexión para el hoy:
“ en torno al tema de la impunidad se anudan todos los elementos de la dictadura del pasado y el presente. Del pasado por los crímenes ocultos, los secuestros y desapariciones que pretendieron ignorarse, los delitos económicos realizados por altos jerarcas militares. Del presente porque mostró claramente el papel de control que juegan hoy las fuerzas armadas y el chantaje al que someten al sistema político. Siguen siendo las grandes privilegiadas en un presupuesto nacional profundamente recesivo. Han seguido ascendiendo cuadros militares que jugaron un papel relevante en la represión, algunos de los cuales están acusados y hasta procesados en Argentina y Brasil por asesinatos y secuestros Sigue predominando la ideología de la seguridad nacional..”
Luego realiza un racconto de la “historia reciente” del FA: el alejamiento del PGP, el primer triunfo cuando se conquista la Intendencia e Montevideo, las decisiones difíciles que hicieron a la conformación del Encuentro Progresista. El análisis de lo que motivó el ingreso de algunos grupos al FA (entre ellos, el PVP), nos retrotrae a la imagen del FA anterior, y a la que perduró de alguna manera hasta 2004, cuando al fn ganó la elección: “Ingresamos al Frente Amplio porque percibimos que no era posible realizar una política de masas fuera de éste. Todos los que dentro del país, de un modo u otro habían resistido tenían una identificación emocional con los símbolos, con los mártires y con los líderes presos del Frente Amplio. Esto ocurría casi independiente de contenidos programáticos o líneas políticas. Era una forma de identificación profunda, duradera, incorporada a la vida de la gente en horas de dolor y sufrimiento, y que aparecía, al mismo tiempo, como la renovación de la esperanza y los cambios.”
El papel del FA como partido, es central en su análisis. Este está precedido del análisis de la “conversión” del anarquismo al marxismo, y del rol del partido revolucionario. Vale la pena rescatar alguna de sus tesis.
En primer lugar, el rechazo a la idea del monopolitismo de un partido único. Sin embargo, señala, “sea bajo la forma de una organización única o de una vanguardia compartida, creo es imprescindible la existencia de un lugar, de un ámbito donde la toma de decisiones se centralice, donde se examine globalmente cada giro de la situación histórica”. En ese sentido cree en la existencia de una entidad política como “lugar donde se combina la teoría con la práctica, la táctica con la estrategia, el pasado con el presente, y donde se deciden las distintas formas de lucha que se impulsarán”.
En segundo lugar, cree absolutamente necesaria la “libre circulación de las ideas”. Y señala: “No creo que sea bueno la existencia estable de tendencias que en lugar de expresar diferencias de apreciación frente a problemas puntuales o programáticos, lo que es absolutamente lícito y puede enriquecer el debate, tiendan a formalizarse y crear espacios de microlealtades, que conspiran tanto contra la circulación racional y objetiva de idea”.
En tercer lugar, cree en la idea de un partido democrático de masas. Para él, la única manera de “terminar con las injusticias de la vieja sociedad y transitar hacia la construcción de otra, exigirá un componente moral que sólo puede ser solventado en una gran participación de las masas y una gran voluntad por “revolucionarlo”. Agrega que sin ese componente que tiene como contrapartida la participación democrática (“porque nadie tiene ese entusiasmo si funciona en su partido el estilo de “ordeno y mando”, el verticalismo, la concentración de la información y el poder de la decisión en manos de una cúpula), ninguna proeza revolucionaria hubiera sido posible. Ni siquiera la propia creación del FA. Sobre el funcionamiento del mismo destaca como positivo, el hecho de que cada dos meses se convoque al Plenario Nacional, y en ese escenario afloren matices y discrepancias. “Esa instancia regulada por los estatutos, ejerce una especie de contralor hacia las autoridades del Frente, hacia sus gobernantes y hacia sus legisladores”.
En cuarto lugar, alerta sobre los peligros de la llamada “ética de la responsabilidad”. Considera una “tentación” del Frente Amplio, la de dar la imagen de una fuerza responsable, y en función de esto “hacer suya la idea de que determinados problemas del país deben ser considerados como política de estado”. Cuando se pone el acento en la búsqueda de la concertación o del consenso nacional, dice Cores (que creía profundamente en el conflicto, y dudaba de cualquier “armonía social”), se tiende a minimizar el factor explotación, y se produce un peligroso deslizamiento hacia el reformismo. Hace un paralelismo con las críticas al movimiento sindical: cuando se hace una apelación a la “responsabilidad” y “madurez” de los dirigentes sindicales y del movimiento obrero; “cuando surgen actitudes de autolimitación para plantear en lo salarial las necesidades básicas de la familia trabajadora, poniéndose en la óptica presuntamente objetiva de los tecnócratas del gobierno que sostienen que el país tiene déficit fiscales y que no hay que ahondarlas…, entonces empieza a desarrollarse en la izquierda, no una lógica de cambio, sino una lógica de la no conflictividad, del diálogo y la paz social”. Y sobre esto advierte. “En este contexto el hecho de que predominen estas concepciones que ponen por encima de todo la búsqueda del diálogo y la conciliación tienden a desarmar a nuestros cuadros intermedios, y creo que están bastante relacionadas - no son el único factor, pero están bastante relacionadas -, con la llamada crisis de militancia”.
Sus expectativas sobre el FA son bien altas: “el FA debe levantarse como un punto de referencia frente al desaliento y la disgregación nacional y social….Frente al desaliento tiene que generar la confianza de que el cambio es posible, pero para eso hay que vencer el fatalismo, hay que organizarse y luchar desde los barrios, los sindicatos y las cooperativas…Sólo a partir de un gran fortalecimiento del componente más humilde, más golpeado, más explotado - trabajador, desocupado, trabajador ambulante, gente sin casa -, se pueden generar las condiciones para que una alianza con los sectores de la burguesía media no termine poniéndonos en una situación de subordinación política a ella”.
¿Y si el FA llega al gobierno? ¿Cómo impedir que pase lo que pasó con Siles Suazo en Bolivia, donde un gobierno que llegó por la izquierda, representó un retroceso tan importante para las fuerzas de la izquierda, que no fue necesario que la derecha o los militares golpearan, la izquierda ya se había neutralizado a sí misma? Aquí, el análisis “objetivo” de la relación entre clases era fundamental, para determinar el éxito del proyecto de la izquierda llevado a cabo por el partido de izquierda en el gobierno. Primero, se debían analizar las clases o grupos a quienes el poder del Estado favorece, y a quiénes obstaculiza en el logro de sus intereses. Un Estado en manos de un partido de izquierda, no puede ser neutral, ni contentar a todos. Debe decidir.
La segunda cuestión es analizar la forma en que en el país “se internalizan las relaciones de poder imperialista”, lo que también determina la lucha del poder, y la base sobre la cual se construirá “un poder alternativo”, definido como “esa fuerza capaz de desplazar a los grupos actualmente dominantes”. Aquí, no hay lugar para un análisis “neutro ideológicamente” de la inserción internacional del Uruguay. Durante sus últimos años, Cores luchó denodadamente contra un TLC contra EEUU, no por razones comerciales, sino, por estas razones arriba señaladas.
Sin embargo, su visión sobre la posibilidad de cambios en un gobierno del FA, no es pesimista, al contrario. “Aun en este período de reflujo, que puede todavía durar varios años, y en un pequeño país como el nuestro, tan rigurosamente sometido a la dependencia económica, política y militar de los Estados Unidos es importante conquistar el gobierno. Eso generaría, para empezar, un incremento de la autorganización de las masas, una mayor dinámica política e ideológica. Sabemos que de un modo u otros procesos similares se incuban en otras regiones del mundo subdesarrollado. Nuestra contribución a este proceso latinoamericano y tercermundísta debe ser mostrar la viabilidad, la creatividad y la firmeza con que es posible emprender un proceso de cambios.”
4. Utopía, revolución y democracia
Cores fue esencialmente un revolucionario.
Como el historiador que era, reivindicó siempre los cambios revolucionarios. Sin ellos, no se hubiera llegado a las transformaciones que hoy nos hacen quienes somos: la revolución francesa, la inglesa, la norteamericana. “Conquistas perdurables e importantes se lograron en todas partes de occidente, empezando por los Países Bajos, siguiendo por Inglaterra, y las colonias inglesas de América y Francia…Allí, el advenimiento de la burguesía al poder a través del desplazamiento de la aristocracia feudal se llevó a cabo a través de procesos revolucionarios violentos”. Y sigue: “el caso de la revolución francesa fue un proceso agónico, no sólo violento, sino extremadamente dilatado, pues la aristocracia consiguió más de una vez frenar los avances de la burguesía y restaurar el régimen institucional anterior. En el resto de Europa la revolución burguesa fue fuertemente estimulada por las acciones de fuerza del ejército napoleónico, que se paseó por el continente derribando monarquías absolutas. La revolución inglesa, la que importa, que fue la de 1649, estuvo también lejos de ser un proceso idílico y mostró por primera vez en la historia moderna el protagonismo político de la burguesía a través de una fuerza armada propia, el ejército liderado por Oliver Cromwell”.
Después, como hijo de su tiempo, vivió parte del proceso revolucionario de América Latina. Su juicio sobre la revolución cubana es terminante: “este proceso le había demostrado a América Latina, que era posible derrotar a un ejército oligárquico y tomar el poder. Significó un punto de referencia concreto a aspiraciones revolucionarias confusas y permitió reformular en otros términos la discusión entre las corrientes reformistas y revolucionarias que entonces existían en el país.”
Desde el anarquismo, en aquéllos años, se alentaba el horizonte insurreccional: “y aunque nunca lo explicitamos de esa manera, nuestra concepción de asalto al poder era insurreccional, es decir, suponía una activa participación de amplios sectores de trabajadores…” Los tiempos que corrían eran distintos, claro:. Los años de la revolución triunfante en Cuba, de la revolución cultural en China, de la resistencia antimperialista en Vietnam, eran años en que, como él mismo escribe: “las noticias que oíamos cada mañana eran distintas a las que se oyen hoy. Y eso producía un auge de las luchas y una mística revolucionaria fuerte que a todos nos alcanzaba. Te estoy hablando del 64, 65, 66, 67, 68.”
Pero aún hoy, o hasta hace apenas ayer, Cores pensaba que era el carácter “estructural” de la crisis, el que reclamaba por un cambio revolucionario: lo había reclamado en los sesenta, y lo había reclamado ahora. ¿Qué era un cambio revolucionario? Baste citar nuevamente sus palabras: “sin una profunda modificación de las estructuras agrarias, sin quebrar la hegemonía del capital financiero y sin quebrar la dependencia, todo lo cual supone cambios de tipo revolucionario, no es posible detener el agravamiento del deterioro económico que padecen las grandes mayorías nacionales”. En estas condiciones, el sistema político funciona “falto de irrigación popular, una suerte de magma espeso que actúa como una lápida sobre las esperanzas de cambio”. La contrapartida, según Cores, “es el desinterés, la desconfianza en los políticos”. Y la apatía política es el peor enemigo e la democracia.
Su idea de la revolución, incluía centralmente el dilema democrático: “la cuestión principal a resolver es cómo se articula el desarrollo de la infraestructura económica, de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción, con el de la democracia y de la participación de los trabajadores, de la mayoría de la población, en el desarrollo político, cultural y económico de los pueblos y el respeto por su identidad nacional y su autodeterminación”.
Hoy los objetivos de una acción revolucionaria pasan por la ampliación de la democracia, con todos los atributos de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Y ésta es la política de la emancipación. Una política que sólo puede existir, si existe una utopía:
No puedo aceptar el repudio a la utopía, al menos que sea a las utopías reaccionarias como el falangismo, el fascismo o la fundación del Tercer Reich… Todo programa de cambios en un sentido popular y progresista comporta una utopía. Esto es válido no sólo para el socialismo. Lo es también para el propio cristianismo. ¿Se ha realizado en algún lugar el “programa” contenido en el evangelio o el programa artiguista, federalista, popular….? ¿El Uruguay real sería el que es sin la utopía evangélica, sin la utopía artiguista, sin la utopía socialista. Por esas utopías luchamos. La utopía, que implica rebelarse ante el fatalismo, marca a la vez la necesidad, para quién aspira a los cambios, de transformarse a sí mismo. Tenemos que medirnos no sólo frente a la sórdida realidad de la miseria de hoy, sino frente a la grandeza de nuestros proyectos de cambio. Medirnos para empinarnos sobre nuestras flaquezas y no para resignarnos a ellas… El mundo ha cambiado. Las condiciones para luchar por nuestra utopía de justicia y libertad han cambiado, pero no ha cambiado nuestra inquietante, exigente, removedora utopía de un mundo sin explotados ni explotadores, sin opresores ni oprimidos, es decir, por un mundo socialista”.
Constanza Moreira