Apuntes sin fecha de Hugo Cores sobre la Tendencia.
El trabajo que nos proponemos consta de tres partes: 1) Una reflexión general sobre la tendencia, incluyendo un balance de sus aportes;
2) Una referencia histórica marcando los jalones de su accionar desde las raíces en el movimiento obrero y combativo a su irrupción con perfiles propios a partir de 1968;
3) Un anexo documental que incluye:
Los acuerdos de “Época”, suscritos por la FAO, el MIR, el grupo dé Independientes de “Época”, el Partido Socialista, el MAPU y el MRO.
La carta enviada por seis sindicatos a la CNT el 17 de julio de 1968, exigiendo la aplicación de un plan de lucha contra la política de Pacheco.
Manifiesto de la Interagrupacional Estudiantil.
Moción de la Tendencia en el ler. Congreso de CNT.
Balance de la huelga bancaria de 1969.
Balance de la huelga frigorífica del mismo año.
Balance del Sindicato de FUNSA, Federación de la Salud y Federación de la Bebida sobre la huelga general de 1973.
* * *
Un rescate de su accionar y una reflexión sobre el tema de la tendencia nos plantea una serie de cuestiones: en primer lugar, hay un problema de definiciones Qué fue, a qué se denominó la tendencia. Aquí hay que avanzar sobre cierta imprecisión que la propia realidad de la tendencia tuvo y sobre versiones voluntariamente deformadas de parte de sus detractores.
Hay, en segundo lugar, un aspecto de trayectoria de perfil histórico. O sea, qué aporté, que significó de nuevo en el movimiento obrero, la tendencia.
Y, en tercer lugar, hay un problema político ¿Qué interés tiene hoy una reflexión sobre la tendencia? Para qué nos pueden servir las enseñanzas de aquella experiencia del movimiento de masas?
CUANDO Y POR QUE SURGE LA TENDENCIA
Se trata de un componente del movimiento popular actuando, sobre todo, en el campo sindical y estudiantil que, fundamentalmente en el momento de la ofensiva autoritaria de la burguesía, busca una respuesta propia, alternativa, a la estrategia reformista. Constituye el ala más combativa y avanzada del movimiento de masas. Sus raíces se hunden en el accionar de los gremios solidarios de los años 50 y del movimiento obrero combativo de los años 50 y 60 y también en las tradiciones más viejas del sindicalismo de acción directa.
Pero la tendencia no es sólo el incremento del sindicalismo combativo o el reverdecimiento de ciertas tradiciones del sindicalismo de acción directa.
Su surgimiento es inseparable de la crisis general de la sociedad uruguaya, del fin de alguno de sus arraigados mitos, de crisis del modelo capitalista dependiente. Surge cuando se hace más evidente que el viejo Uruguay ya no daba más y que se imponían transformaciones de fondo. Los medios, las alianzas, las etapas a recorrer y el modelo de sociedad a implantar probablemente no estuvieran demasiado claros (eso es característico de la tendencia). Lo que sí estaba claro era que habla que luchar de otra manera que como se lo había hecho hasta entonces por un cambio profundo, en el sentido del programa (de CNT, del Congreso del Pueblo) elaborado por el movimiento popular.
Frente a la vieja letanía reformista de “esperar hasta que las condiciones estén dadas”, la tendencia dice: “tenemos que crear esas condiciones ahora, respondiendo con la lucha a la ofensiva reaccionaria de la burguesía”.
Los sectores más activos del movimiento popular constataron que la estrategia de acumulación propugnada por la izquierda reformista que en pleno disfrute de la legalidad y teniendo lo electoral como objetivo primordial, nunca superó el 10% de los votos, no se adecuaba a los tiempos que corrían: no servía ni para enfrentar la ofensiva burguesa ni mucho menos para acumular fuerzas reales a favor de un cambio revolucionario de signo socialista.
Eso fue la tendencia: la búsqueda de una alternativa real de cambio y no la ilusoria espera de una supuesta “maduración de las condiciones objetivas”. Con sus errores y carencias, significó una concepción de la acumulación de fuerzas que buscó desarrollar al máximo el potencial y la capacidad de lucha de los trabajadores y el pueblo, no para ganar nuevos escaños en el parlamento sino para poder producir una ruptura revolucionaria. Como análisis de clase, frente a los malabarismos teóricos, los discursos y los libros llenos de sofismas del reformismo, tuvo la intuición certera de que la burguesía no era un aliado confiable, ni en cuanto al mantenimiento de las reglas de juego de la democracia política ni en el cumplimiento de un programa de signo anti imperialista.
En ese sentido, y con sus raíces bien plantadas en el devenir de la lucha de clases nacional, entroncada con las tradiciones democráticas, clasistas y combativas del proletariado uruguayo, la tendencia se emparentó también con el movimiento de renovación de la izquierda que se produjo en América Latina en los años 60 al influjo de la revolución cubana y sus victorias contra el imperialismo.
miércoles, 4 de agosto de 2010
lunes, 24 de noviembre de 2008
BIOGRAFIA DE HUGO CORES
Hugo Cores
Hugo Andrés Cores Pérez, (7 de noviembre de 1937 – 6 de diciembre de 2006).
Profesor de Historia, egresado del Instituto de Profesores Artigas; militante estudiantil en la FEUU en los años 50, fue Presidente del Consejo de Banca Oficial de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay (AEBU), y vicepresidente de la CNT. trabajador por la creación una central única de los trabajadores que da origen en 1964 a la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), de la que fue su vicepresidente entre 1969 y 1971. El 23 de setiembre de 1969 es detenido en el marco de las Medidas Prontas de Seguridad. El 23 de abril de 1971 siendo aun vicepresidente de la CNT es nuevamente detenido en el marco de las Medidas Prontas de Seguridad.
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Miembro de la Federación Anarquista Uruguaya (FAU) desde 1956, impulsor de la organización Resistencia Obrero - Estudiantil (ROE), participa en la Huelga General contra el Golpe de Estado a partir del 27 de junio de 1973.
Exiliado en Buenos Aires, junto a Gerardo Gatti, León Duarte y otros integrantes de la FAU y la ROE, funda en 1975, el Partido por la Victoria del Pueblo (PVP). En abril de 1975 fue secuestrado en Buenos Aires y permaneció 20 días desaparecido hasta que su prisión fue legalizada gracias a la presión internacional. Permanece detenido durante nueve meses en el Penal de Sierra Chica. Expulsado de la Argentina vivió un tiempo en Francia y a principios de 1978 se instaló en San Pablo, Brasil, desde donde trabajó activamente contra la dictadura uruguaya. Hacia fines de 1983 regresó a la Argentina y retornó al Uruguay el 31 de diciembre de 1984, luego de las elecciones nacionales que sancionaron el término de la dictadura.
En 1989 fue electo diputado por el Movimiento de Participación Popular, banca a la que renunció en 1994, al apartarse de ese movimiento el PVP.
En abril de 1991, fue objeto de un atentado con una bomba que destruyó su automóvil y provocó daños importantes en puertas y ventanas de su domicilio..
Fue secretario político del entonces presidente del Frente Amplio y hoy Presidente de la República, Tabaré Vázquez. Fue redactor responsable del Periódico “Compañero”.
Era, al momento de su fallecimiento, el Secretario General del Partido por la Victoria del Pueblo, y el último miembro vivo de su dirección fundadora. Fue historiador, periodista y autor de varios libros sobre las luchas populares y la historia uruguaya reciente. Era Secretario de la Instituto Raíces y Caminos de América Latina y el Caribe, un proyecto de investigación y sistematización de las referencias históricas y culturales de América Latina y el Caribe referidas con sus luchas por la liberación.
miércoles, 16 de julio de 2008
Prologo de Constanza Moreira al libro "Hugo Cores la memoria combatiente"
Prólogo
La edición de estos textos de Hugo Cores, aunque incompleta y limitada, constituye una contribución a la divulgación de su pensamiento en un momento crucial de la historia política del Uruguay: el triunfo de la izquierda, y la mitad del mandato del gobierno a su cargo. Hugo Cores vivió esta parte de la historia, y reflexionó sobre ella en sus últimos escritos, así como desde su práctica política. Pero estas reflexiones están enmarcadas en un análisis más estructural y de más largo aliento sobre la sociedad uruguaya. Este libro consigna ambos movimientos. Los textos del final, son una reflexión enmarcada en estos últimos años donde los desafíos del gobierno del Frente Amplio, el proceso de la integración latinoamericana, y los avances y retrocesos en la búsqueda de “verdad y justicia”, ocuparon el centro de su atención. Los textos anteriores, son una reflexión sobre el surgimiento de la izquierda, la crisis estructural de la sociedad y la economía uruguayas, y los hitos que marcaron la historia reciente del país. Ambos textos enmarcan sus reflexiones sobre el futuro de la izquierda. Aunque el “futuro llegó, hace rato”, para la izquierda, todavía es futuro. No hay ningún rumbo que no pueda corregirse, y buena parte de las expectativas que rodearon al triunfo del FA todavía están vivas. Huelga entonces leer este libro en un momento en que el FA, enfrentado a la campaña de 2009, deberá revisar, corregir, y elegir entre caminos alternativos. Cores nos trae aquí algunas reflexiones sobre cómo elegir, y por qué.
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La edición de estos textos de Hugo Cores, aunque incompleta y limitada, constituye una contribución a la divulgación de su pensamiento en un momento crucial de la historia política del Uruguay: el triunfo de la izquierda, y la mitad del mandato del gobierno a su cargo. Hugo Cores vivió esta parte de la historia, y reflexionó sobre ella en sus últimos escritos, así como desde su práctica política. Pero estas reflexiones están enmarcadas en un análisis más estructural y de más largo aliento sobre la sociedad uruguaya. Este libro consigna ambos movimientos. Los textos del final, son una reflexión enmarcada en estos últimos años donde los desafíos del gobierno del Frente Amplio, el proceso de la integración latinoamericana, y los avances y retrocesos en la búsqueda de “verdad y justicia”, ocuparon el centro de su atención. Los textos anteriores, son una reflexión sobre el surgimiento de la izquierda, la crisis estructural de la sociedad y la economía uruguayas, y los hitos que marcaron la historia reciente del país. Ambos textos enmarcan sus reflexiones sobre el futuro de la izquierda. Aunque el “futuro llegó, hace rato”, para la izquierda, todavía es futuro. No hay ningún rumbo que no pueda corregirse, y buena parte de las expectativas que rodearon al triunfo del FA todavía están vivas. Huelga entonces leer este libro en un momento en que el FA, enfrentado a la campaña de 2009, deberá revisar, corregir, y elegir entre caminos alternativos. Cores nos trae aquí algunas reflexiones sobre cómo elegir, y por qué.
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1. Entender el pasado para desentrañar el presente: una breve historia política del Uruguay del siglo XX
La clave de entender cómo funcionaba el sistema de partidos uruguayo, para Cores, era en buena medida la clave para entender cómo había surgido la izquierda. Y entender esto, era importante para ver como se seguía. Como buen historiador y buen marxista, Cores recurrió a todas las disciplinas a su alcance para hacerlo. Lo importante para él era entender el sentido de la historia. Y era importante en sentido “práctico” (de la praxis), como enseñaron los griegos, y como enseñó el marxismo. Era importante para cambiar el mundo.
Los regímenes de dominación, se basan en la fuerza o en la persuasión. Este “hallazgo” lo compartían Aristóteles, Hobbes y Maquiavelo. El reino de la política es el de la persuasión. Pero la política es funcional al sistema de dominación, dijeron Rosseau primero, y Marx después. Ambos, sin embargo, creían en la posibilidad de la emancipación: y de la emancipación a través de la política. Parte de este argumento esencial está contenido en la obra de Cores. Su aporte a entender la construcción de la política en Uruguay –como persuasión- en tiempos en que en otros países aún primaba la fuerza (y eso es lo que caracteriza al especial tránsito democrático del Uruguay en el siglo XX), fue parte esencial de su argumento. Sin embargo, su análisis sobre la democracia uruguaya de la primera mitad del siglo, fue profundamente crítico.
En la tradición de convivencia y “dominación pacífica” que caracterizó a la democracia uruguaya hasta los años sesenta, los elementos ideológicos habían sido centrales, según su interpretación. Buena parte de esta dominación pacífica estaba basada se había basado en formas de desarrollo de la reproducción capitalista que incorporaban una legislación atenta a las aspiraciones de los trabajadores. Así como hubo mejoras significativa en las condiciones de vida de esos sectores, también se dio un desarrollo importante de los sectores medios a través del proceso que ya conocemos como “batllismo”, y al que Cores no duda en calificar como “una contradicción del viejo sistema de partidos como un todo”.
Pero este consenso, esta conformación ideológica del primer y el segundo batllismo, tuvieron unas bases materiales de sustento, que provinieron de la peculiar inserción internacional del Uruguay. Así, el modelo estaba sustentado, según sus palabras, en “ “inserción bastante bien articulada del Uruguay en el sistema capitalista mundial, a través de la exportación de dos o tres productos relativamente bien cotizados”.
A lo largo de su análisis, va señalando los “hitos de ruptura” en este modelo de inserción internacional: la crisis del 30, la restauración, el segundo batllismo, y finalmente la crisis de largo aliento, que comienza en el Uruguay hacia fines de la década del cincuenta. Esta crisis (la de 1955), no fue “coyuntural”: fue estructural, y esto es importante para entender el modo en que se agota el proceso de acumulación capitalista en Uruguay, y el marco que esto genera para las luchas políticas (la unificación de la CNT, el surgimiento del FA y el golpe de Estado). La profundidad de la crisis, según él, “llevó al fracaso a varios intentos de reformismo burgués impulsados por algunas fracciones más nacionalistas y populares dentro de los partidos tradicionales”. Menciona las cuatro leyes de reforma agraria de Wilson Ferreira Aldunate (1962-1963), la ruptura con el FMI, y las medidas populares intentadas bajo el gobierno de Oscar Gestido en 1967.
En sus inicios, la crisis “estructural” (que aún sobrevive), no va acompañada de secuelas políticas inmediatas, por el “efecto de las intermediaciones políticas, el peso de las capas medias, y la acción del movimiento popular”, que tendieron a atenuar los efectos que sobre el salario y el empleo tuvo ese estancamiento.” Aquí Cores se hace heredero de Real de Azúa, a quien bien leyó, y de su interpretación sobre la capacidad de “amortiguación” de la sociedad uruguaya. “El hecho de que los partidos gobernantes tuviesen una base electoral policlasista y un sistema de reclutamiento electoral basado en el clientelismo, determina que no pudieran terminar de la noche a la mañana con la distribución de empleos; con un sistema de previsión social bastante avanzado, ni con los salarios ni las conquistas obreras”, señala.
“Durante un largo ciclo la burguesía, a través de sus dos partidos, había gobernado con bastante consenso. Tenía sus alas populistas y esas alas funcionaban con eficacia”. A su entender, ello había contribuido a producir en el país un conjunto de leyes relativamente avanzadas, en los años cincuenta y sesenta. La nacionalización de varias actividades y servicios del Estado, el cumplimiento de un programa que a su juicio contenía elementos de la tradición nacionalista popular de la primera época del batllismo, y el aumento de la capacidad regulatoria del Estado en el ámbito económico y social, son elementos centrales de este período. Al amparo del Estado, señala Cores, “se desarrolla una pequeña burguesía numerosa, politizada, influyente que contribuye a darle al país una fisonomía propia. Su ideología impregna la propia conciencia que el Uruguay tiene de sí mismo a través del peso que tiene en la intelectualidad y en el sistema educativo, por lo demás ampliamente extendido y considerablemente eficaz durante mucho tiempo”. El retrato que hace, es de una enorme precisión y contundencia argumental.
Vemos este retrato en algunos otros autores que como Cores, se dedicaron a interpretar el Uruguay desde la historia. Pero en él, a diferencia de otros, ese “pacto de dominación” que es la política, debe estar siempre en el centro del análisis. “El sistema político había conseguido una gran legitimidad por los mecanismos de mistificación que son inherentes al orden jurídico de democracia capitalista”, dice, y que generan esa falsa conciencia: “un hombre, un voto”, cuando todos sabemos, que no pesan lo mismo. Pero toda amortiguación tiene su límite: el límite está representado por el agotamiento de sus bases de sustentación.
Su descripción del período es simple y clara: “el país había entrado en un proceso de pérdida de vitalidad, de lenta descomposición, de falta de ímpetu, de falta de capacidad de rectificación, de falta de energía nacional. Eso marca un poco uno de los rasgos de la crisis política: la forma en que la gente empezó a vivir el sistema político: la desconfianza en la posibilidad de cambios, en el personal político”. Y cita como una obra ejemplar de ese período, el libro de Mario Benedetti: “El país de la cola de paja”. Y también da una explicación, que debería tomarse en cuenta en las discusiones actuales sobre el “violentismo” de los años sesenta: “ese es el marco que explica por qué una parte de la izquierda tenía la sensación de que el sistema político y las vías electorales que nos proponían como alternativa de cambio estaban considerablemente manipuladas, desgastadas, y que por esa vía era imposible brindar una alternativa efectiva de poder en el país…”.
Hacia fines de los sesenta, y con el gobierno de Pacheco Areco, los políticos más contemporizadores, y que buscaban hacer jugar al Estado un rol arbitral y paternalista fueron reemplazados por banqueros y empresarios. A partir de ahí, para Cores, el tiempo se acelera. “El Uruguay se venía abajo en un sentido regresivo no sólo en lo económico, sino también en lo político, en las normas de convivencia. Daba la sensación de que algo se estaba terminando”.
2. La formación de un partido: los orígenes del Frente Amplio
La formación del Frente Amplio, requiere una mirada sobre la unificación de la CNT en 1964. La clave de la explicación está dada en la unión del movimiento obrero con las capas medias golpeadas por la crisis. En 1965, dice Cores, “el plan de lucha de la CNT es enorme y ésta empieza, de un modo u otro, a pesar en la vida nacional. El movimiento obrero, empieza a disputar de otra manera y desarrollar un programa alternativo. No se trata de una mera suma de gremios para luchar por el salario. La CNT nace con una propuesta nacional que anticipa lo que va a ser el Frente”.
Su mirada es al mismo la de un sindicalista, la de un historiador, y la de un militante partidario. En el análisis del movimiento político en su conjunto, siempre destaca el del papel que cumple la clase obrera. Bueno, la clase obrera en un sentido amplio, señala varias veces: “muchas veces la expresión asalariada, trabajadora, incluyendo tanto al trabajador manual como al que enseña o cuida enfermos, pueden ser más adecuadas”. Y enseña para los años setenta, noventa y dos mil: si el Frente Amplio perdiera ese apoyo (el de la clase obrera, en el sentido así definido), se perdería un componente fundamental
Las contribuciones del movimiento obrero en el “prematuro debilitamiento del estado oligárquico uruguayo”, no han sido debidamente señalizados, dice Cores. Y es cierto: la “historia oficial” ha preferido reivindicar el rol de los partidos políticos, la capacidad de anticipar los conflictos del Estado providente, o el rol de las clases medias, antes que el rol de la clase obrera (y la alianza estratégica entre ésta y las capas medias). Ni siquiera en la mayor parte de los análisis sobre las conquistas que se asocian con el batllismo, la clase obrera es tomada en cuenta. Cores lo hace. Y lo hace desde su propia ubicación en el mundo de la “praxis”: lo hace, como el sindicalista que fue.
El peso de la clase obrera, dice, “importa también no sólo por lo que aportan - como estilo, lenguaje, visión del mundo - los cuadros de ese origen, sino por lo que su experiencia como clase demostró y sirvió de guía para otros sectores: el luchar unidos, el compañerismo, la solidaridad, la disciplina, la constancia, la voluntad y el hábito de encarar colectivamente los problemas”. Eso no se aprende en los seminarios, concluye, sino en los lugares de trabajo y surgió históricamente en las fábricas.
Cuando nace la CNT, y a despecho de otros sindicalismos próximos en la región, ya nace con el sello de la autonomía. Cores nos recuerda que el propio nombre “Convención”, hace referencia al carácter abierto, permanente, que adquiría la unidad orgánica de los trabajadores. También recuerda que en los estatutos aprobados de 1966, se establecía que las autoridades de la CNT sólo podían proponer las medidas: eran los sindicatos quienes finalmente las aprobaban o no. Y pensando en estas formas abiertas de la organización de los trabajadores, y en el cimiento que pusieron para la creación del Frente Amplio, dice: “Hay quienes sostienen que la izquierda ha desdeñado la democracia y sus valores. Creo más bien que nosotros defendíamos, en nombre de las libertades públicas y sindicales, y de la defensa de los intereses materiales de los trabajadores, los aspectos populares de la democracia, los valores sustantivos que hacen que ésta sea el gobierno del pueblo”.
Y así se llega al FA. Su descripción de ese proceso es vívida, emotiva y feflexiva: “las grandes manifestaciones de masas, la experiencia vivida en la calle de fraternización bajo las banderas del Frente de decenas o cientos de miles de personas, fue para una parte considerable de nuestro pueblo la experiencia política más importante de su existencia. Uno no entraba a una manifestación de esas saliendo igual. Se salía fortalecido moral e ideológicamente. De esta manera el Frente Amplio entró, no sólo en la conciencia, sino en el corazón de cientos de miles de uruguayos. Ganar la calle en el 71, inundarla de banderas frenteamplistas, sentirse protagonista del nacimiento de una nueva esperanza, valió tanto como el programa o los discursos. Sembró con semilla fértil la construcción de la unidad y este hecho, protagonizado contra viento y marea en medio de la ola represiva y el despotismo arrogante de Pacheco, fue, repito, vivido, sentido, incorporado a su historia personal por cientos de miles de uruguayos que adoptaron al Frente Amplio como la identificación política de sus sentimientos de dignidad y sus ansias de libertad y justicia”. Este hecho político, este “júbilo compartido”, hizo del FA una fuerza política diferente. Y es que una fuerza política no se puede medir sólo por los resultados electorales: esos que, de la mano de “un hombre, un voto”, dejan a cada uno solo, en un cuarto secreto, frente a una urna.
A pesar de esto, su consignación de la derrota de las fuerzas de izquierda, es implacable:
“ de alguna manera fuimos siendo derrotados; la izquierda fue derrotada. Y creo que esa cuestión hay que consignarla. En algún lugar del debate hay que poner que la izquierda, en un proceso de acumulación muy intenso que se dio entre el 68 y el 73, fue derrotada por diez años. Se detuvo ese proceso de acumulación y nos impusieron derrotas en el plano económico, en la capacidad de autoorganización popular y de los trabajadores, en el plano de los derechos humanos, en el plano de los derechos civiles, de los derechos políticos; se procesó un cambio en la estructura del estado en un sentido autoritario del que no hemos podido salir”.
3. Transición tutelada y democracia restringida: lo que quedó
Frente al atropello de la dictadura, Cores sostiene que los partidos tradicionales, en su inmensa pasividad, dejaron sola a la izquierda “contra el enemigo”. Treinta años después, cuando se ve la actitud de éstos frente a los derechos humanos y las Fuerzas Armadas, puede decirse exactamente lo mismo.
Cores detalla con minucia las claves de sobrevivencia el FA en la dictadura, analiza las vicisitudes del plebiscito de 1980, y las razones por las que los militares confiaron en un triunfo que no fue (aunque alerta sobre la magnitud de la votación por el “Sí”), y rescata el papel jugado por Seregni en legitimar la opción del voto en blanco en las elecciones de 1982.
Sin embargo, su análisis del rol jugado por en el pacto del Club Naval, es terminante. Este pacto marcó los inicios de una democracia “tutelada” por las FFAA. El miedo en el plebiscito de abril de 1989 es hijo de las insuficiencias de la salida del Club Naval, dice, y agrega, en una reflexión para el hoy:
“ en torno al tema de la impunidad se anudan todos los elementos de la dictadura del pasado y el presente. Del pasado por los crímenes ocultos, los secuestros y desapariciones que pretendieron ignorarse, los delitos económicos realizados por altos jerarcas militares. Del presente porque mostró claramente el papel de control que juegan hoy las fuerzas armadas y el chantaje al que someten al sistema político. Siguen siendo las grandes privilegiadas en un presupuesto nacional profundamente recesivo. Han seguido ascendiendo cuadros militares que jugaron un papel relevante en la represión, algunos de los cuales están acusados y hasta procesados en Argentina y Brasil por asesinatos y secuestros Sigue predominando la ideología de la seguridad nacional..”
Luego realiza un racconto de la “historia reciente” del FA: el alejamiento del PGP, el primer triunfo cuando se conquista la Intendencia e Montevideo, las decisiones difíciles que hicieron a la conformación del Encuentro Progresista. El análisis de lo que motivó el ingreso de algunos grupos al FA (entre ellos, el PVP), nos retrotrae a la imagen del FA anterior, y a la que perduró de alguna manera hasta 2004, cuando al fn ganó la elección: “Ingresamos al Frente Amplio porque percibimos que no era posible realizar una política de masas fuera de éste. Todos los que dentro del país, de un modo u otro habían resistido tenían una identificación emocional con los símbolos, con los mártires y con los líderes presos del Frente Amplio. Esto ocurría casi independiente de contenidos programáticos o líneas políticas. Era una forma de identificación profunda, duradera, incorporada a la vida de la gente en horas de dolor y sufrimiento, y que aparecía, al mismo tiempo, como la renovación de la esperanza y los cambios.”
El papel del FA como partido, es central en su análisis. Este está precedido del análisis de la “conversión” del anarquismo al marxismo, y del rol del partido revolucionario. Vale la pena rescatar alguna de sus tesis.
En primer lugar, el rechazo a la idea del monopolitismo de un partido único. Sin embargo, señala, “sea bajo la forma de una organización única o de una vanguardia compartida, creo es imprescindible la existencia de un lugar, de un ámbito donde la toma de decisiones se centralice, donde se examine globalmente cada giro de la situación histórica”. En ese sentido cree en la existencia de una entidad política como “lugar donde se combina la teoría con la práctica, la táctica con la estrategia, el pasado con el presente, y donde se deciden las distintas formas de lucha que se impulsarán”.
En segundo lugar, cree absolutamente necesaria la “libre circulación de las ideas”. Y señala: “No creo que sea bueno la existencia estable de tendencias que en lugar de expresar diferencias de apreciación frente a problemas puntuales o programáticos, lo que es absolutamente lícito y puede enriquecer el debate, tiendan a formalizarse y crear espacios de microlealtades, que conspiran tanto contra la circulación racional y objetiva de idea”.
En tercer lugar, cree en la idea de un partido democrático de masas. Para él, la única manera de “terminar con las injusticias de la vieja sociedad y transitar hacia la construcción de otra, exigirá un componente moral que sólo puede ser solventado en una gran participación de las masas y una gran voluntad por “revolucionarlo”. Agrega que sin ese componente que tiene como contrapartida la participación democrática (“porque nadie tiene ese entusiasmo si funciona en su partido el estilo de “ordeno y mando”, el verticalismo, la concentración de la información y el poder de la decisión en manos de una cúpula), ninguna proeza revolucionaria hubiera sido posible. Ni siquiera la propia creación del FA. Sobre el funcionamiento del mismo destaca como positivo, el hecho de que cada dos meses se convoque al Plenario Nacional, y en ese escenario afloren matices y discrepancias. “Esa instancia regulada por los estatutos, ejerce una especie de contralor hacia las autoridades del Frente, hacia sus gobernantes y hacia sus legisladores”.
En cuarto lugar, alerta sobre los peligros de la llamada “ética de la responsabilidad”. Considera una “tentación” del Frente Amplio, la de dar la imagen de una fuerza responsable, y en función de esto “hacer suya la idea de que determinados problemas del país deben ser considerados como política de estado”. Cuando se pone el acento en la búsqueda de la concertación o del consenso nacional, dice Cores (que creía profundamente en el conflicto, y dudaba de cualquier “armonía social”), se tiende a minimizar el factor explotación, y se produce un peligroso deslizamiento hacia el reformismo. Hace un paralelismo con las críticas al movimiento sindical: cuando se hace una apelación a la “responsabilidad” y “madurez” de los dirigentes sindicales y del movimiento obrero; “cuando surgen actitudes de autolimitación para plantear en lo salarial las necesidades básicas de la familia trabajadora, poniéndose en la óptica presuntamente objetiva de los tecnócratas del gobierno que sostienen que el país tiene déficit fiscales y que no hay que ahondarlas…, entonces empieza a desarrollarse en la izquierda, no una lógica de cambio, sino una lógica de la no conflictividad, del diálogo y la paz social”. Y sobre esto advierte. “En este contexto el hecho de que predominen estas concepciones que ponen por encima de todo la búsqueda del diálogo y la conciliación tienden a desarmar a nuestros cuadros intermedios, y creo que están bastante relacionadas - no son el único factor, pero están bastante relacionadas -, con la llamada crisis de militancia”.
Sus expectativas sobre el FA son bien altas: “el FA debe levantarse como un punto de referencia frente al desaliento y la disgregación nacional y social….Frente al desaliento tiene que generar la confianza de que el cambio es posible, pero para eso hay que vencer el fatalismo, hay que organizarse y luchar desde los barrios, los sindicatos y las cooperativas…Sólo a partir de un gran fortalecimiento del componente más humilde, más golpeado, más explotado - trabajador, desocupado, trabajador ambulante, gente sin casa -, se pueden generar las condiciones para que una alianza con los sectores de la burguesía media no termine poniéndonos en una situación de subordinación política a ella”.
¿Y si el FA llega al gobierno? ¿Cómo impedir que pase lo que pasó con Siles Suazo en Bolivia, donde un gobierno que llegó por la izquierda, representó un retroceso tan importante para las fuerzas de la izquierda, que no fue necesario que la derecha o los militares golpearan, la izquierda ya se había neutralizado a sí misma? Aquí, el análisis “objetivo” de la relación entre clases era fundamental, para determinar el éxito del proyecto de la izquierda llevado a cabo por el partido de izquierda en el gobierno. Primero, se debían analizar las clases o grupos a quienes el poder del Estado favorece, y a quiénes obstaculiza en el logro de sus intereses. Un Estado en manos de un partido de izquierda, no puede ser neutral, ni contentar a todos. Debe decidir.
La segunda cuestión es analizar la forma en que en el país “se internalizan las relaciones de poder imperialista”, lo que también determina la lucha del poder, y la base sobre la cual se construirá “un poder alternativo”, definido como “esa fuerza capaz de desplazar a los grupos actualmente dominantes”. Aquí, no hay lugar para un análisis “neutro ideológicamente” de la inserción internacional del Uruguay. Durante sus últimos años, Cores luchó denodadamente contra un TLC contra EEUU, no por razones comerciales, sino, por estas razones arriba señaladas.
Sin embargo, su visión sobre la posibilidad de cambios en un gobierno del FA, no es pesimista, al contrario. “Aun en este período de reflujo, que puede todavía durar varios años, y en un pequeño país como el nuestro, tan rigurosamente sometido a la dependencia económica, política y militar de los Estados Unidos es importante conquistar el gobierno. Eso generaría, para empezar, un incremento de la autorganización de las masas, una mayor dinámica política e ideológica. Sabemos que de un modo u otros procesos similares se incuban en otras regiones del mundo subdesarrollado. Nuestra contribución a este proceso latinoamericano y tercermundísta debe ser mostrar la viabilidad, la creatividad y la firmeza con que es posible emprender un proceso de cambios.”
4. Utopía, revolución y democracia
Cores fue esencialmente un revolucionario.
Como el historiador que era, reivindicó siempre los cambios revolucionarios. Sin ellos, no se hubiera llegado a las transformaciones que hoy nos hacen quienes somos: la revolución francesa, la inglesa, la norteamericana. “Conquistas perdurables e importantes se lograron en todas partes de occidente, empezando por los Países Bajos, siguiendo por Inglaterra, y las colonias inglesas de América y Francia…Allí, el advenimiento de la burguesía al poder a través del desplazamiento de la aristocracia feudal se llevó a cabo a través de procesos revolucionarios violentos”. Y sigue: “el caso de la revolución francesa fue un proceso agónico, no sólo violento, sino extremadamente dilatado, pues la aristocracia consiguió más de una vez frenar los avances de la burguesía y restaurar el régimen institucional anterior. En el resto de Europa la revolución burguesa fue fuertemente estimulada por las acciones de fuerza del ejército napoleónico, que se paseó por el continente derribando monarquías absolutas. La revolución inglesa, la que importa, que fue la de 1649, estuvo también lejos de ser un proceso idílico y mostró por primera vez en la historia moderna el protagonismo político de la burguesía a través de una fuerza armada propia, el ejército liderado por Oliver Cromwell”.
Después, como hijo de su tiempo, vivió parte del proceso revolucionario de América Latina. Su juicio sobre la revolución cubana es terminante: “este proceso le había demostrado a América Latina, que era posible derrotar a un ejército oligárquico y tomar el poder. Significó un punto de referencia concreto a aspiraciones revolucionarias confusas y permitió reformular en otros términos la discusión entre las corrientes reformistas y revolucionarias que entonces existían en el país.”
Desde el anarquismo, en aquéllos años, se alentaba el horizonte insurreccional: “y aunque nunca lo explicitamos de esa manera, nuestra concepción de asalto al poder era insurreccional, es decir, suponía una activa participación de amplios sectores de trabajadores…” Los tiempos que corrían eran distintos, claro:. Los años de la revolución triunfante en Cuba, de la revolución cultural en China, de la resistencia antimperialista en Vietnam, eran años en que, como él mismo escribe: “las noticias que oíamos cada mañana eran distintas a las que se oyen hoy. Y eso producía un auge de las luchas y una mística revolucionaria fuerte que a todos nos alcanzaba. Te estoy hablando del 64, 65, 66, 67, 68.”
Pero aún hoy, o hasta hace apenas ayer, Cores pensaba que era el carácter “estructural” de la crisis, el que reclamaba por un cambio revolucionario: lo había reclamado en los sesenta, y lo había reclamado ahora. ¿Qué era un cambio revolucionario? Baste citar nuevamente sus palabras: “sin una profunda modificación de las estructuras agrarias, sin quebrar la hegemonía del capital financiero y sin quebrar la dependencia, todo lo cual supone cambios de tipo revolucionario, no es posible detener el agravamiento del deterioro económico que padecen las grandes mayorías nacionales”. En estas condiciones, el sistema político funciona “falto de irrigación popular, una suerte de magma espeso que actúa como una lápida sobre las esperanzas de cambio”. La contrapartida, según Cores, “es el desinterés, la desconfianza en los políticos”. Y la apatía política es el peor enemigo e la democracia.
Su idea de la revolución, incluía centralmente el dilema democrático: “la cuestión principal a resolver es cómo se articula el desarrollo de la infraestructura económica, de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción, con el de la democracia y de la participación de los trabajadores, de la mayoría de la población, en el desarrollo político, cultural y económico de los pueblos y el respeto por su identidad nacional y su autodeterminación”.
Hoy los objetivos de una acción revolucionaria pasan por la ampliación de la democracia, con todos los atributos de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Y ésta es la política de la emancipación. Una política que sólo puede existir, si existe una utopía:
No puedo aceptar el repudio a la utopía, al menos que sea a las utopías reaccionarias como el falangismo, el fascismo o la fundación del Tercer Reich… Todo programa de cambios en un sentido popular y progresista comporta una utopía. Esto es válido no sólo para el socialismo. Lo es también para el propio cristianismo. ¿Se ha realizado en algún lugar el “programa” contenido en el evangelio o el programa artiguista, federalista, popular….? ¿El Uruguay real sería el que es sin la utopía evangélica, sin la utopía artiguista, sin la utopía socialista. Por esas utopías luchamos. La utopía, que implica rebelarse ante el fatalismo, marca a la vez la necesidad, para quién aspira a los cambios, de transformarse a sí mismo. Tenemos que medirnos no sólo frente a la sórdida realidad de la miseria de hoy, sino frente a la grandeza de nuestros proyectos de cambio. Medirnos para empinarnos sobre nuestras flaquezas y no para resignarnos a ellas… El mundo ha cambiado. Las condiciones para luchar por nuestra utopía de justicia y libertad han cambiado, pero no ha cambiado nuestra inquietante, exigente, removedora utopía de un mundo sin explotados ni explotadores, sin opresores ni oprimidos, es decir, por un mundo socialista”.
Constanza Moreira
domingo, 22 de junio de 2008
LIBRO DE HUGO CORES: MEMORIAS DE LA RESISTENCIA
1 Como si fuera un
Prólogo
“Aunque la muerte es el más poderoso agente del olvido, éste no es omnipotente, porque desde siempre contra el olvido –en nuestro caso el de los desaparecidos, de los niños robados, los hombres han levantado las murallas del recuerdo, de modo tal que las huellas que permiten seguir su memoria conforman los signos más seguros de la existencia de una cultura humana”
Filósofo argentino Enrique Marí, en Clarín (4-7-01)
“Es así cómo el tiempo y su insidiosa lima, el olvido, cuentan con cómplices incluso entre las víctimas directas
o indirectas”. Cortázar, Argentina: Años de alambradas culturales, p. 27.
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Prólogo
“Aunque la muerte es el más poderoso agente del olvido, éste no es omnipotente, porque desde siempre contra el olvido –en nuestro caso el de los desaparecidos, de los niños robados, los hombres han levantado las murallas del recuerdo, de modo tal que las huellas que permiten seguir su memoria conforman los signos más seguros de la existencia de una cultura humana”
Filósofo argentino Enrique Marí, en Clarín (4-7-01)
“Es así cómo el tiempo y su insidiosa lima, el olvido, cuentan con cómplices incluso entre las víctimas directas
o indirectas”. Cortázar, Argentina: Años de alambradas culturales, p. 27.
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1
Estas líneas hablan de personas y hechos que quizá valga la pena no olvidar.
Nuestra sociedad vive una relación torturada con su pasado. Una cantidad de hechos ha desaparecido, como si nunca hubieran ocurrido.
Parecería que sobre las acciones de resistencia -y sobre todo las que tienen que ver con la violencia- existiera un sentimiento de culpa, un arrepentimiento incompleto e inconfesado, por haberlas realizado. Mientras, se prefiere ignorarlas.
Al no reconocer y explicar el sentido de lo hecho, se termina por aceptar la versión de la historia oficial que habla del carácter antojadizo e irresponsable de las acciones de la izquierda que trajeron como consecuencia el régimen militar.
Hay una buena cosecha de testimonios sobre los años 60 y la implantación de la dictadura. Estas obras a menudo están construidas desde la perspectiva interna de las organizaciones revolucionarias.
Así formulado, el discurso se vuelve sobre sí mismo, se bloquea y se convierte en una visión equivocada de los hechos.
Una referencia más adecuada debería partir de la situación general de las clases, de los partidos, de las transformaciones económicas, del Estado y de la política. Las respuestas revolucionarias de la izquierda son una reacción ante algo que estaba ocurriendo en la sociedad.
“La desigualdad como estrategia”, escribió Alicia Melgar. Se refería, en 1985, a las decisiones durante la dictadura. Es decir, al desarrollo de políticas económicas que se proponen aumentar la desigualdad.
El crecimiento de la pobreza y de los altos ingresos no es a causa de las circunstancias, de las epizootias o la mala suerte, es una estrategia. Vale decir, políticas económicas que se desarrollaron con continuidad durante la democracia y durante la dictadura, con gobiernos colorados y blancos, civiles y militares.
En Uruguay, para aplicar “la desigualdad como estrategia”, desde el Estado - al que se reprueba y se lo quiere mínimo y prescindente - hubo que quebrantar reglas de juego, alterar visiones del mundo y modificar formas de vida arraigadas en la sociedad.
2
Al hablar de los años 40 o 50, de mi niñez, de la de mi hermano y mis primos, me parece hacerlo sobre un mundo demasiado lejano, más próximo a las historias de otros planetas de Arthur Clarke que a los cuentos de los años felices de Osvaldo Soriano.
Para tarea tan ardua no tengo oficio, no soy escritor. Me resulta difícil encontrar las palabras adecuadas para evocar una sociedad en la que se vivía con tantas ganas y tantas ilusiones, el reducto sereno de una familia numerosa, y Montevideo en las tardes tranquilas de domingo, las calles silenciosas bajo los plátanos de sombra con el único eco de las radios trasmitiendo fútbol.
Lo que sigue es la crónica de una familia trabajadora, de izquierda, que vivió a lo largo del siglo en Uruguay. Y de unos compañeros de lucha que tuve la suerte de conocer y con los que compartir la lucha durante muchos años y muchos “oscuros días radiantes”.
Escribo de personas que militaron en el Partido Comunista, como Doña Irene y Juan Acuña; en la FAU y la ROE y el PVP como Gatti, Mechoso y Cariboni; en el MLN, como Arocena, Bentín o Carpanessi, en el PCR como Anselmo García. O de personas que, siendo de izquierda, no militaron en ningún grupo en particular, como mi padre, Banchero o Mario de Souza.
3
No procuro redondear el relato para que se vuelva entretenido o contenga anécdotas Ni para que sirva para extraer enseñanzas ilustrativas. Es una contribución a la memoria. Un intento por llenar un vacío de conocimiento sobre algunas vidas intensas de personas decentes y luchadoras. Evocar las vidas de esas personas permite atisbar aspectos de la sociedad uruguaya, del contexto donde esas personalidades se forjaron.
4
En los 40 y 50, junto con el conformismo y contra él, en Uruguay se sembró la semilla de una vida intensa y plena. Después, mucho de lo mejor fue amenazado y agredido: libertades, calidad de vida y por eso los años 60 fueron tiempos de resistencia. También de sueños y de lucha por una sociedad distinta, con más justicia y libertad. Al principio unos pocos y después muchos miles de uruguayos también se aplicaron a esos quehaceres y a esos sueños.
Se estaba terminando un ciclo, una época en que la se había estimulado el vivir y el pensar. Y al mismo tiempo, desde el poder, se estaban sentando las bases de una país distinto. Hay un debate sobre el significado de aquella época y su proyección en las décadas siguientes.
5
En el Liceo y los Preparatorios públicos los muchachos estudiaban con los mejores docentes, y los intelectuales más destacados del país: Arturo Ardao, José Pedro Díaz, Carlos Real de Azúa, empeñados en trasladarnos su saber y su entusiasmo por la filosofía, la novela, la poesía.
En las hermosas y aireadas salas del IAVA, enseñaba Ardao la diferencia entre “savant” y “sage”. José Pedro Díaz con el Fausto de Goethe y de Henri Lichtenberger, Real de Azúa a Manrique, el Dante y la muerte.
Maestros y profesores que no faltaban nunca y disfrutaban sembrando aquella sed y aquella alegría del conocimiento. Así era la enseñanza pública en los años 50.
6
Que entonces fuera así quizá ayude a entender el significado de que ya no sea así. Si entonces se hizo, ¿por qué no desarrollar ahora una educación pública de alto nivel, exigente e innovadora?
A principios de 1985, en el Instituto IAVA, en su hermoso edificio de la calle Eduardo Acevedo, viejos amigos egresados del IPA, docentes valiosos y cultos, tomaban exámenes a sus alumnos en mesas debajo de las cuales había montañas de basuras, aquellas montañas de desperdicios de las que estaba inundada nuestra ciudad aquel año, el último de la dictadura.
7
Los sectores sociales dirigentes durante la dictadura y después, han logrado evitar que se hable de lo ocurrido. De las decenas de miles de personas que fueron encarceladas. De gremios enteros que fueron sometidos al impacto de la militarización, como los trabajadores de UTE, de ANCAP y de los bancos.
Un simple ejemplo de las “fracturas de la memoria”. A principios de agosto del 2001 se informa que el BHU enfrenta un colapso financiero. El descalabro proviene de la época de la dictadura. Pero del asunto no se habla. No hay referencias a los Directores del BHU que fueron procesados y el trámite en la justicia penal se interrumpió, pues un decreto del gobierno de Sanguinetti consideró que el asunto estaba incluido en la Ley de Caducidad.
8
Hace más de 10 años Miguel Carrió escribió “País vaciado”. Un libro que habla de los escándalos financieros de la época de la dictadura. De la larga lista de actos de corrupción denunciados, no se habla. Y los beneficiarios siguen “en carrera”.
Para muchos compañeros que han escrito, las referencias siguen siendo a la guerra, a la acción revolucionaria, a los infiltrados o traidores, o los dirigentes que no estuvieron a la altura de sus responsabilidades y a la represión que padecieron. Y a unos genéricos errores o excesos cometidos por las fuerzas de la represión. El terrorismo de Estado no es tema de reflexión.
No se aborda el hecho tan significativo de que murieron, según SERPAJ, decenas de personas en los penales, o fueron empujados al suicidio o asesinados en la tortura.
Las cifras, que a menudo se repiten, terminan por perder capacidad de conmocionar, como en el texto de Shoac.
Aludir al pasado preferentemente como práctica militar y discutir solo la legitimidad de la rebeldía, es de gran interés pero es un análisis que puede conducir a un error si omite la realidad que se instaló después de 1972-73, la compulsión exhaustiva del Estado terrorista.
La desvinculación del pasado con el presente, o su ligazón puramente verbal, no contribuye a comprender las consecuencias de la represión minuciosa sobre la sociedad, sobre la cultura y sobre la disposición de las personas para pensar por su cuenta, para pensar críticamente, para organizarse y emprender tareas colectivas confiando en que el cambio es posible.
La persecución sindical y política, la censura a la prensa y a la cultura, junto con la tortura, la desaparición y el tratamiento carcelario formaron una totalidad apuntada al objetivo común de invertebrar la capacidad de resistencia de la sociedad uruguaya.
9
Durante un ciclo largo, desde los años 20 a los 60, las clases populares habían mejorado su calidad de vida. Las luchas de los trabajadores fueron importantes para eso. Después, el país se estancó y, en la segunda mitad de los 60, las clases dominantes presionaron para que las condiciones retrocedieran, bajaran los salarios, se asignaran menos recursos para la salud, la vivienda y la educación pública.
Desde hace cuarenta años, y cada vez con más fuerza, las clases dominantes siguen expoliando en el mismo sentido. Desde 1990 los cambios en el mundo han sido favorables para ese proyecto.
10
El hombre, la mujer, los muchachos, aislados frente al televisor. Sin ámbitos societarios como un barrio, un gremio, una comunidad religiosa.
El compañerismo debilitado, interferido.
El diálogo familiar, demasiado inundado de televisión, del mundo, los datos, las palabras y los gestos de la televisión.
Los temas en torno a los cuales se puede construir una conversación son cada vez más los que se difunden desde la pantalla chica.
11
¿Es posible una historia popular en el Uruguay de hoy?
¿Cuál es el tejido social que la alimenta, la respalda, le da razón de ser?
¿Cuáles los ámbitos que proveen de los datos y las preguntas con que se construye el discurso histórico?
¿Sobre qué proyecto de clase, de pueblo, de región se construye una historia popular?
2 En familia
Doña Irene
Cuando conocí a mis abuelos ya estaban separados, Doña Irene viviendo en la calle Enrique Martínez casi Carabelas. Don Julián en la calle Pedernal. Mi abuela había nacido en 1891, el 20 de octubre. Murió en 1983, unas semanas después que la soltaron las Fuerzas Conjuntas. La habían detenido, con 92 años de edad, el 19 de marzo, junto con su hija Isolina, mi tía de 70, y el marido de ésta, Juan Acuña, de 71.
La casa de la calle Enrique Martínez fue durante más de treinta años el centro de la vida familiar. Ahí se festejaban los cumpleaños, los aniversarios de las bodas y las fiestas de Navidad y Nochebuena. Allí se casaron tíos y primos y, unos años después, también yo. En Carnaval se hacían “asaltos” y venía una cantidad de muchachos del barrio.
En esa casa pasé veranos y buena parte de mis vacaciones durante casi veinte años. Ya un poco mayor, me quedaba a estudiar en un cuarto de paredes altas y fresco, que daba a la calle. A mi abuela le gustaba recibir gente en la casa y era cocinera permanente de platos sencillos. Hacía conservas de ajíes y tomates, dulces, mermeladas, jaleas.
Se había divorciado bastante joven y había empezado a trabajar en FANAME, una textil de la calle Mariano Soler. Desde entonces tuvo una activa vida gremial y social. Además de las relaciones familiares, que las cultivaba a todas, se relacionaba muy bien con sus compañeras de la fábrica. Contribuyó a la fundación de la Unión Obrera textil y estuvo en la organización y fundación de la policlínica, impulsada por el sindicato.
Después de haberse jubilado, se siguió visitando con sus compañeras durante añares. Como amiga fue de una constancia tremenda. A veces asaba un pollo o un pedazo de cordero y le llevaba la mitad a alguna amiga del Cerro o de Manga. Tenía amigos más jóvenes que ella, la mayoría de los cuales eran militantes del PCU, entre ellos Luis Alberto Mendiola, asesinado en la Seccional 20º, en abril de 1972.
En el curso del año 1972, cuando me vi obligado a pasar a la clandestinidad, la vi con frecuencia. Me quedé muchas noches en su casa de la calle San Martín y Fomento, que, salvo la familia, nadie conocía. En esas noches hablamos mucho.
Tenía un pensamiento comunista a partir de las directivas del PCU, pero con una dimensión distinta, propia. Era la persona de mi familia que más participaba de ese sentimiento ingenuo, bastante frecuente en gente de trabajo que con sacrificio se había alfabetizado y con esfuerzo leía los periódicos, de una gran confianza en el valor de la cultura, de la “preparación científica” y una amplia expectativa en todo lo que podía hacer “la gente que sabía”, especialmente los médicos. Unía a esto una gran confianza en los jóvenes. Y una cierta desilusión frente a tantos pobres y tanta gente de trabajo que seguían votando a los blancos y colorados.
Una clave de su manera de pensar se percibía a partir de una palabra que usaba mucho: soluciones. La gente - sus amigas, sus vecinas, sus compañeras de trabajo - quiere soluciones.
Tenía una simpatía distante por la Unión Soviética, más que nada por lo que había sufrido y luchado en la guerra y por los ataques que sufría. Sentía una simpatía algo más efusiva por Fidel y el Ché. Pero a ella lo que más le importaba era otra cosa. Las soluciones que querían eran “para aquí y ahora”.
Quizá no soluciones para todo. No todas las soluciones, algunas. Pero ahora, y aquí. Fue toda su vida una militante comunista sin estar encuadrada.
Como durante los más de veinte años que vivió con su pequeña jubilación de obrera textil no se quedó quieta y visitaba a mucha gente, comunistas o no, tenía una visión amplia de su entorno familiar y social. Más que nada preguntaba y oía con interés verdadero a mucha gente. En cierto sentido militaba sin estar en un aparato político, como estábamos yo o su hija Irene. Tampoco era “comentarista” como mi padre y casi todos los hombres de la familia, “comunistas críticos”, protestones.
Doña Irene tejía hilos de relación entre gente y se ocupaba de ayudar a resolver dificultades, a veces las más elementales. Se podría decir que había recogido un aspecto importante de la mentalidad comunista: la preocupación reivindicativa y solidaria, la voluntad de actuar sobre los problemas inmediatos de su entorno.
La mentalidad de los comunistas era, por supuesto, más que eso.
Doña Irene se consideraba comunista, pero no hablaba de revolución. Ni de socialismo. No hablaba de Lenin, y poco de la URSS. No participaba de ninguna mística revolucionaria y los sesenta para ella fueron apenas un agravamiento de la represión y de la situación de pobreza de los trabajadores y trabajadoras con quienes se sentía solidaria.
Desde la primera vez que estuve preso, unos meses en San Ramón en 1969, Doña Irene me escribió con regularidad. Pese a su miopía, las cartas llegaban regularmente con su letra despareja y algunas faltas de ortografía, breves y concisas. Escribió hasta que tenía casi noventa años. Si mi madre, o mi compañera, me hablaban de las cosas personales y de la familia chica, y mis hijos de cómo les iba en la escuela y en su pequeño mundo, Doña Irene pasaba regularmente revista a la situación de la familia grande y de algunos amigos y amigas que eran como si fueran parientes.
Con cinco hijos, nueve nietos y quince bisnietos, sólo las noticias de familia se convertían en una crónica amplia de peripecias de vida. Sus cartas transmitían los episodios esenciales de la existencia de aquella gente, contaban las vicisitudes que le importaban: nacimiento y muerte, enfermedad y salud, matrimonio y divorcio, estudios, empleos, despidos, mudanzas y traslados. De hecho, mientras vivió, estando preso o exiliado, estuve informado de todo lo que pasaba en la parte de la familia que venía de ella, de aquel mundo de gente de trabajo, casi todos de izquierda, mayoritariamente pobres.
Don Julián
Cuando murió, en 1970, mi abuelo tenía 86 años. Vivía en la ciudad de Durazno, en la calle San Martín, no muy lejos del río. Durante las inundaciones de 1959, cuando en Montevideo nos asaltó a todos la pasión socorrista, fui a verlo. Aunque el agua había estropeado algunos cultivos de su huerta y el motor de la heladera, no vivía la inundación como tragedia, ni mucho menos. Era un cambio en las costumbres, demasiado rutinarias, de su vida en Durazno.
Militó en el Partido Comunista hasta su muerte, y era, en ese momento, el responsable departamental de finanzas. Julián Sebastián Pérez Pascol había nacido en Durazno el 25 de febrero de 1884. Tenía treinta años cuando se casó.
Los padres de don Julián, los dos uruguayos, eran Tomás Pérez (ya había fallecido en 1914) y doña Hilaria Pascol, que tenía cincuenta años y vivía en Tacuarembó en ese momento. Conocí más tarde a Doña Hilaria en Montevideo. Tenía el pelo negro y lacio, que usaba largo. Alta, oscura, de aspecto completamente aindiado, hablaba poco, al menos conmigo. En su casa de la calle Isidoro de María tenía una pequeña “fábrica” sin empleados donde procesaba tripas para fiambres. En un patio, al sol, colgaba los pellejos para que se orearan. El olor en la casa, y en las ropas de la vieja, era insoportable.
La familia de mi abuelo era de tradición blanca y él mismo, de joven, lo fue. Después vino a trabajar como "jornalero" en Montevideo. Participó en las tres principales huelgas de los primeros años de este siglo: la del puerto, la de los tranvías y la del ferrocarril, todas contra empresas inglesas.
Dejó de ser blanco cuando un día, durante una de esas huelgas, leyó en un diario del Partido Nacional (¿La Democracia?) un artículo que atacaba a la huelga que estaba llevando adelante. Se hizo socialista. En 1917 apoyó con entusiasmo a la revolución bolchevique y ese fervor le duró toda la vida. Después de 1921, adhirió a las tesis leninistas y fue uno de los fundadores del PCU.
Era un hombre recio y comunicativo. Alto y de buena estampa, huesudo, aindiado, con mucho pelo, negro, espeso y lacio, de temperamento duro, obstinado, levantisco. Encaneció pero no perdió el pelo. Tenía simpatía y sentido del humor, especialmente con las damas.
Se casó tres veces. Tuvo hijos (tres mujeres y un varón) sólo con su primera esposa, Doña Irene. Hasta donde sé don Julián y doña Irene se habían conocido en alguna fiesta o kermés organizada por el Partido Socialista.
Cuando yo era chico y venía de visita a casa (ya vivía por entonces en Durazno) don Julián contaba constantemente cuentos anticlericales y luego me pedía que dijera con él: "me cago en Dios", "viva el partido bolchevique" o alguna otra consigna así. Festejaba todo con carcajadas. No recuerdo que se preocupara mucho, a diferencia de otros miembros de la familia, por esgrimir argumentos o intentar convencer a nadie. No discutía. Fue militante orgánico del PCU hasta su muerte, en 1970.
Después de su participación en aquellas primeras huelgas quedó en una “lista negra” y se le hizo difícil conseguir trabajo. Viajó con su familia a la Argentina y trabajó en el tendido de vías férreas en varias provincias. La vida era dura en el itinerante campamento ferroviario de las empresas inglesas. Sin tiempo para hacer brasa, con los peones correntinos y entrerrianos, aprendió a hacer asado “a la llama”, con la carne clavada en un hierro cerca del fuego.
En San Luis nació, el 18 de julio de 1910, la mayor de sus hijas, Camila Irene. Después volvieron a Uruguay. Nacieron dos hijas, Isolina, en 1912 y mi madre en 1914.
Después del divorcio, sus hijas quedaron con él. Primero trabajó como zapatero remendón, con una horma de hierro, un conciso “trepié", que fue para mi madre el símbolo de la vida de trabajo del viejo, de la capacidad de sobreponerse a la adversidad. Cuando murió don Julián mi madre lo trajo para la casa de la calle Libertad, como herencia de las modestas pertenencias del viejo.
Lo íbamos a visitar con mi madre cuando el viejo vivía en la calle Pedernal, entre Figurita y Jacinto Vera. Una casa, como las evoca Líber Falco, "de lata por fuera y por dentro de madera." Las latas provenían de los envases en los que llegaba al país el queroseno y eran bastante grandes y espesas. La madera con que se forraban por dentro, también era "importada".
Allí se había instalado después de volver de la Argentina. Las tres hermanas dejaron pronto la escuela primaria y fueron a trabajar.
Irma no terminó tercero. Empezó en una fábrica de dulces (Compte) que estaba en la Avenida General Flores, no lejos de Garibaldi. Tenía trece años.
La casa de la calle Pedernal, cuando la conocí, tenía al costado un galpón donde mi abuelo había instalado un pequeño taller de fundición.
Allí fabricaba cubiertos: cucharas toscas, tenedores a los que a poco de usar los dientes se iban cada uno por su lado y cuchillos con una hoja ancha y mocha que mal se ajustaba al mango robusto de plomo fundido. Como a causa de la guerra se habían interrumpido las importaciones, había un cierto mercado para aquella producción.
Con eso palió la situación y, unos años después, hasta pudo ahorrar para comprarse la casa de la calle Juana de Arco.
Mi madre nació el 19 de marzo de 1914, "en el Reducto, calle Garibaldi 75". Irma era la cuarta de cinco hijos de doña Irene (antes Julián, Irene, Isolina (Chola) y después Emilio (Coco).
Vivió sus “tiempos difíciles” en la calle Pedernal. En invierno se levantaba antes de la salida del sol y para lavarse la cara, primero, con la punta del dedo, rompía la escarcha que se había formado en el agua de la palangana. Después, con la punta de dos dedos mojados, se "lavaba la cara".
Un tiempo después dejó la fábrica de dulces y empezó a trabajar en la industria textil, en Slowack ("Eslobar"), donde se ganaba un salario mejor. Slowack llegó a ser un industrial textil importante por los años 50 y 60. Cuando mi madre ingresó, la "fábrica" se reducía a una sola pieza, dentro de la cual funcionaban cuatro o cinco máquinas. Después construyó un edificio grande, en la calle Nelson, cerca de Millán y Bulevar Artigas, en el que trabajaron más de cien obreros.
Entre las primeras obreras estaba María Acuña, una de las amigas de Irma, que luego sería mi madrina. Slowack la miraba pero el asunto no prosperó. María Acuña terminó casándose con León Fraga, que después fue milico, y jerarca aprovechado en la Prefectura Naval. María murió joven, inesperadamente. De gripe. Mi madre la quería como su mejor amiga. Irma trabajó en la fábrica de Slowack durante 20 años. La fortuna de Slowak creció ininterrumpidamente desde los años veinte a los sesenta.
La familia de mi padre
El padre de Julio, Andrés Cores nació en Montevideo el 26 de julio de 1876, hijo de José Cores y Francisca Ameijeira, gallegos de la Villa y Puerto de Santa María del Socorro de Cayón, en La Coruña, España.
La madre, Emilia Muttini, había nacido en Argentina y, cuando se casó, vino su madre, María Muttini, a vivir con la pareja. Julio nació el 15 de setiembre de 1908. Era el segundo de cinco hermanos.
Su padre, Andrés, me dijo Julio, había sido "medio anarquista". Se había ido de Uruguay cuando la "leva forzosa" en 1904, cuando la última guerra civil. Probablemente en Buenos Aires conoció a Emilia.
A principio de los años 20 militaba en el Sindicato de Vendedores de Diarios perteneciente a la Unión Sindical Uruguaya, de orientación anarco-sindicalista.
Habitaban en una casa de lata y madera en Estomba casi Millán.
Vivía de la venta de diarios callejera y murió en 1922 de tuberculosis. Antes, a los 17 años de edad, había muerto un hijo suyo, el hermano mayor de mi padre, Hugo, también de tuberculosis.
En el documento de identidad de mi abuelo su firma muestra una buena caligrafía. Cuando murieron los dos hombres mayores de la casa se mudaron a la calle Caridad, a la casa de una hermana de mi abuelo, María Cores, nacida en Galicia.
Emilia Muttini y su madre María empezaron a trabajar en la fábrica de cigarros en la calle Rondeau y General Caraballo.
En la mañana del 5 marzo de 1924, el miércoles de carnaval, las dos mujeres fueron atropellas por un automóvil conducido por un hombre ebrio que venía de farra. Murieron en el momento.
Mi padre quedó al frente de la familia. Tenía 16 años. En dos años habían muerto su hermano mayor, su padre, su madre y su abuela.
El día del entierro de las mujeres, el Sindicato de Vendedores de Diarios convocó a concurrir al velorio. Se realizó una colecta pública y se designó a un abogado, Emilio Frugoni, para defender los intereses de los niños. Adrián Troitiño, el veterano anarquista gallego que estaba al frente del Sindicato dice en Justicia (6-3-24) que hay que ayudar a los huérfanos porque “el padre de Julio era un compañero nuestro que ha muerto recientemente y Julio, a pesar de ser tan joven, es un buen compañerito”.
En la USU militaban los comunistas y los anarquistas que apoyaban a la revolución bolchevique.
Mi padre hablaba poco de aquel momento en que quedó solo al frente de una familia con tres hermanitas menores. Jugaba, al parecer bastante bien, al fútbol en la Federación Roja de Deportes. Esto fue a principios de la década del 20. Los clubes que integraban esta Liga eran casi una treintena y sus nombres dicen mucho: Chicherin Fútbol Club, Club Atlético Leningrado, 7 de noviembre F.C., Club A. Lenin, La Checa F.C., Aurora Roja F.C., La Comuna F.C., La Internacional F.C., Guardia Roja F.C.
Una tarde, cuando subía y bajaba de los vehículos, voceando periódicos, lo atropelló un tranvía. Le hizo una fractura de hueso en la pierna y una herida de la que quedó la cicatriz. Después de aquellos años, siendo canillita, conoció a Irma.
La casa de la calle Estomba siguió en pie muchos años. Un domingo que volvíamos de ver a Racing en Sayago, fuimos a verla. Era una casa alta, techo de zinc a dos aguas, de paredes de madera. De afuera no decía mucho. Ese día estaba de buen humor y me contó de los lugares en el barrio donde jugaban al fútbol “hasta que se terminaba la luz del día”.
Américo Belmusto, el marido de Isolina decía que Julio, en la fiesta del PCU en que conoció a mi madre, no decidía a sacarla a bailar. Américo lo animó.
Mi padre en 1930: unos años después él mismo se describía como “flaquito”. No había entrado todavía en la fábrica. Ayudaba en su casa y se vestía con lo que dejaba el reparto de diarios en las casonas y quintas del "Barrio San Martín", por las calles general Aguilar, Zapicán, Entre Ríos y la avenida Millán.
En 1930, con un amigo habían comprado varias entradas para la final del campeonato mundial de fútbol, con la intención de revenderlas en la puerta del Estadio Centenario unas horas antes del partido. La policía reprimía esa actividad y el propio comisario Pardeiro estaba en el grupo de policías que lo agarró cuando revendía del lado de la tribuna Colombes. Intentó correr pero Pardeiro lo alcanzó y lo derribó de un puñetazo. Era un hombre grande y fuerte y sabía pegar.
Años después, contando, mi padre reproducía con el cuerpo los ademanes del comisario, el brazo y el puño que salió recto a su cara y lo tiró al piso, allí, frente a la tribuna Colombes.
Cuando un tiempo después, el 24 de febrero de 1932, a Pardeiro, que según se decía, le había pegado a Roscigno, lo mató de un balazo un anarquista, lo celebró.
Lo más probable que Julio no haya tenido ni una novia antes de conocer a Irma. Y que tampoco Irma haya conocido a ningún otro.
En fiestas del Partido Comunista se conocieron también todos los otros matrimonios de esa generación: mis padres, mis tíos y tías
Se casaron el 31 de enero de 1933. Se fueron a vivir a un apartamento en un edificio -que todavía existe- en la calle Garibaldi, en La Figurita.
“Como carne de paloma”
En 1935, la industria textil, pasó por un período difícil y mi madre quedó también desocupada. Un amigo de mi padre que estaba trabajando en Buenos Aires les consiguió trabajo. Y allá fueron. Trabajaron los dos en una textil en Villa Crespo. Según creo fueron buenos años en materia de salarios, por lo menos para la industria textil. Julio se compró alguna ropa de mejor calidad, que le duraría toda la vida, como el traje "palbiche" (Palm Beach) que usaba algunas veces en verano.
Vivieron en una pensión de la calle Vera, entre Humbolt y Juan B. Justo en Capital. Al poco tiempo de estar en Buenos Aires, mi padre sabía los nombres de un gran número de calles y recorridos de ómnibus, tranvías y subterráneos. Caminaba, observaba, preguntaba, con buena memoria para retener las cosas que le importan de la vida de la gente: cuánto era el salario, qué otros beneficios sociales existían, el precio de las cosas y de los alquileres en cada barrio, cómo se vestía, cómo se calzaba, cuánto costaba el boleto. Y hacía lo de siempre, lo de todos: comparaba a Uruguay y Argentina.
Contaba, divertido, que sus compañeros textiles de Buenos Aires, que debían pensar bastante parecido a como pensaba él de la explotación y la lucha de clases -todavía no había pasado el peronismo sobre la Argentina- le decían que los uruguayos eran "sin gracia, sin gusto a nada, como la carne de paloma".
Cuando nací, la familia desde Montevideo empezó a presionar para que mis padres volvieran. En 1938 las hermanas Pérez consiguieron que Julio entrara a trabajar en la industria textil donde ya estaban Irene, Irma, Chola y Doña Irene. Primero estuvo en Slowak y después paso a Queirolo y Bigoni en las calles Galicia y Requena, una fábrica de medias propiedad de dos socios italianos ( el “Rengo” y el “Petizo”) en la que trabajó hasta jubilarse.
Nos fuimos a vivir a la casa de la calle Joaquín Requena, a 200 metros de la fábrica. En esa casa viví desde 1938 a 1961. La fábrica no "estaba organizada", como se decía en la jerga del sindicato. Había una Unión Obrera Cotton pero no era unitaria, no participaba de las acciones del resto del gremio textil, sin llegar a ser un sindicato amarillo. Mi padre estaba afilado a la Unión Obrera Textil. Apoyó la fundación del Congreso Obrero Textil (fines de los 50) que unificó a todo el gremio y era uno de los dos o tres sindicatos más importantes del país.
En 1960 hicieron la huelga larga con ocupación de los lugares de trabajo. En Queirolo y Bigone trabajaban una cantidad de mujeres (remalladoras) y unos 10 o 12 hombres, (tejedores). Hicieron una olla sindical y gente del barrio y trabajadores de otras fábricas llevaban víveres. Por entonces Jaime Machado tenía una granja y un criadero y llevó una cantidad de hortalizas y huevos caseros para la fábrica ocupada. Durante las varias semanas de huelga vi algo que nunca había visto ni imaginado: mi madre celosa al ver a mi padre en la olla sindical rodeado de compañeras.
Pierre Vidal-Nancquet, en "Los asesinos de la memoria", publica al final una versión francesa del tango de Enrique Santos Discépolo, "Cambalache". De tanto en tanto alguien se interesa en la letra de ese tango. Cuando la oigo me viene a la memoria cómo eran las cosas que me rodeaban cuando, a los 8 o 10 años de edad oía, en el pequeño apartamento de la calle Joaquín Requena, a la orquesta de Troilo, una de las preferidas de mis viejos. Las letras de tango, especialmente las de Enrique Santos Discépolo, eran como los sutras, como los salmos: una referencia constante en el diálogo, casi siempre burlón, que allí se practicaba.
Viví en una familia unida y cariñosa en medio de aquella cultura a la vez ingenua y desencantada que menta Cambalache. Una casa y una familia donde además de eso había ganas de pelearla para vivir mejor.
Mi padre, como textil, mejoró su situación pero las marcas de la miseria quedaron. Soportaba mal la incertidumbre económica. La industria, sobre todo la rama “Cotton”, que trabajaba con materia prima importada, era inestable. Se trabajaba a destajo. A los patrones algunas veces les convenía vender la materia prima subsidiada a otro empresario y no elaborarla. De ahí que, a veces, la fábrica trabajara con todas las horas, todos los turnos y, otras, trabajaba un día sí y otro no.
A veces incluso la frecuencia disminuía y se trabajaba cuatro horas un día sí y otro no. Es decir, que había, de tanto en tanto, meses en que mi padre cobraba la mitad, o la cuarta parte de su salario. En esas épocas, que se rumoreaba que la fábrica iba a cerrar, estaba más amargado que nunca.
Mi madre también había conocido la miseria en la niñez, en la calle Pedernal. Pero, estaba su familia entera. Sus padres vivían y sobre todo tenía el enorme respaldo de sus hermanas, a las que estaba muy unida. En los momentos de más aprete económico mi madre encontraba la forma de salir del paso. Allá por el 1948 y 1949, en una época que trabajaba salteado y mi viejo veía todo negro, mi madre empezó a coser unos delantales del “nylon”, una materia prima que recién había desembarcado.
Elegía algunos motivos floridos, recortaba y cosía en una “Singer” que le prestaba su hermana. Los delantales se vendían a un peso y durante varios meses se vendieron bien.
Después, a principios de los 50, hizo un curso de masajista en Salud Pública. Tuvo un título y se puso a trabajar para una clientela de señoras, muchas de las cuales se hicieron sus amigas por mucho tiempo.
3 Hasta 1954.
Nací en noviembre de 1937 en Buenos Aires, en la Maternidad de la Escuela de Parteras. Mis padres, que seguían en la industria textil, habían conseguido trabajo en una fábrica de Villa Crespo. Vivían en la calle Vera 1144, entre Humbolt y Juan B. Justo.
Poco tiempo después decidieron volver. Aunque mi infancia transcurrió en Montevideo, nacer en Argentina tuvo cierta incidencia, como se verá.
Vivimos siempre muy unidos a la familia de mi madre. En ella todos eran trabajadores y casi todos textiles.
Se podría decir que el núcleo familiar amplio vivió, entre los años 30 y 60, un proceso de tenue pero sostenida mejora de su situación social.
También mis padres. De todos modos, vivimos cuatro (mis padres y mi hermano menor) en un pequeño apartamento con dos ambientes, sin ventanas, durante más de veinte años.
La primera cosas que recuerdo son los ecos en Uruguay de la Segunda Guerra, cuando la familia grande se reunía en el Reducto, en la casa de mi abuela.
La guerra en un mapa
Chola vivía en la casa lindera. Era modista y enseñaba corte y confección en su casa. Su marido Américo, era peluquero en el barrio y también simpatizante del PCU.
En esa pequeña casa uno de los dos cuartos estaba ocupado por una mesa larga donde las alumnas desplegaban las telas, las reglas y los modelos en papel de las prendas que confeccionaban. Frente a la mesa, en una pared descascarada y húmeda, mi padre y mis tíos habían colocado un gran mapa de Europa. A partir de la invasión alemana a la Unión Soviética, el mapa se transformó en el punto de mira: sobre el papel, que con el tiempo y la humedad de la pared se fue estropeando, iban registrando las incidencias de la guerra.
Oían permanentemente las radios, retenían los nombres de los puntos geográficos mencionados en los informativos y después, con trocitos de tela sostenidas con alfileres, buscaban los imposibles nombres de las ciudades rusas y marcaban las posiciones y los movimientos de los ejércitos: paño negro para los ejércitos alemanes que se desbordaban en toda Europa y, para horror de ellos, también avanzaban ¿inconteniblemente? hacia Moscú; alfileres con tela colorada para el Ejército Rojo y, cuando se abrió el segundo frente, alfileres azules para los aliados.
Había una foto de Stalin y se confiaba en lo que decía. Para ellos, Stalin encarnaba la defensa de la Unión Soviética, en ese momento en guerra. Quizá por eso, todavía unos años después, ellos, que criticaban todo, seguían con la foto de Stalin. Había representado a la URSS en los tiempos de derrota y luego en los de la victoria contra los nazis. Bajo su mando se había salvado la patria del socialismo. La sociedad “donde ya no había niños tristes”.
Buenos y malos, como los panteleros
Entre los primeros recuerdos están las tomaduras de pelo de los mayores acerca de mis preguntas. Como ser si los habitantes de tal o cual remota región del mundo por donde transcurría la guerra “eran buenos o malos”.
Parece que un día, cuando los grandes escuchaban la radio pregunté: Mamá, ¿los panteleros son buenos? Pantelería, una pequeña isla italiana entre África y Sicilia, había sido fortificada por Mussolini. Después de algunos bombardeos se rindió a los aliados (Montgomery, Eisenhower) en junio de 1943. En nuestro país su nombre resultaba entonces tan extraño como ahora.
No sé, me contestó mi madre, preguntále a tu padre. Ahí se fue armando el diseño de una broma que, más que a mí, se empezaron a hacer entre ellos.
No sé, dijo mi padre. Entre los panteleros hay de todo. Después agregó, eran buenos, pero se hicieron malos. Y Américo: por las malas compañías, como el muchacho del tango. “Hay buenos y malos, como entre los panteleros”, se disfrutaban después.
De la campaña de los aliados en Italia no se hablaba demasiado en serio. No avanzaban suficientemente. Entonces Peloduro publicó una caricatura en la que mientras los yanquis tras una trinchera se tirotean interminablemente con los fascistas en Montecasino, aparece Stalin de atrás con un puñado de soldados alemanes en el puño. En Italia, casi no era guerra. La verdadera era la otra, la del Este. Así lo vivían y en parte así ocurrió.
Antes de eso habíamos participado en alguna manifestación pública, en camiones descubiertos, convocada por el Partido Comunista, en la que se clamaba “por la apertura del Segundo Frente”.
Recuerdos directos de la época de la guerra tengo pocos: el júbilo de todos la mañana que llegó la noticia de la liberación de París, la gente en la calle, con banderitas de los aliados, celebrando, mientras que las radios llenaban el aire con La Marsellesa. Después, en mayo de 1945, cuando se vivía la euforia del inminente fin de la guerra ocurrieron los incidentes en la puerta del diario “El Día”, que se negó a izar entre las banderas de los vencedores a la de la Unión Soviética, el asunto indignó por la actitud del diario y por la policía.
Durante la guerra (tenía 7 años cuando terminó) era demasiado chico para sentirme conmovido por lo que significaba la derrota del fascismo y todo lo que sacudía emocionalmente a mi familia.
Una tarde encontré, en la casa de mi abuela, un folleto publicado en la URSS: “Jamás Olvidaremos”. Contenía fotos de los campos de concentración que, en su avance hacia el Oeste, habían encontrado los soldados del Ejército Rojo. Todavía puedo ver las atroces imágenes en el azul desvaído de la revista.
Mi primera reacción fue entonces, cuando se difundieron las imágenes y los primeros relatos del holocausto. Viví durante mucho tiempo el sentimiento de impotencia por no haber hecho nada para evitar el horror de los campos.
Mi padre, que después, para las cosas uruguayas, siempre tuvo una adhesión más bien tibia a las propuestas del PC, en aquellos años de la guerra, adoptó la causa de la Unión Soviética con entusiasmo. Por entonces tenían todos treinta y pocos años.
En 1943 se produjo un episodio desastroso. Uno de esos hechos, como la separación de Doña Irene con don Julián, de los que no se hablaba, o se hablaba poco y “en reserva”. Alguien del PC pidió a mi padre y mis tíos que “fueran a dar una mano a los comunistas del Cerro”. Fueron tres, entre ellos mi padre. Les llamó la atención que había policía, pero no contra los comunistas. Al rato se enteraron de que en la huelga de la industria de la carne los comunistas no participaban, trabajaban. Se dieron cuenta de que los que trabajaban eran unos pocos. Sin decirle a nadie, esa misma tarde se volvieron, incómodos y enojados con los que los habían llamado.
Votaron comunista siempre. A veces iban a algún acto. Pero no se acercaron a la estructura organizada del PC.
Era alegre la tarde/ Y alegre era la risa.
Constituíamos una familia grande con una manera de ser marcada en gran medida por el hecho de simpatizar con el Partido Comunista. Habían pasado miseria y ahora trabajaban y vivían mejor. Hacían casi todo lo que querían. Habían sabido y sabían ir contra corriente. Y, cuando querían, lo hacían. Se compartían las comidas de los fines de semana, los gastos de las fiestas, las alegrías y los afectos a los amigos, muchos de los cuales eran pobres y comunistas como ellos. Se compartían las novedades familiares y las noticias, las máquinas de coser, las recetas de cocina, los libros y las revistas. Aunque no tenían teléfonos en las casas, las comunicaciones eran constantes, gracias a la paciencia de los almaceneros del barrio.
En ese tráfico todo se hablaba entre las mujeres, que eran las que decidían sobre casi todo. Ya más tarde, y en tren de devolver chicanas, les decía a mis tíos y a mi padre: en esta familia mandan las mujeres. Y así era, casi en todo. Qué se comía, qué fiestas y dónde se celebraban, a quiénes se invitaba, quién cocinaba.
Mis padres debían ser considerados como “periféricos”, supongo, ya que allá por mediados de los cuarenta vivió con nosotros en la calle Requena un enigmático y cordial comunista brasileño. Vivió también clandestino para nosotros y cuando se fue no supimos más de él.
Unos años después, cuando allá por 1949 o 50 mi tío Américo Belmusto compró un gigantesco Buick 8 cilindros de 1930, en él nos metíamos hasta 12 personas, entre grandes y chicos. Era la cachila de la familia, y durante años la disfrutamos todos.
Las cuestiones políticas eran tema de conversación, y de bromas, a veces de algún chisme, pero casi nada más. Todos eran simpatizantes. Afiliados y militantes sólo dos, la hermana mayor de mi madre, Irene Camila, dirigente del gremio textil, y su marido Juan Pablo Acuña (nacido en Tacuarembó el 26-6-1914), un cuadro firme del PCU que había militado en el sindicato de la construcción y después fue incorporado al aparato del partido.
Poco después de terminada la guerra, Irene, que trabajaba en la fábrica La Aurora, empezó a trabajar unas horas en las oficinas del Partido. Ella y Juan eran orgánicos: conocían gente, estaban informados y eran disciplinados, no como el resto de la familia. Leían “Justicia” y subrayaban con un lápiz de color los documentos del Partido o discursos de los dirigentes de la Unión Soviética.
En esa época, mi madre, preocupada porque su hermana estaba demasiado flaca, empezó a prepararle diariamente un almuerzo que yo llevaba a la Sede de PC, en Sierra casi Uruguay, no muy lejos de donde vivíamos.
Irene fue entonces y después una militante tenaz y disciplinada. Defendía en el gremio textil la posición del PCU, que era minoritaria entre los trabajadores. Tuvo entonces grandes enfrentamientos con Héctor Rodríguez. En el momento de la ruptura con el PC, el sindicato se debilita enormemente. Pese a los choques, Héctor propone a Irene como Secretaria General de la poderosa regional Paso Molino. Pese a que había bastante anticomunismo entre los trabajadores, me cuenta Juan Ángel Toledo, con el apoyo de Héctor, Irene fue designada. Un tiempo después, avaló o impulsó un volante donde se promovía la “vuelta a la gloriosa UGT”. Hubo compañeros que la querían expulsar, pero Héctor sostuvo que eso era una sanción disparatada. Irene se hizo autocrítica y quedó al frente del sindicato.
A principios de los sesenta, la empezaron a tratar por un cáncer, salió de la industria y pasó a trabajar sólo en el Partido. Según me contó Héctor Rodríguez, evocando el incidente como un reconocimiento a la voluntad militante de Irene, en un momento en que la lucha entre tendencias se había intensificado en el Congreso Obrero Textil, el PC le pidió a Irene que retomara la actividad sindical. Era una mujer con cerca de sesenta años y no estaba bien físicamente. No obstante, empezó a trabajar de nuevo en La Aurora. Parece que una tarde llegaron los compañeros de la Directiva del Sindicato encabezados por Héctor. Cuando terminaron el informe pidió la palabra Irene, que según creía la Directiva estaba fuera de la plantilla. No le querían dar la palabra y, cuenta Héctor, no sabés el alboroto que se armó. Las compañeras empezaron a exigir que se le diera la palabra, y así se hizo.
En los primeros meses de 1973, Irene viajó a la Unión Soviética. En un hospital especializado de Moscú habían programado para ella la realización un tratamiento para el cáncer que se había activado. Estaba en eso cuando se produjo el golpe y estalló la huelga general. Pese a lo que estaba en juego en su cuerpo, Irene interrumpió el tratamiento y pidió para volver. Y volvió para reanudar, con más ahínco, su militancia.
Militó hasta el final de su vida, en 1975. En el Sanatorio del Casmu, donde estuvo internada hasta morir, recibía visitas de compañeros y compañeras de lucha sindical y política. Los visitantes se pasaban información y ejemplares de la Carta, que Irene tenía a buen recaudo en la sala de internación.
Y arriba estaba el cielo
En los años del ciclo escolar los cambios que se sucedían en el país, en la familia y en mí tienen una continuidad: el estado normal era el de una dicha difusa, casi siempre, como suele ser, un poco inconsciente. Juegos en la calle, lecturas de Dickens, Jack London, Mark Twain, Salgari, Ridder Haggart en mi casa, matinée de cine los sábados, al fútbol con mi padre los domingos, fiestas familiares, carnaval, las muchachas y a veces las novias (a distancia como se acostumbraba), y la idea también implícita, nunca examinada, de que iba por el buen camino: sin demasiada dedicación era un buen alumno, pasaba de año con calificaciones razonables, y después, vacaciones en las playas de Montevideo. El sol era siempre bueno. También el agua, a veces clara, otras barrosa. A la playa Pocitos iba caminando o en ómnibus, sin una moneda para gastar en el paseo.
Con Dickens lloré por primera vez con un libro. Todo lo que leía de él me atrapaba. Me gustaban, además, los libros de aventuras en lugares exóticos de Asia y África, y después, los libros de aventuras del Oeste. Hasta que entré al liceo, en materia de lectura, estuve a la deriva; siempre faltaba material y leí mucha bobada. Además, mi casa era chica y la radio estaba casi siempre prendida: tangos, informativos, fútbol. Era una lucha conseguir un poco de silencio.
Estaba a gusto con mi familia. Había sentido del humor y se disfrutaban las fiestas, las comidas, los vinos, y los no muchos paseos que hicimos todos juntos para acampar al costado de algún río o arroyo.
El hermano menor de mi madre, Emilio (Coco), seis o siete años mayor que yo, fue una presencia importante. Tenía una barra grande de amigos en el barrio y hacían todas las cosas de los jóvenes de aquella época: iban a los bailes y sobre todo a casi todas las actividades deportivas.
Les gustaba el ciclismo. Tenían bicicleta y seguían las informaciones sobre las competencias. Fuimos más de una vez al velódromo, y a la llegada de la Vuelta Ciclista. Fuimos a alguna pelea y a las “academias” donde entrenaban los boxeadores, fuimos a los partidos de hockey sobre patines en la rambla, a ver waterpolo en el Guruyú y a las carreras de motos.
Callejeando
Mi “educación” se completó en la calle. Entre los seis y los quince años pasé muchas horas al día en la calle. Vivíamos a una cuadra y media de 18 de julio, pero en la calle Requena se podía jugar al fútbol con alguna pelota hecha de papel y medias. O alguna pelota de goma. Estábamos horas pateando y corriendo atrás de una pelota. Como en “la vía pública” ese juego estaba prohibido, en forma bastante frecuente venían uno o dos policías en bicicleta de la Seccional 9ª, de 18 de julio y Juan Paullier, a terminar con la diversión.
Si podían, se llevaban “el esférico” y a alguno de nosotros. Había que jugar con un ojo puesto de las esquinas por donde podían llegar. De tanto en tanto algún muchacho era alcanzado. Lo llevaban a la seccional y sólo salía cuando lo iba a buscar “el padre, madre o tutor”. No era dramático pero perturbaba. Era una amenaza, leve, pero inquietante. El motivo, más que la aplicación genérica de la ley por parte de la policía, parecía ser la protesta de algún vecino.
Las relaciones con los vecinos, ahí en ese fragmento minúsculo de barrio que era la cuadra donde jugaba, transcurrían sin altercados serios.
En su mayoría, los habitantes del barrio eran trabajadores de empresas instaladas en las cercanías: talleres metalúrgicos, tranviarios, laboratorios, fábricas textiles, sastrerías, tiendas y comercios del Cordón, empleados de UTE, de ANCAP, de ONDA.
Las patotas
Siendo escolar, a los seis o siete años, asistí un día al ataque de una patota a un hombre solo. Eran seis o siete y lo golpearon brutalmente hasta que cayó. Le siguieron pegando en el piso, y en eso estaban cuando alguien me sacó de un brazo y dejé de ver aquella escena interminable y angustiante. Fue un episodio breve, aislado del resto de las cosas que veía y vivía. Una paliza que se desarrolló en un momento y que siguió estando presente en mi memoria durante mucho tiempo, una situación de impotencia ante una brutalidad y una injusticia que no olvidé por años.
Por la calle Requena, de tanto en tanto, hacía su aparición “una banda” de muchachones. Eran un poco mayores que los pibes que jugábamos al fútbol en la calle, y actuaban en gran medida como una patota. El grupo arrancaba de un “conventillo” que había en la calle República, frente al CGIOR y estaban capitaneados por el mayor de los hermanos Ferreira, un flaco rubión, alto, marcado de viruela, que después, en un lío callejero, perdió un ojo, y que tendría unos cuatro o cinco años más que nosotros. Recorrían la calle Requena en fila, como un ataque de indios en una película, tirando piedras con hondas y sembrando el miedo. De nuestro lado, corríamos para ponernos a cubierto. No los enfrentábamos. Mientras pasaban dominaban todo el paisaje. Incluso alguno de ellos, hermano de Ferreira, cuando venía él solo a nuestra cuadra, seguía gozando del prestigio matón de su banda.
Una tarde salíamos de un partido de fútbol con mi padre y nos agredieron desde un camión lleno de hinchas. El asunto no pasó a mayores pero me reafirmó en el miedo y el odio al patoterismo, a la prepotencia de un grupo fuerte sobre uno débil ejercida sin ninguna razón.
Café “El Chaná”
El edificio de apartamentos en el que vivíamos estaba dominado por la una chimenea alta de ladrillos y la torre del campanario del reloj de la fábrica El Chaná.
Con sus carros prolijos, tirados por caballos altos y lustrosos, la empresa gozaba de prestigio en el barrio. Sobre todo por los invencibles carros de carnaval que preparó, sin interrupciones durante añares. Durante el día, el humo blanco del café que se torraba se recortaba en el cielo y las casas y la calle se inundaban del olor dulce y perfumado del café. El carillón, con sus altas y enérgicas campanas, resonaba contando las horas y las fracciones de quince minutos. Por lo general andaba bien y, aunque de mi casa se oía fuerte, nos acostumbramos a dormir sin que las campanas nos molestaran. En las noches de verano se oían las sirenas de los trenes que maniobraban acercándose a la Estación Artigas y a la zona portuaria. Por la calle Requena transitaban también, ya vacíos, los desvencijados tranvías que venían a dormir a la Estación, con sus ruidos metálicos netos, moviéndose con lentitud.
Café y bar Quiroga, “especialista en variedades”
Además de la calle -incluyo en esto los tablados, los desfiles de carnaval, el Estadio- conocí otra parte de la realidad en el boliche de Requena y Dante, que sigue casi igual 50 años después. Con el copete, que figuraba ya entonces en la pintura descascarada del cartel, el dueño hispánico nos anticipaba la definición del establecimiento como “especialista en variedades”.
El “Quiroga” era un bar grande con dos billares, uno impecable, en los que se jugaba por plata y donde, de tanto en tanto, algún profesional hacía exhibición de sus habilidades. Estaba abierto hasta tarde, y a casi todas las horas había gente, sobre todo trabajadores del tranvía.
Frecuentaban también el lugar algunos muchachos a los que no les gustaba trabajar, que vivían del juego o de las mujeres. Se jugaba a las cartas y, nosotros, al “futbolito”.
El peronismo desde mi barrio
Cuando tenía 11 o 12 años viví, con mis amigos de la calle, una situación que recordé luego muchas veces. Oía con frecuencia que se atacaba a la Argentina. Casi siempre a partir de las rivalidades deportivas. Pero no terminaba de gustarme. Me sentía también un poco atacado en las alusiones a la cobardía o petulancia de los porteños.
Quizá de mi parte había ganas de hacerme el gallito por una tontería como ésa. Un día, en el correr de esas conversaciones improvisadas, de golpe me encontré defendiendo al peronismo. Las mejoras para los trabajadores, su patriotismo.
Nunca, a esa edad, había pensado seriamente en eso. En mi casa, mi padre no compartía el antiperonismo neto del Partido Comunista. Pero tampoco era simpatizante de Perón. Sólo que, como había vivido en la Argentina, leía y escuchaba la información que andaba en la vuelta y sabía de las mejoras que estaban consiguiendo los trabajadores.
Como tenía un sentido bastante realista de cómo vivían los obreros, su manera de pensar no estaba atrapada en la contradicción peronismo-democracia que era la ideología oficial del Uruguay Batllista. Ni tampoco la igualación que se hacía desde el PCU del peronismo con el fascismo. A partir de ahí, con cuatro datos aislados, me armé un pequeño discurso “para marcar diferencias”: cosas de gurí. Pero no me sumé sin pensarlo a las ideas de la mayoría. De todos modos el peronismo o el antiperonismo, en mi barrio, no enardecía demasiado a nadie.
Los muchachos que discutían conmigo, y a los que mis argumentos no hicieron mella, se sentían profundamente antiperonistas. Eran todos, o casi todos, hijos de trabajadores, de clase media o baja. Vivían y vivieron después muy modestamente, y algunos bordeando la miseria. Habían hecho suya el índice completo de la Vulgata democrática, y sobre eso para ellos no había nada que discutir.
La mayoría no era creyente, salvo en las certidumbres del ideario democrático-liberal.
Sombras sobre la tierra: la guerra fría
Un tiempo después alguna sombra apareció. Vivíamos a unos cincuenta metros de la Estación Central de Tranvías y el tránsito de trabajadores era constante.
Una mañana jugaba al fútbol con dos o tres amigos del barrio y la pelota cayó en los pies de un operario que venía corriendo hacia la estación: pateó la pelota con fuerza mientras decía a voz en grito: “¡mate un comunista!”. Y siguió corriendo. Lo dijo sin violencia, casi sin inflexión ni entusiasmo. Más una guarangada que una amenaza. Pero a los nueve o diez años yo sentí que aquella amenaza se estaba haciendo contra mi familia, que era notoriamente simpatizante del PCU y de la Unión Soviética.
En la esquina de Requena y Dante, a menudo se realizaban reuniones de tranviarios. El sindicato estaba dividido y, a veces, las discusiones subían de tono. Más de una vez quedé como hipnotizado observando las discusiones broncas de aquellos trabajadores.
Un tiempo después hubo un incidente grave y en una pelea, durante una pegatina, un hombre del PC ultimó a dos militantes del Sindicato Autónomo (Nery Alemán y Daniel Bertúa Pallas.) Eso fue el 26 de abril de 1952. El acusado era un cuadro de aparato partidario, Assis Moraes Píriz. Fue requerido públicamente. En los cines, junto con las tandas publicitarias previas a las películas, durante meses (o años) se exhibía su foto y se “requería el apoyo de la población para su captura”. Como en las películas del Lejano Oeste. No había sido hasta entonces una práctica habitual en este país tranquilo.
Como es obvio no me sentí perseguido durante la “guerra fría”. Por primera vez sentí, no obstante, que podía ser odiado por gente que no conocía. Que mis padres podían ser odiados por gente que nunca los habían tratado. Cuando escribo ahora, en el 2001, sobre estos hechos tengo presente que hace diez años publiqué un libro sobre las luchas de los gremios solidarios sobre los sucesos del año 1952. Lo hojeo y encuentro que no escribí nada sobre el episodio de la muerte de los sindicalistas autónomos. ¿Por qué? ¿El episodio me disgustó al punto que lo borré totalmente de la memoria?
En ese momento, la separación de la Unión Obrera Textil, con Héctor Rodríguez al frente, de la central obrera controlada por el PC, la Unión General de Trabajadores, se vivió en mi casa bastante dramáticamente. Todos los textiles de la familia admiraban a Héctor, su inteligencia y dedicación a la organización y la lucha del gremio. Cuando, en 1951 y 1952 desde el PC se lo empezó a atacar en términos duros, costó digerirlo. Las tensiones duraron años, hasta el proceso de reunificación sindical de principios de los años sesenta. Como sea, esas cuestiones no perturbaban la vida bastante apacible de mi familia.
En verano iba a la playa. Las tardes se prologaban en los juegos, las caminatas, los baños y las muchachas. Una tarde, cuando llegaba a mi casa casi anocheciendo, me encontré con un amigo del barrio, el Negro. Traía algo en la mano y yo, distraído, le pregunté si venía de la playa. Me quedó el recuerdo fugaz de la respuesta y la vergüenza que sentí: “¿de qué playa me hablás?, vengo de laburar.”
En aquella edad, doce o trece años, casi todos mis amigos del barrio trabajaban en talleres o fábricas de la zona. Como aprendices, como peones o mandaderos. Con horario entero y todo el año.
En el taller de la calle Guillermo Tell
En 1952 yo también empecé a trabajar. A diferencia de la mayoría de mis amigos, empecé a trabajar unas horas en la tarde como repartidor en un puesto de frutas y verduras en Pocitos. Después, entre fines de 1952 y marzo de 1953 di un paso interesante.
Entré a trabajar como lustrador de tapas y aros de inodoros en una fábrica de muebles, en la calle Guillermo Tell. La empresa era del padre de Virgilio Ferrín (“Chichito”) que acababa de casarse con mi prima hermana Irene (“Coca”).
Entraba a las siete de la mañana. Las piezas, sujetadas al banco de a media docena, se lustraban a mano. Era un trabajo liviano, que exigía apenas un poco de destreza, sin los peligros de la carpintería donde los muebles se fabricaban.
Al mediodía almorzaba con mis primos que vivían en un apartamento en los altos de la fábrica. Volvía a mi casa a las seis o siete de la tarde. Cobraba, “a destajo”, 60 centésimos la docena; entre 1.80 y 2.40 pesos por día, según el número de tapas y aros que había terminado. Era mucho menos que lo que ganaba mi padre, pero veinticinco o treinta pesos por quincena no era un salario desdeñable.
Cuando entré en la carpintería seríamos unos quince, en el taller de lustrado trabajaban tres muchachos, todos mayores que yo, y un hijo del dueño, Ariel, que actuaba como encargado. Había un buen clima. Enseguida me vi envuelto en un ambiente de bromas que me resultaban pesadas. De palabra, lógicamente, pues todos estaban para trabajar y entregar el trabajo terminado lo más rápido que podían. Aquello fue como una suerte de aprendizaje acelerado de toda la cultura de la picaresca y la pornografía, de lo gracioso y de lo grosero y muy grosero que se podía decir en un barrio montevideano.
A los catorce años yo todavía no había tenido experiencia sexual. Los demás iban regularmente al prostíbulo y a los bailes, hacían vida de boliche y tenían sus propias barras de amigos.
Apenas llegado al taller se enteraron que había nacido en Argentina. Que mis padres eran uruguayos. Entonces, para enojarme, alguien dijo que me habían engendrado en el viaje. Que mi padre había asaltado a mi madre en el Vapor de la Carrera, colocándola en “el mástil más alto”. Había una música, un bolero o algo así, que estaba de moda con ese estribillo: “en el mástil más altooo de mis recuerdooos”. Me enojé mucho, lo que los divertía especialmente. Por lo cual, de tanto en tanto, alguien, con aire de estar pensando en otra cosa, entonaba la canción del mástil para chicanearme.
En las noches del carnaval iba apenas un rato a ver las murgas al tablado. El color y las resinas del lustrado, la goma laca y el color de la tinta, no eran fáciles de sacar de las manos y sobre todo de las uñas, así que las mostraba poco. A las nueve y media o diez de la noche, me sentía cansado y, no sin cierto orgullo, me iba a dormir a mi casa. Lo vivía como un sacrificio, pero voluntario.
El liceo, la huelga de 1951
En 1951, casi recién ingresado al liceo, participé en la huelga por la autonomía universitaria. Creo que el Nº 5 fue uno de los pocos liceos que acompañó una huelga que concernía a los universitarios. En el curso de las movilizaciones participé de alguna asamblea y oí los informes y discursos de algunos de los líderes del movimiento.
En octubre, una mañana, a pocos metros de la entrada del edificio que compartíamos con el IAVA, ante un grupo de muchachos, Marta Carbajal informó acerca de los incidentes y la represión policial contra los estudiantes que pretendían ingresar a las barras del Parlamento donde se discutía acerca de la reforma de la Constitución y, dentro de esta, el gobierno de la Universidad. ¡Qué elocuencia!
Me enteré de la cuestión de la defensa de la autonomía universitaria como un principio y me inicié en las prácticas huelguísticas.
1952
En setiembre del año 1952 se vivieron unas semanas de inquietud en toda la ciudad. A raíz de algunos conflictos gremiales (transporte, Ancap)de manera para mí inesperada, el gobierno colegiado declaró las Medidas Prontas de Seguridad.
Durante unos días – y por primera vez en la vida de la inmensa mayoría de los montevideanos- se vio patrullar la avenida 18 de julio con vehículos militares y soldados con aire hosco. Todos los diarios publicaron fotos que registraban la novedad de aquel insólito paisaje urbano. Extrañeza más que miedo. Información entrecortada y una confusión fueron para mí lo dominante. El PC no acompañaba la huelga solidaria que provocó la reacción del gobierno.
Además, los grandes medios de prensa hablaban de la infiltración peronista en los sindicatos. En esa época aunque con distintos enfoques casi todos éramos antiperonistas. En el Carnaval de 1953 algunas murgas se burlaban de las exageraciones de la prensa argentina durante la duración de la huelga general y las medidas de represión.
Asociación de Estudiantes del Liceo 5
En los últimos años de liceo tuve cierta práctica gremial y desde la asociación de estudiantes editamos algunos números de un periódico en imprenta. Recuerdo pocas cosas que se hayan publicado ahí. Hicimos un llamado a un concurso de cuentos entre estudiantes del liceo, al que no me presenté, con Juan Carlos Legido en el jurado. Publicamos el poema, con breves comentarios, “A Roosevelt” de Rubén Darío.
En el liceo flotaba un tenue anticomunismo que me molestaba sin dramatismo. El año anterior se había producido, en otro liceo, un episodio de lo que se denunciaba como “proselitismo político” de una profesora vinculada al PC, Amanda Canale. Había sido sancionada. También enseñaba en mi liceo.
De cuestiones políticas se hablaba poco y yo disfrutaba del ambiente que reinaba. Creo que entonces casi todos los muchachos teníamos la difusa sensación que íbamos bien, que viviríamos siempre bien o mejor.
No aparecía explícitamente nada parecido a la idea o aspiración a un destino o al ascenso social. Creo que casi ninguno de nosotros experimentaba ninguna necesidad específica de tal y –a la vez- eso estaba en la atmósfera.
En la forma en que nos trataban los mayores, los docentes. En la confianza que en nosotros parecían tener la mayoría de los maestros y profesores que nos enseñaban.
Preparatorios en el IAVA
El ingreso a Preparatorios fue también estimulante. En un mismo instituto y un mismo local se agrupaban todos los jóvenes de Montevideo que habían terminado el liceo. Miles, provenientes de todos los barrios y estamentos sociales. Básicamente de “las capas medias”. Pocos proveníamos de familias obreras. No recuerdo haber sentido ninguna satisfacción especial por este singular pedigrí. Tampoco ningún contratiempo o discriminación. Todos éramos tratados con el mismo respeto algo severo pero cordial de los funcionarios y los profesores. Todos éramos invitados casi a las mismas fiestas y nos vestíamos más o menos parecido.
En los patios del IAVA se formaban constantemente grupos chicos y grandes de conversación sobre distintos temas, incluyendo las cuestiones políticas. Nos encontrábamos con jóvenes dos o tres años mayores que tenían experiencia gremial, universitaria y política. Que habían leído más y sabían discutir de manera ordenada. En esa edad, dos o tres años importaban.
Guatemala
Apenas ingresado a preparatorios se produjo la invasión a Guatemala, en 1954. Desde principios de años la prensa había empezado a ocuparse de Guatemala. El “peligro” que significaba un “gobierno comunista” en América, los atropellos que cometían contra la población.
En abril o mayo Manuel Galich, ex embajador ( o ex canciller) fue invitado por la FEUU a dar una conferencia en el Paraninfo de la Universidad. La sala estaba repleta. Mil o mil quinientos adolescentes y jóvenes, mayoritariamente universitarios, y muchos de preparatorios, escuchábamos en un silencio total.
El expositor hizo colocar pizarrón donde dibujó un mapa de su país. Después fue trazando la geografía económica, las grandes haciendas, los puertos, las vías férreas. Hablaba con precisión, serenamente. Contó la historia de las dictaduras guatemaltecas, la situación de sus campesinos, el peso que las empresas norteamericanas, sobre todo la United Fruit, tenían en la economía y en las decisiones políticas de su país.
El proceso desencadenado luego por los gobiernos democráticos y progresistas de Juan José Arévalo y Jacobo Arbens. Con las palabras de aquel expositor sereno aparecía con nitidez la acción del imperialismo. La penetración económica de las grandes empresas y también la impostura de las “instituciones democráticas” permanentemente avasalladas por regímenes dictatoriales que actuaban con apoyo del gobierno y la prensa norteamericana.
En aquellos meses de 1954 todos los días, prácticamente todos los diarios y todas las radios uruguayas difundían información distorsionada acerca del “peligro comunista en Guatemala”.
Por un lado, sentía la impotencia ante la situación de arrogancia norteamericana. Pero lo que más nos indignaba era oír el coro de sumisos repetidores en Uruguay de las acusaciones norteamericanas. La falta de opiniones propias, la obsecuencia y la ramplonería. También resultaba penoso cuando se oía a algún buen compañero de estudio repetir las mismas acusaciones inconsistentes contra el gobierno de Arbens.
En el IAVA se realizaron varias asambleas de estudiantes para discutir y pronunciarse sobre la conferencia de cancilleres (que contribuyó a preparar la intervención indirecta de los EEUU), después sobre la invasión y más tarde sobre el gobierno dictatorial de Castillo Armas. Fue la primera vez que hablé en público.
4 - 1954-1959
En el Banco de Seguros.
Gerardo Gatti, dirigente estudiantil.
Cuando desde Preparatorios me acerqué a la FEUU, Gerardo era una leyenda. Tenía el prestigio de un dirigente capaz, intransigente, lúcido. Se contaba del viaje que habían, realizado con Domingo Carlevaro a Yugoslavia, en 1955 para asistir a un congreso internacional de estudiantes.
Se decía que allí los dos delegados de la FEUU se habían encontrado con un debate que agitaba las aguas de la Liga de los Comunistas que gobernaba el país. La propuesta de un modelo socialista autogestionario, como el que se estaba construyendo en Yugoslavia, había interesado vivamente a los jóvenes uruguayos. Dos tendencias se enfrentaban. Por un lado la de Milovan Djilas, por otro la de Edvard Kardelj. Según narraba la leyenda, Gatti había tomado partido por las propuestas teóricas de Djilas, Carlevaro lo habría hecho por Kardelj.
Unos años después se conoció una obra interesante de Djilas, “La nueva clase”, donde realizaba una crítica bastante profunda al régimen vigente en su país. Había perdido peso en el gobierno. Kardelj siguió influyendo en el partido y el gobierno yugoslavo y fue después uno de los redactores de la Constitución de 1974.
Gerardo Gatti: La primera “Lucha”
En abril de 1949, con 16 años, Gerardo había integrado el cuerpo redactor de un periódico quincenal de doce páginas, medio “tabloi” impulsado por Raúl y Santiago Antuña Yarza, junto con otros colaboradores vinculados a la familia de su madre, María Elena Antuña.
El periódico, casi sin anuncios comerciales, que se editó regularmente hasta setiembre, tenía una cierta semejanza (temática, de posiciones políticas y filosóficas) con las orientaciones, temas y estilos que después asumiría “Marcha”: antiimperialista, tercerista, pacifista, antimilitarista, con mucha información sobre libros, cine, teatro. Escribían entre otros, el Hachero, Eugen Relgis, Carlos Rama, Serafín J. García.
El lema del periódico era un pensamiento de Romain Rolland: “Todo hombre que lo sea de verdad, debe aprender a quedar solo en medio de todos, a pensar solo por todos, y si fuera necesario, contra todos”.
En los años 50 había cursado dos o tres años de literatura en el IPA.
Tenía un bagaje cultural sólido que siguió desarrollando toda su vida. Sobre todo en literatura clásica y latinoamericana.
Siempre tuvo un horizonte de intereses más amplios que las cuestiones políticas y mantenía relaciones amistosas con gente ligada a la literatura como Idea Vilariño, Carlos María Gutiérrez, Dahd Sfeir, o los primeros psicólogos que actuaron en el país como Mauricio Fernández y Juan Carlos Carrasco.
Fundación de la Federación Anarquista Uruguaya
En octubre de 1956 participé en la fundación de la FAU. Fue una experiencia interesante. Probablemente haya sido el único congreso al que concurrí sin intervenir en las discusiones. Tenía 18 años y en las reuniones de la calle Francia 1771 (en el Cerro) se congregó para discutir una cantidad de gente mayor, con mucha experiencia.
Hacia poco más de diez años que había finalizado la Segunda Guerra y la lucha antifascista de italianos y españoles seguía dominando el interés de gran parte de los que hablaron en el congreso.
Había compañeros de varias organizaciones y países, entre ellos militantes libertarios argentinos, marcados por las luchas contra los sindicatos verticales del peronismo.
Las resoluciones –con abundantes referencias y pronunciamientos a lo que pasaba en el mundo- apuntaron a planteos ideológicos generales acerca de la libertad y la justicia social, y declaraciones referidas a la defensa y promoción del movimiento de cooperativas de producción y consumo, de comunidades (del tipo de la Comunidad del Sur), de organizaciones sindicales, de la autonomía universitaria, y contra todas las formas de explotación y autoritarismo.
No se planteaba, por entonces, la cuestión de un programa. No faltaban análisis sobre casi todo lo que pasaba en el país, pero no se pensaba la situación económica y social desde el ángulo de una posible intervención política sobre ella.
No se visualizaban tareas inmediatas en torno a las cuales se pudieran gestar acciones populares conjuntas con otras corrientes. Por lo demás, las heridas subsistían.
Gerardo Gatti, que participaba como integrante del Grupo Editor de Voluntad, no tuvo una participación muy intensa. De todos modos él tenía algunas ideas claras y yo no. Empezaba a trabajar por su idea de un “partido” anarquista. No todos los de Voluntad apoyaban la idea de una “organización específica” anarquista. Pero Gatti tenía ya la idea de construir la organización, en términos malatestianos, del “partido anarquista”.
Los sindicalistas que participaron en el congreso eran tenazmente opositores a los comunistas y esa era la tónica de sus planteos. En el congreso se designó a Ruben Barcos, un militante libertario argentino que vivía en el Cerro, como Secretario General de la organización. Un militante afectuoso, con una gran apertura hacia las distintas opiniones que se expresaban en el congreso. Aunque no siempre pensamos igual, mantuvimos una larguísima amistad con Barcos. Canillita, era un lector ávido de diarios y revistas. Lo fue hasta el final de su vida, muy activa sindical y políticamente, por cierto.
Conocía a mucha gente en el Cerro y La Teja, y era apreciado por su constante actitud solidaria. En los momentos más difíciles de la represión, en los primeros años de la dictadura, más de una vez nos dio una mano para resolver situaciones de compañeros perseguidos o familiares de presos.
Ampliar sobre Barcos
Los argentinos, y sobre todo italianos y españoles que participaron en el Congreso, tenían para mí el prestigio y la trágica fascinación de la guerra, la cárcel, las persecuciones de la lucha antifascista. Catalanes con la mitad de su familia fusilada por la represión franquista, italianos y judíos alemanes, rusos y polacos. Judíos cultos que trabajaban en los frigoríficos, pobres, autodidactas como los italianos que acompañaban a Luce Fabbri. Personas con temperamento fuerte, no siempre cordiales, con la preocupación agobiante de sus tragedias y derrotas y sus vidas destrozadas por el fascismo y la guerra.
Una vez, tiempo después, asistí a una reunión donde alguien dijo que las posturas fundacionales de la FAU eran reformistas. Es posible que fuera así. Más bien creo que, en ese momento, los ejes para definir la orientación de un grupo político en Uruguay no pasaban por la cuestión de reformismo y revolución. Por lo menos no estaba planteado así para los anarquistas.
En primer lugar porque las revoluciones latinoamericanas de aquellos tiempos –la boliviana de 1952 y la guatemalteca de 1954- las conocíamos poco y mal. Para muchos compañeros, revoluciones eran las europeas, sobre todo la rusa y la española. La primera, según se creía, había sido traicionada. La segunda, ahogada en la sangre de la guerra civil.
Otros movimientos de inspiración nacionalista que se presentaban como “revolucionarios”, como podría ser el peronismo en la Argentina, provocaban el más vivo rechazo por sus analogías con el fascismo italiano. Muchos compañeros tardaron muchos años antes de entender algunas claves del movimiento argentino, visto no tanto en el gobierno sino en la larga y épica resistencia posterior.
En la FAU inicial no se planteaban las cosas en términos de reforma o revolución, además, porque salvo los anarco-sindicalistas, los militantes no hacían un verdadero “trabajo de masas”. La militancia era más bien la prédica de un ideario y el desarrollo de una presencia testimonial.
Por entonces, en nuestro país, una parte grande de los trabajadores obtenían con sus luchas determinadas conquistas (salariales, de condiciones de trabajo, en materia de vivienda y salud) pero esas reformas las impulsaban y capitalizaban los partidos tradicionales.
La FEUU
En esos años –1955 y 1956- escribí algunos artículos y manifiestos, hablé en muchas reuniones y asambleas y terminé siendo dirigente de la Asociación de Estudiantes de Preparatorios. En representación de ese centro, empecé a concurrir a las reuniones del Consejo Federal de la FEUU, en la calle Uruguay 1933, casi Arenal Grande.
La vida del gremialismo estudiantil era irregular: a los momentos de gran movilización seguían otros donde el número de estudiantes que participaban era pequeño en relación con el conjunto de la población universitaria.
Una veintena o algo más de delegados de los Centros en el C.F. conseguían convocar a quinientos o seiscientos estudiantes para una manifestación callejera, desde luego durante mucho tiempo, pacífica.
Para mí, además de un lugar de militancia, la FEUU fue una suerte de escuela de formación universitaria, gremial y, hasta en cierto sentido, ideológica. Lectura, debate, militancia, preocupación por la Universidad y su función social y cultural. Extensión universitaria: toda aquella gente imaginando la arquitectura, la medicina, el derecho y las ciencias sociales al servicio del pueblo.
Los que tenían algunos años más citaban con frecuencia un texto un poco legendario: el manifiesto de la FEUU en el 1º de mayo de 1944, donde se había desarrollado la idea de la unidad obrero estudiantil. En ese momento aquel manifiesto se convirtió en la manzana de la discordia entre la FEUU y el PC, embarcado con todas sus fuerzas en la defensa de la URSS y la solidaridad con su ejército.
Por entonces, aunque no estábamos directamente vinculados a su preparación, nos llegaban los ecos de las “misiones socio- pedagógicas” realizadas por estudiantes de medicina, magisterio, arquitectura junto con algunos maestros experimentados. Desde “Marcha”, el maestro Julio Castro daba difusión y proponía conclusiones.
En la FEUU había una gran sensibilidad latinoamericanista. “Marcha” estimulaba esa preocupación: la gesta de Sandino, los ecos de la revolución boliviana de 1952, las tribulaciones de Víctor Raúl Haya de la Torre, la revolución guatemalteca.
En el ámbito de la FEUU, en las reuniones y después en los bares o en las caminatas en las que seguíamos conversando, el discurso se construía no tanto desde el radicalismo político o filosófico sino desde la ironía, el sarcasmo, la ridiculización del poder y la admiración por la rebeldía.
Una valoración más bien intelectualista de los argumentos ponía en desprestigio los planteos esquemáticos. Cierto individualismo y la exigencia intelectual prevaleciente, rechazaba las formas estridentes del disciplinamiento político. Los militantes de partidos eran pocos, y no muy bien vistos. Se los caricaturizaba.
En consonancia con los tiempos, en la FEUU se bromeaba y reía mucho. De propios y de extraños. Sólo en la dirección de la FAU, entre 1968 y 1973, algunas veces en la agrupación 1955 de AEBU y en el PVP, volví a encontrar un clima de reuniones políticas tan inundado de ironía y humor.
Como ocurre a menudo, solía haber más gente en las reuniones cuando se discutía que en las tareas prácticas que se habían resuelto, como ser ocuparse de la distribución de comunicados o de las pegatinas. Para estas últimas solíamos ser siempre un grupo chico. La realización de ese tipo de trabajo, para muchos ingrato, me daba una especie de alegría. Era el tipo de cosas que empezaba y terminaba, que exigía un cierto esfuerzo físico y un mínimo de destreza que rápidamente adquirí. Me daba la alegría de realizar un trabajo porque así se debía hacer. Trabajos y desafíos mayores habían encarado otros compañeros. En España en la guerra civil o en Italia en los tiempos de Mussolini.
Cuando al amanecer llegaba a mi casa agotado, después de cargar durante horas los baldes de engrudo y los murales, me sentía formando parte de una causa vieja y justa y me sentía bien.
Si la FEUU hubiera sido solamente un grupo de aprendices de intelectuales y comentaristas ingeniosos, no me hubiera quedado militando allí, como lo hice, durante unos años.
Palos y padre
En el invierno de 1957 el movimiento estudiantil lanzó una movilización contra la carestía y en especial contra el aumento de los boletos del transporte. A esa altura, yo militaba en el Secretariado Ejecutivo de la FEUU. Unas semanas atrás se había militarizado la policía y un Coronel Muzzio había sido puesto al frente de la misma. El hecho había provocado la protesta de la izquierda y también del Partido Nacional, especialmente del herrerismo a través de las páginas de El Debate. En junio la FEUU convocó a una manifestación que terminó con una represión policial inusualmente violenta.
A partir de eso, la movilización tomó nuevo impulso.
La prensa le dio bastante importancia al hecho y el gobierno “quincista” de la época quedó mal parado por los excesos policiales. Unos días después, el Consejo Federal resolvió profundizar la movilización, en demostración de que la represión no había matado al movimiento.
En los primeros días de julio, la FEUU convocó otro “acto seguido de manifestación” y fui designado para hablar en nombre del Secretariado.
La manifestación, en la que participábamos unos cuatrocientos o quinientos estudiantes, fue nuevamente reprimida violentamente: gases, palos, coraceros a caballo.
La tarde de esa segunda manifestación contra el precio del boleto en el invierno de 1957, mi padre dice: “te acompaño, y César viene con nosotros”. Yo tenía 19 años, mi hermano, César, 13. Salimos. Mi padre llevaba un diario arrollado. ¿Qué es eso?, le pregunté. Me mostró un caño de hierro: “por si reprimen nuevamente”. Tenía 50 años y era un hombre tranquilo, pensaba como la gente de izquierda pero no militaba en ningún partido.
“Intento de soborno”
La lucha de la FEUU contra la carestía tomó nuevas formas de agitación y las relaciones con el gobierno continuaron deteriorándose.
A mediados de julio, el gobierno propuso a la FEUU estudiar un mecanismo por el cual conceder una rebaja en el boleto usado por los estudiantes. La movilización tuvo un giro (que había olvidado y buscando documentos para confirmar estos recuerdos encontré) en cierto sentido insólito: el día 19 de julio, la FEUU resolvió, por unanimidad, y casi sin discusión (lo que explica, en parte, mi olvido) un texto en el que, al tiempo que repudia la carestía y la represión, declara “que es indignante el intento del grupo gobernante que pretende sobornar al estudiantado concediéndole rebajas especiales en el transporte colectivo en el momento que está en lucha junto con el pueblo expoliado, sin consideración de aspiraciones exclusivistas” y más adelante: “resuelve, repudiar el mencionado intento de soborno que se nos ha dirigido por parte de los políticos corrompidos que nos desgobiernan”.
Esteban Kikich
Fue en esa época que conocí a Kikich. Era entonces, y lo siguió siendo muchos años después, una figura legendaria y querida en los medios de la izquierda por donde yo transitaba: la FEUU, los grupos terceristas de Preparatorios y los anarco-sindicalistas de los gremios autónomos.
Había sido dirigente portuario y estaba ligado a una huelga interminable que se libraba en los astilleros de Regusci y Voulminot. Se había iniciado en las luchas obreras y revolucionarias en Yugoslavia, en los años treinta y parecía haber pertenecido alguna tendencia de izquierda de la Liga de los Comunistas. Se definía como marxista revolucionario y hablaba con un acento extraño que resultaba divertido.
Cuando lo conocí, por esos años, tendría unos cincuenta y tantos de una vida dura de trabajo y persecuciones y un excelente sentido del humor.
En 1952 había sido detenido por Medidas de Seguridad y después se le intentó aplicar la Ley de Indeseables para expulsarlo del país, pero un movimiento solidario impulsado desde la FEUU y los sindicatos autónomos lo impidió.
Lo veía como un sobreviviente de las revoluciones comunistas europeas de los primeros decenios y un solitario algo despreocupado y bohemio. Ni él ni Blas Facal, otra leyenda, dirigente de los trabajadores navales, parecían estar interesados en reclutar ni influir en la manera de pensar de nadie.
Nos miraban con simpatía, con una sonrisa cariñosa y distante. Quizá nos veían llegar a sus luchas desde muchos años de broncas y encarcelamientos, de pérdidas y exilios. O viendo, como habían visto antes, a estudiantes que se acercaban a las luchas obreras y luego, una vez alcanzada una mejor posición social se “aburguesaban”. Quizá por eso sonreían.
El hecho es que, de una manera completamente inopinada, el diario oficialista Acción, dirigido por Luis Batlle Berres, publicó, el día 4 de julio de 1957, después de una de nuestras manifestaciones estudiantiles, unas páginas escandalosas donde se pretendía involucrar a Esteban Kikich como un provocador al servicio de intereses extranjeros en la lucha de los estudiantes.
La crónica se acompañaba de varias fotos de “agitadores profesionales” entre las cuales estaba la de Kikich.
El veterano luchador contestó a Acción unos días después, desde un reportaje en El Sol realizado por Guillermo Chifflet. No resisto la tentación de transcribir algunos tramos de la conversación.
“Acción dice que soy anarquista, dice Kikich. Es preferible ser anarquista a ser batllista. Pero yo nunca en mi vida he militado en el anarquismo. Discrepo con su posición. El problema a discutir con los compañeros anarquistas lo dilucidaremos, pero no en la prensa, sino en el seno del movimiento obrero. Y ante todo debo expresar que considero a los anarquistas elementos de izquierda; no puedo creerme el único depositario de la verdad, y sé por otra parte, que son tan honestos como yo.
Preguntado sobre la conducta policial, dice Kikich: Para responder esa pregunta tenemos que preguntarnos, en primer término, cuál es el sistema económico del país. El régimen es capitalista. El Estado es capitalista. Las fuerzas policiales, por tanto, están dirigidas primordialmente, contra la clase trabajadora y las masas explotadas.
En la defensa del régimen capitalista están juntos batllistas y herreristas, a pesar de todos los agravios recíprocos. Esos ataques, para tratar de que las masas sigan a una u otra fracción en lugar de sus verdaderos caminos de clase, han recrudecido con la crisis. Y se han intensificado justamente en momentos en que la crisis muestra a la clase obrera con claridad cuáles son sus enemigos.
Después Chifflet le pregunta -¿Qué opina del movimiento de la FEUU?
-Creo que hay que acompañarlo, responde. Es sano y esclarecedor. Sé que, con el tiempo, son muchos los que una vez recibidos pasan a servir a los partidos de la burguesía. Pero de la multitud universitaria siempre algo queda. No podemos olvidar que el Socialismo, como doctrina, es obra de intelectuales, como lo fueron Marx y Engels, los que contribuyeron enormemente a esclarecer la lucha de la clase obrera.
Los universitarios, muchos de ellos, integrantes de la clase media, tienen que saber que la solución para la clase media no está junto a la gran burguesía, sino junto a la clase trabajadora.
Por otra parte, el proletariado, que es la única clase que al liberarse a sí misma libera, a la vez, a todas, no podrá conseguir el triunfo en países como el Uruguay, sin unirse con la clase media y el campesinado.
Y agrega el viejo luchador, agradezco al compañero Trías que se haya interesado por si yo estaba detenido.
Cuenta el cronista: Al despedirse, sonriente, optimista, nos dice Kikich fraternalmente: Tal como están las cosas en el país, no será la última vez que tenga que interesarse por presos obreros.
Obreros y estudiantes: delegación a Paysandú.
En 1957 se produjo una huelga de trabajadores remolacheros en Paysandú.
Funcionaba, desde 1956, una Mesa obrero-estudiantil que coordinaba acciones solidarias. Viajamos, como integrantes del Secretariado de la FEUU, Alfredo Errandonea (h) y yo, junto con Enrique Pastorino y Pedro Aldrobandi de la UGT, a Paysandú.
Apenas bajamos del ómnibus de ONDA, se acercaron dos policías que nos llevaron, no recuerdo si a todos o sólo a Errandonea y a mí, a la Jefatura de Policía local. Secos pero sin violencia, los jerarcas nos interrogaron acerca de qué íbamos a hacer. Al poco rato nos dejaron ir. Atravesamos la ciudad y fuimos a las instalaciones de la empresa Azucarlito. Alfredo recorrió las zonas de cultivo.
Antes de salir nos habían hablado de alguien que nos daría una mano en nuestras gestiones en Paysandú. Era el “gordo” Florio, que conducía un destartalado Ford Eiffel y militaba en el Partido Socialista. Nos dijo que había una denuncia acerca de cómo estaban actuando los empresarios. Mientras Errandonea y los demás compañeros de la delegación recorrían las zonas de los cultivos y las viviendas de los trabajadores, fuimos con Florio a un barrio alejado del centro de la ciudad.
Ahí conocí a Raúl Sendic, que estaba ayudando a los compañeros en huelga. Buscaba indicios a partir de una denuncia que le había llegado de parte de un camionero: estaban haciendo trabajar para romper la huelga a algunos menores sacados del Consejo del Niño (hoy INAME).
Recorrimos algunos lugares en una pequeña moto de Sendic. Circulaba a campo traviesa y cuando aparecía un alambrado lo atravesaba levantando la moto.
Después de eso nos vimos algunas veces en Montevideo. Quizá en 1958, en la Casa del Pueblo nos encontramos. Me explicó detalladamente su tarea entre los trabajadores rurales. Ponía su conocimiento y su voluntad de estudio de las leyes laborales para ayudar a la gente a defender sus derechos. Impresionaba como inteligente, cuidadoso de los detalles y tenaz.
Alberto Cecilio Mechoso
El viernes 4 de julio de 1958 cuatro (o cinco) jóvenes “maltrajeados”, así los presentó la prensa, asaltaron la sucursal Paso Molino del Banco la Caja Obrera. En una acción breve y limpia se llevaron 270.000 pesos. El monto fue el mayor hasta ese momento y la prensa lo comparó con el “record” anterior en manos de Marcos Celarrayán, 170.000 pesos, a la sucursal Arroyo Seco del Banco Francés e Italiano.
Lo sustraído del Banco La Caja Obrera era una suma considerable. En los anuncios económicos de los diarios de esa fecha se ofrece un apartamento de tres dormitorios en Pocitos (Martí y Berro), recién terminado, por 50 mil pesos. Otro, también a estrenar, en el centro, de dos dormitorios, por 35 mil.
La noticia tuvo relieve durante varios días. El golpe revelaba por parte de los atracadores el empleo de criterios operativos no frecuentes en la época: conocimiento del banco y de la mejor hora para actuar, auto robado con antelación, las matrículas cambiadas, y, el hecho que, salvo la exhibición de armas, no hubo violencia física, ni siquiera verbal.
Alberto tenía en ese momento 21 años. Había sido uno de los que limpiamente saltaron por encima del mostrador y llenado un portafolios gastado con los paquetes de billetes. Los demás participantes también tenían algo más de 20, y uno de ellos era menor. Vivían, todos, en el Cerro y la Teja. Es posible que, en el plan de acción, Alberto haya sido asesorado por algún anarquista de la zona, con alguna experiencia.
En ese momento no me enteré de nada. Los compañeros que se enteraron lo mantuvieron en secreto. El robo, hasta donde sé, tuvo motivaciones complejas. Por un lado, como dirán luego los autores, todos estaban sin trabajo y vivían en la pobreza.
No obstante, en los días siguientes, una parte del dinero fue donada al Ateneo Libre Cerro La Teja y otra se entregó en forma encubierta a las finanzas de la FAU. Ni el periódico Voluntad ni Lucha Libertaria aludieron al tema ni hicieron campaña después, cuando los capturaron.
En esa época, la FAU agrupaba a tendencias disímiles y el tema de las expropiaciones, la violencia revolucionaria o la experiencia de los “grupos de acción” anarquistas no había sido discutido.
Sólo después del triunfo de la revolución cubana y el desarrollo de las guerrillas latinoamericanas esas cuestiones se abordarían, pero ya con una óptica muy distinta. Entonces las diferencias se ahondaron y la FAU se dividió.
El 17 de abril de 1959 los asaltantes fueron capturados y procesados. Condenado por rapiña, Alberto pasó varios años entre la Cárcel de Miguelete y el Penal de Punta Carretas.
La campaña electoral de 1958
Por entonces Mario Benedetti escribió en Marcha un poema que describía bien nuestra manera de pensar. Se llama “Ese voto” :
“Cuando corres al ómnibus y trepas/ no sabes que noviembre va contigo
el punguista noviembre va a quitarte/ el voto que aún ignoras, ese voto
pensarás pensaremos qué trabajo/ mientras noviembre busca en tu bolsillo
uno es emprendedor pero cretino/ dos un marica habla con voz machaza
tres es solemne ególatra y pulido/ cuatro es veraz contrabandista y lúcido
pensará pensaremos qué trabajo / mientras noviembre busca en tu bolsillo
desde tu abuelo blanco o colorado / estabas firmemente decidido
a consentir que no decidirías /pensarás pensaremos qué trabajo
mientras noviembre busca en tu bolsillo/ uno te ofrece un puesto sin cansancio
dos te regala un puesto sin horario/ tres te consigue un puesto sin estorbos
cuatro te brinda un puesto sin denuedo / pensarás oh no pienses ya noviembre
ha encontrado tu voto en tu bolsillo/ cuando bajas del ómnibus y enciendas
el cigarrillo de las siete y cuarto / te sentirás demócrata y tranquilo.
Poemas de hoyporhoy.
“Los políticos hunden al país”
En 1958, en reclamo de una ley orgánica para la Universidad que consagrara la autonomía y el cogobierno, la FEUU fue capaz de generar una gran movilización estudiantil que desembocó en otra, impulsada por los sindicatos que reclamaban distintas reivindicaciones.
A esa altura del año yo preparaba el concurso de ingreso al IPA y había salido del ámbito de militancia cotidiana de la FEUU.
La presencia estudiantil en las luchas obreras había sido hasta entonces una práctica de minorías. La experiencia de 1958 implicó a decenas de miles de estudiantes. Recuerdo mi sorpresa – y la de los demás dirigentes de la FEUU- cuando vimos la primera de aquellas gigantescas manifestaciones de octubre. Como en el año anterior, el factor desencadenante había sido la brutalidad policial contra los manifestantes.
En ese año y medio algo había estado pasando en el país y en la población estudiantil que hizo que, un poco imprevistamente, las movilizaciones saltaron de unos cientos a decenas de miles. En esta situación mucho tenía que ver el desgaste del gobierno colorado presidido por Luis Batlle Berres.
En la FEUU una alianza de católicos de izquierda, terceristas y anarquistas le imprimió al movimiento una orientación original: la pancarta principal que encabezaba las dos o tres grandes manifestaciones de octubre decía: “Los políticos hunden al país. No dejemos que hundan a la universidad.” El año 1958 fue de elecciones nacionales. Muchos temas se juntaban allí para discutir.
Entre mis amigos el ambiente era “anti-luisista”, con diferentes entonaciones. Aquel año sólo conocí a tres personas que votaran a la “15”: Julio Rodríguez, un pariente lejano, Alfredo Errandonea (padre) y quizá Anderssen Banchero, aunque, teniendo en cuenta sus simpatías por el PCU, perfectamente podría haber sido una de sus tantas bromas.
Los fundamentos del “antiluisismo” eran distintos. Por un lado, algunos compañeros se sintieron algo interesados por el fenómeno del ruralismo, el Centro de Estudios Artigas, los artículos de Roberto Ares Pons, Washington Reyes Abadie y José Claudio Williman. Se valoraba la movilización ruralista como un elemento nuevo y positivo en la sociedad uruguaya.
Durante la campaña electoral, con mis amigos de Preparatorios concurrimos a alguna de las movilizaciones de Nardone en Canelones. Yo quedé espantado por el clima de anticomunismo inaguantable que existía.
El “voto anarquista”
Desde la FAU decidimos hacer nuestra propia campaña política. Organiz amos una serie de actos públicos, en los que participábamos tres o cuatro oradores y se le daba luego la palabra a las personas del público que quisieran hablar. En La Teja (habló Mauricio Gatti), en la Explanada de la Universidad (habló Ruben Prieto de la Comunidad del Sur) y en otros lugares que no recuerdo. El mitin final se hizo en la Plaza Libertad.
Me tocó hablar. Era una noche tibia y agradable de primavera. Antes del acto se estuvo pasando todo el tiempo “Hijos del Pueblo” y las canciones de la guerra civil española, A las barricadas y El cruce del Ebro (¡Ay Carmela!). Se acercaron a oír la oratoria unas doscientas o trescientas personas.
La idea era que no se trataba únicamente de votar. Que había que militar todo el año. Todos los años. Los anarquistas, decíamos, “votan todos los días”.
En esos días Peloduro había publicado en su revista una caricatura maravillosa donde exhibía a los nueve candidatos de los partidos tradicionales disfrazados como integrantes del Ejército de Salvación. Era una ridiculización sutilísima trazada con su talento.
Encomendado por los compañeros de Lucha Libertaria, un día fui al bar Barrucci, de 18 de julio y Olimar, al lado del local desde donde irradiaba “El Espectador” y con la audacia de los veinte años, me presenté a Julio Suárez como militante anarquista y le pedí permiso para publicar su caricatura. Accedió, divertido, de inmediato. Y hasta me invitó con algo.
Con esa base se hizo, alguien hizo, un volante con un texto de Gerardo Gatti bien escrito, casi acorde con la excelencia de la ilustración. Y se repartió bastante. Con un éxito nada frecuente en una publicación anarquista.
Unos días después pasé de nuevo por el bar para encontrarme con Peloduro. Le llevaba un volante. Sin dejar de sonreír me dijo que ya lo tenía. Con ese volante, me anotó, me hiciste militar de otro modo. Sentí el reproche. Tenía razón. Al anarquismo intelectual implícito, inobjetable de Peloduro, que, además, era comunista confeso, nosotros no sólo nos lo habíamos apropiado poniéndolo en un volante firmado de una organización política, sino que lo habíamos llevado a un extremo de explicitación que no era la voluntad política ni el estilo del artista. Julio Suárez, que tenía razón para enojarse, en ningún momento dejó de sonreír.
En octubre salió un número de Lucha Libertaria con un artículo de Gerardo Gatti de dos páginas explicando nuestra posición ante las elecciones. Es un documento según creo bien escrito, indicativo de nuestro perfil, de nuestras muchas carencias y algunas virtudes.
Era un “suplemento especial” de Lucha Libertaria y en el artículo, que se publicó sin firma como todos en esa época, se intentaba dar el punto de vista de todos nosotros. Por lo menos de los que trabajábamos en el periódico.
“Que los anarquistas nos preocupemos por tratar de estudiar la realidad de este Uruguay en que vivimos, que nos esforcemos en agarrar la punta de esta madeja de crisis con que nos están tejiendo la vida, que nos apasionemos en la búsqueda de soluciones para los problemas de ahora y aquí, ha de resultar para mucha gente espectáculo inusitado, cosa rara.
Laboriosamente se ha ido fabricando de nosotros una leyenda negra. Un anarquista ha resultado ser – según la misma- amén de un sujeto con características higiénicas y faciales no del todo atractivas, un ente de la estratosfera el cual las pocas veces que a la tierra baja es reconocible por alguna que otra bombita que hace estallar, o que, añorando las bellas épocas de la dinamita, lamenta biliosamente no poder colocar”
Después de esta introducción, Gerardo traza los perfiles doctrinarios y programáticos del movimiento socialista libertario.
Subtitula: Allá lejos y hace tiempo.
“Sustituir la propiedad privada de los medios de producción y su secuela de explotación e injusticia (propias del capitalismo) por la socialización integral de la vida económica según el lema “a cada cual su necesidad, de cada uno según su capacidad”: abocarse a la destrucción del Estado, entendido como organismo autocrático, gendarme del privilegio capitalista y él mismo creador de opresión y desigualdad, y sustituirlo por una red coordinada de entidades autónomas de base popular (en lo económico, en lo político) articuladas entre sí por el sistema federalista (de abajo arriba) desarrollar en escala internacional la lucha revolucionaria de los explotados contra los explotadores, sin delegarlas en manos de partidos o grupos o dictaduras que irían a constituir nuevas clases opresoras, sino actuando según la idea que “la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, (...)
Los demás subtítulos son también ilustrativos, en “Una tragedia americana” resume la situación por la que atraviesa Latinoamérica y el Río de la Plata. “En busca del tiempo perdido”, reconoce que se ha estado de espaldas a la realidad de la región, etc..
“En tanto pueblo, los uruguayos estamos como descoyuntados. Casi no tenemos vivencias colectivas, ideales compartidos, empresas comunes. Paralelamente a esta orfandad de vida social, a esa carencia de espíritu comunitario, surge la actitud de espera, de mansedumbre, de abdicación, (...) que plasma en la actitud impotente del que lo espera todo mansito, cobardón para ver qué hacen los de arriba, el Estado, los políticos (...)
De (las elecciones de) noviembre no saldrá nada de beneficio para el pueblo. Irán caras nuevas u otras ya picadas visiblemente por la viruela política a sentarse al parlamento (...)
En 1958: FUNSA puesta en marcha por sus obreros
“Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”
Lo conocí a León Duarte en uno de los conflictos de finales de la década del 50. No recuerdo si fue en el de 1957 o 1958. Con poco más de veinte años ya estaba al frente del sindicato. A diferencia de Gromaz o de Washington Pérez, Duarte hablaba poco y era más bien distante y hosco. Tenía un temperamento rebelde y, a la vez, era reflexivo y estudioso. En la conducción del gremio demostró que tenía, no sólo coraje sino condiciones de organizador y de estratega en la lucha sindical. En el enfrentamiento con la patronal impulsó el desarrollo de medidas audaces y siempre fue capaz de manejar con racionalidad el factor tiempo.
Durante varios años, el gremio de Funsa se había enfrentado a una patronal de pensamiento conservador y estilo prepotente que no reconocía a la organización sindical. Al frente del Directorio estaba Pedro Sáenz, una figura emblemática del empresario necio e inflexible, con un perfil más acorde con el capataz de una plantación que con el del jefe de una planta industrial moderna como FUNSA era.
Sáenz reclutaba policías o ex soldados y había instalado en el predio vigilancia armada. Se paseaba a caballo, armado, por las explanadas y las instalaciones de la fábrica.
Para formar su organización, los trabajadores tuvieron que luchar muy arduamente, haciendo uso a menudo de la violencia, para que las medidas de acción gremial fueran respetadas y el movimiento no fuera destruido por rompehuelgas o “carneros”.
Uno de los logros del gremio había sido la paulatina incorporación, al sindicato obrero, de los empleados administrativos y los supervisores. Esto permitía conocer exactamente cuál era la situación de la empresa, cuáles eran los compromisos que tenía que cumplir, cuánta era la materia prima disponible, cuándo le convenía una huelga a la empresa y cuándo estaba más vulnerable.
Sabían esperar y cuando se planteaba un conflicto no dejaban un solo flanco indefenso. Actuaban hacia dentro del gremio para consolidar la unidad, hacia la opinión pública, el Parlamento, los demás gremios, el barrio.
De los hechos vividos en 1958, en medio de aquella singular “campaña-electoral-anarquista” una fragmento de discurso me quedó en la memoria: un trabajador de FUNSA, sobre una tribuna, proclama: aquel día, cuando vimos salir el humo negro de las chimeneas de la planta, sentimos que un mundo nuevo nacía.
A raíz de un conflicto sindical grave que el gremio desarrollaba para enfrentar suspensiones y despidos de compañeros, el 9 de octubre se decidió ocupar la fábrica. La patronal respondió con nuevas sanciones por lo que, unos días después, los trabajadores decidieron ponerla en funcionamiento bajo la responsabilidad del sindicato.
Y así se hizo el 21 de octubre, con apoyo de todas las categorías del personal. Era un desafío a muchas cosas. El hecho es que con León Duarte, Washington Pérez, Jacinto Ferreira, Miguel Gromaz, Abelardo Riaño, J.C. Berruzzi, H. Eria, A. Marques, A. Cardozo y los demás compañeros que dirigían el sindicato se desarrolló esta medida singular.
La puesta en marcha de una fábrica grande -en realidad un complejo de fábricas que hacían desde zapatos hasta cubiertas, y desde guantes de goma hasta baterías- con más de dos mil doscientos obreros, es un hecho importante en cualquier parte. Implicaba, para empezar, enfrentar a una patronal reaccionaria y que contaba con grandes apoyos en el gobierno.
Significaba, además, establecer una diferencia con las concepciones del Partido Comunista, la fuerza más cohesionada del sindicalismo en ese período, que no apoyó la medida.
La puesta en marcha de la fábrica sorprendió a la empresa. Al parecer desde el Banco de Seguros se le anunció al Directorio de FUNSA que, con el control en manos de los obreros, los seguros que amparaban a las instalaciones cesaban automáticamente. Al segundo día de estar trabajando bajo control sindical, la empresa dio marcha atrás con los despidos y suspensiones y el conflicto se solucionó. Al menos por unos meses.
Aunque citaba a menudo las palabras de Durruti recogidas por James Joll, que leímos por la misma época, “nosotros creamos la riqueza del mundo, hemos levantado las ciudades y las cosechas y así como creamos podemos destruir, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”, sería un error considerar que en algún momento Duarte fue una suerte de visionario anarquista, un romántico que había perdido contacto con la realidad en que vivía. Por el contrario, la ocupación de la planta y su puesta en marcha por los trabajadores estaba al servicio de una plataforma bien terrena y además de principios. Buscaba lograr el reconocimiento del sindicato por parte de la patronal. Los despidos y suspensiones a los sindicalistas debilitaban la capacidad de lucha del gremio y terminar con eso es lo que se propusieron y lograron los trabajadores en octubre de 1958. Y así de inteligente, peleadora y efectiva fue la línea sindical aplicada en los años que siguieron.
También resultan de interés las ideas de Duarte en materia de relaciones sindicales. Duarte era anarquista, al menos hasta que todos sentimos el impacto de las ideas y de las luchas del Ché. Ello no lo inhibía mantener relaciones con las organizaciones sindicales controladas por el PCU.
El sindicato desarrolló una política intensa de solidaridad con otros gremios y con el movimiento estudiantil. Tuvo una participación activa en todas las medidas de solidaridad con la revolución cubana, con los cañeros de UTAA y con sus dirigentes presos y en todas las instancias centrales decididas por el movimiento sindical para enfrentar las políticas antiobreras de los distintos gobiernos.
Durante todo ese período el sindicato fue económicamente fuerte y esas finanzas contribuyeron al desarrollo del sindicalismo combativo en una cantidad de empresas como SERAL, TEM, Divino, Serratosa, CICCSA, FANAESA, General Electric, la Textil Pedro Sáenz, entre otras.
Aparecía con frecuencia vinculando sus acciones a las de los sindicatos autónomos, muy poderosos en aquellos tiempos previos a la constitución de la CNT.
En cuanto a la cuestión de la unidad, su orientación estaba elaborada de acuerdo a principios que había definido el sindicato y que revelaban una impronta anarcosindicalista, que era la referencia ideológica en que se reconocían.
En un momento tan temprano como el año 1958, concordando son los autónomos de otros gremios, los sindicalistas de FUNSA ya habían definido las tres condiciones bajo las que participarían en la creación de una central única: primero, la no- afiliación a ninguna central internacional (la CSU estaba ligada a los sindicatos norteamericanos y la UGT a los de la URSS a través de la Federación Sindical Mundial (FSM); segundo, la no-existencia de dirigentes rentados en los cargos ejecutivos en la central a crear y, tercero, la incompatibilidad entre el ejercicio de cargos políticos y la pertenencia a las instancias de dirección de los sindicatos.
Cuando, entre 1964 y 1966 se funda la Convención Nacional de Trabajadores, estos tres principios, que la mayoría de los sindicatos autónomos hizo suyos, fueron incorporados al Estatuto.
León Duarte y los compañeros la lista 1 siguieron al frente del sindicato hasta que la dictadura, en 1975, en pleno terrorismo de Estado, asestó un fuerte golpe represivo. Unos meses después, Duarte fue secuestrado y hasta hoy permanece desaparecido.
5 – 1959-1966
Fidel en Montevideo
En 1959 yo formaba parte del equipo de redacción de Lucha Libertaria, dirigido por Gerardo Gatti. Lo integrábamos Elbia Leite, Alfredo Errandonea, Pedro Scarón y Ruben Prieto.
Nos reuníamos semanalmente en el local de la B.A.I.A.(Biblioteca Archivo Internacional Anarquista) en el Palacio Díaz. De ahí salimos, una tarde de abril de 1959, para escuchar, con escepticismo libertario, el discurso de un jefe guerrillero cubano, que llegaba a Uruguay precedido de las albricias de algunas revistas norteamericanas. No estábamos en las primeras filas, pero veíamos y oíamos claramente al orador y su inesperada elocuencia. Esa noche Fidel Castro me convenció de la originalidad y el valor de la revolución que estaba en curso en Cuba.
Una manera de sonreir
La militancia en la FAU, o en AEBU, en esos primeros años sesenta, no nos insumía demasiado tiempo. Una o dos reuniones más o menos breves semanales, alguna asamblea o pleno de tanto en tanto.
Entre nosotros no compartíamos sólo las preocupaciones políticas. Había tiempo para hablar de literatura, de cine, de música, de los hijos.
Gerardo, siempre que podía, se quedaba trabajando en la casa. Más de una vez nos reunimos ahí. Una tarde llegué y su esposa Marta Casal me dijo que estaba en la playa jugando al fútbol con su hijo Daniel, que tendría 7 u 8 años. Jugaba fastidiando con los codos, o con el cuerpo, riendo todo el tiempo, haciendo “moñas” imposibles. Adriana, que tendría 5 o 6 años, era una niña dulce, con una mirada tierna e inteligente. Todos mis recuerdos de aquellos años, y los que siguieron, la evocan sonriente al lado de su madre. La calidez con que aquella niña recibía a los compañeros de su padre, era significativa, e inolvidable. Una manera como sonreían algunos niños en aquella época. Su sonrisa decía, aunque no los conozco demasiado sé que ustedes, los compañeros de mi padre, son personas en las que se puede confiar, son buena gente que lucha, como mi padre, para que este mundo sea mejor.
Era algo mayor que mi hija Paula. Y unos años después, mis hijos y los de Gerardo se conocieron, cuando iban a visitarnos al Cuartel del CGIOR. Paula y Adriana mantuvieron la amistad. Después, ya con sus papás en la clandestinidad, las niñas se siguieron viendo. En 1974, ya a punto de viajar a la Argentina, se encontraron para ir al cine. Fueron al centro a ver una película de los Beattles, “Help”, que les gustó mucho. Después de vieron alguna vez en Buenos Aires. Paula conoció a Ricardo Carpintero, el compañero de Adriana y supo después de su embarazo.
El 8 de abril de 1977 a Adriana Gatti, de diecisiete años, la mataron los militares argentinos en una casa donde vivían unos jóvenes del movimiento peronista montonero. Una notificación médica posterior dice que su cuerpo “presentaba heridas en el cráneo, tórax, abdomen. Destrucción cerebral, hemorragia.”
Estuvo durante varios años desaparecida, pero la búsqueda febril de su madre permitió saber que había sido herida e internada en un Hospital donde falleció. Sus restos fueron encontrados y desde octubre de 1983 están en una tumba en Madrid, a donde los trasladó su madre.
A principios de los años 60
Gerardo era un lector ávido y tenía una cierta formación en literatura clásica.
Una noche me invitó a cenar en su pequeña casa rodeada de un gran jardín, cerca de la rambla. Cuando llegamos con Mauricio, Gerardo ya había encaminado un asado frugal a las brasas que comimos mientras hablábamos de otras cosas. Marta y los niños se fueron a dormir y nosotros nos quedamos hasta tarde hablando y oyendo a Troilo. Con Fiorentino, con Marino. Teníamos un gusto musical parecido. Esa noche le dimos a “Tinta Roja” hasta casi perforar el disco de pasta de 33 RPM.
No es que nos detuviéramos a oír la música, o a los cantores. De ese tango, como me ocurre con casi todos, nunca supe la letra, sólo algunos fragmentos. El tango era el telón de fondo de un tranquilo estar conversando. Noches de reírnos de todo en Malvín, serenas. No precisábamos vino para estar contentos. Hablamos sobre todo de los sindicatos. También de César Vallejo y su “España aparta de mí este cáliz”. En algún momento, un tiempo después, Gerardo me pasó, en préstamo, la hermosa edición de Losada con toda la obra de Vallejo que tuve conmigo hasta que se perdió en una casa allanada. Pedro y sus dos muertes, si España cae, digo, es un decir. Todo eso resonaba en nosotros con fuerza. Apreciábamos al poeta y toda su obra y a la vez sentíamos la tragedia de España y conocíamos a muchos anarquistas que después de la guerra y la cárcel habían llegado a nuestro país. Los “anarquistas edénicos y adámicos” de que hablaba León Felipe. De todo aquello nos sentíamos solidarios y un poco herederos.
Hacía poco la Editorial Proyección había publicado la traducción española del “Homenaje a Cataluña”, el formidable testimonio de George Orwell sobre la guerra y la revolución en España. Aquella epopeya silenciada de los libertarios españoles, a la que con tanto empeño, hasta entonces, y aun después, se negara reconocimiento.
Aquella, o una de aquellas noches, con Gerardo hablamos largamente acerca de la sutil y perversa tragedia de la falta de reconocimiento a la revolución española. Y a otros episodios.
Aunque Gerardo no se definía existencialista ni mucho menos, le interesaron algunos textos de Sartre, sobre todo una conferencia que muchos, entonces, leímos “El existencialismo es un humanismo”.
Gerardo estimaba a la figura de Tersites, de La Ilíada. No explicaba demasiado su simpatía por el antihéroe griego. Las referencias que hace Homero, que no simpatiza nada con Tersites, son breves, están en el canto 2 de La Ilíada. Irreverente, parlanchín, Tersites se enfrenta a los jefes griegos, opina contra las decisiones del rey Agamenón, desafía las encumbradas figuras de la nobleza con su discurso atrevido. No hay que dejarse arrastrar a esta guerra estúpida, demasiado larga y cruel, para satisfacer la vanidad de los príncipes, dice. Los héroes –Aquiles, Ajax, Ulises- lo odian. Y todos ríen cuando Ulises le da unos mamporros en la espalda que le dejan una marca acardenalada.
Tersites cobra otras aristas en un drama de Shakespeare, “Troilo y Cressida”. Aquí expresa una y otra vez su desprecio a la necedad de los héroes griegos, a su falta de inteligencia, a la vanidad que los arrastra a la guerra.
No ha tenido buena prensa, Tersites. Se anticipó y su mirada plebeya, llena de razonable humanidad e imprevista insolencia nos muestra otra actitud ante la aristocracia en el poder y ante los “amos”. El anti-demagogo, el anti-alcahuete. Nuestro héroe emblemático.
El impacto de la revolución cubana
A partir de 1959 el desenvolvimiento de la revolución cubana nos arrastró a una nueva situación. En Uruguay se estaba bien informado acerca de lo que ocurría en Cuba. Desde los inicios del proceso revolucionario habían viajado personas de distintos partidos, sindicalistas, educadores, periodistas. Por sus rasgos, la saga de Fidel, Camilo Cienfuegos y el Ché la percibíamos, en esos años, teñida del estilo “tercerista” y latinoamericano con que nos identificábamos. No aparecía ni la retórica ni las fórmulas que caracterizaban al marxismo-leninismo de los países del bloque socialista. El lenguaje, las imágenes que irradiaban los actos populares, la juventud de los dirigentes y todo lo que se derivaba del discurso revolucionario llevaba a pensar que estábamos ante un planteo renovador que resultaba estimulante.
Paralelamente, como anarquistas, había una identidad, que a partir de nuestro apoyo a la revolución cubana quedaba algo confusa, a la que permanecíamos vinculados.
Granados y Delgado
Si bien no había un movimiento anarquista internacional con el que nos sintiéramos identificados, las luchas de los libertarios españoles seguían teniendo una gran carga afectiva para nosotros. Pertenecíamos, en cierto sentido, a la generación que siguió a la guerra civil. El miércoles 14 de agosto de 1963, cuando en España se anunciaba la aplicación de la pena de muerte por garrote vil a dos jóvenes anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado, unas doscientas personas acudieron a una convocatoria de la FAU frente al consulado de España, en la Plaza Cagancha frente al Nº 1342.
Alrededor de veinte personas subieron a la sede del consulado. Rompieron la puerta, forzaron unas ventanas y colocaron hacia la calle las banderas de la CNT-FAI.
Sucedió que, según cuenta el diario El País, cuando entraron al edificio, pasaba “casualmente” un agente de la Dirección de Inteligencia y Enlace. Los acompañó. Arriba llamó a la policía y señaló a los participantes. Al rato llegó el juez. Mientras los ocupantes lanzaban volantes y coreaban consignas contra Franco y contra la condena a muerte a los jóvenes libertarios, llegó el embajador de España, Conde, y el Cónsul Francisco Miñinara.
Cuando se estaba en una especie de transacción con el Ministro del Interior, Felipe Gil, y el jefe de Policía Ventura Rodríguez, con periodistas y fotógrafos, llegó a la plaza, inesperadamente, otra manifestación. Esta era en solidaridad con los presos políticos paraguayos y de denuncia de los crímenes de Stroessner.
En el Consulado, con la presencia del juez hubo veinte detenidos, de los cuales siete fueron procesados sin prisión.
Unos días después se realizó un acto de repudio al crimen franquista en el que hablaron Jorge García (Federación Autónoma de la Carne) Carlos Fuques, (FEUU) y Carlos Rama, profesor universitario.
Los detenidos de aquel 14 de agosto quedaron, casi de por vida, “a mano” de la policía. Cada vez que el gobierno decidía aplicar las Medidas de Seguridad, los llevaban unas semanas presos. En setiembre de 1969 reencontré a varios de ellos en el Cuartel de San Ramón. Algunos, como Taboada, hacía más de tres meses que estaban presos, sin tener militancia sindical. Del “Gallego” se decía que, cuando le preguntaron por su presencia dentro del consulado de España en 1963, había declarado “que no sabía nada, que había subido a mirar”. Él, dijo, cuando oyó los gritos, “estaba tomando una grapa en el Sorocabana”, la agradable cafetería en la que no se servían bebidas alcohólicas.
El antiimperialismo
En 1959 empecé los cursos de historia en el IPA. En esa época había buenos docentes, intelectuales al día con lo que se publicaba en otras partes. Fue una época de estudio y de descubrimientos: el Tercer Mundo, las luchas antiimperialistas en Indochina y Argelia, las obras de Franz Fanon, los trabajos de Sartre sobre el colonialismo, los ensayos históricos de Vivián Trías.
En poco tiempo se fueron reordenando en mi cabeza algunas ideas. Algunos datos deshilvanados que había recogido aquí y allí. Por ejemplo, las reflexiones que me habían suscitado unas palabras de Real de Azúa. Un día yo estaba vendiendo el folleto de Luce Fabbri “El Camino”, en la puerta del IAVA. Pasó Real y, refiriéndose al contenido del trabajo me dijo, palabra más palabra menos, “es un análisis hecho a partir de principios demasiado generales. Aquí, en América Latina, no podemos perder de vista el efecto que sobre nuestra realidad y nuestra historia ha tenido el imperialismo. Sin eso no se entiende nada, ni se puede proyectar nada”.
Marxismo y anarquismo: la lucha continúa.
Cuando a partir de diciembre de 1961 Fidel se declara marxista-leninista se creó una situación complicada para los anarquistas que apoyábamos la revolución.
Por un lado, desde mi punto de vista, al apoyar esa revolución triunfante y el gobierno que con ella se instalaba, se había agotado nuestra permanencia en el campo de las ideas anarquistas. Eso lo entendí así y actué en consecuencia. Aunque me mantuve en buenas relaciones con Gerardo y los demás compañeros, me aparté del debate orgánico dentro de la FAU que se inició entonces.
Después de la escisión, Gerardo y Duarte impulsaron en la FAU el criterio de participar activamente en las instancias de unidad sindical que venían realizando distintas tendencias políticas y sindicales. Era la etapa de acercamientos que culminaría con la fundación de la CNT en 1964.
Por entonces, comentaba Raúl Cariboni en nuestros “mano a mano” caminando por la ciudad, la decisión es importante, marca un rumbo. Estaremos “con ellos, pero distintos”. El paso, que fue criticado desde revistas y publicaciones anarquistas más o menos ortodoxas, implicaba un giro importante, “copernicano”, decía Gerardo. Era un rompimiento con las posiciones de los que, en función de las divergencias históricas (por cierto graves) y doctrinarias, consideraban una “traición al pensamiento anarquista” incorporarse a sindicatos controlados por los comunistas.
Para nosotros los sindicatos, el programa en común por el que se lucharía y la posibilidad de realización de planes de lucha para el conjunto del movimiento obrero, era una de las claves sustanciales de nuestra estrategia revolucionaria, casi nuestra razón de ser. Actuábamos en el seno de las organizaciones sindicales como propulsores de una determinada línea de acción.
Por entonces, concientes de la existencia de otras organizaciones “de intención revolucionaria”, nos planteábamos ser “un destacamento”. Es decir, un agrupamiento más dentro de una cierta diversidad que se venía dando entre las fuerzas que en Uruguay se situaban en la sintonía de onda prevaleciente en Cuba.
Aportar nuestro esfuerzo en la construcción de la unidad sindical era entonces un paso significativo. Ese paso se dio. Y sus implicancias fueron muchas y duraderas.
Alguien escribió que los sectores que entonces convocaba la FAU eran poco numerosos, con un caudal bastante menor que los “autónomos” de la industria textil o frigorífica. Es cierto. Lo que no se puede perder de vista era el significado simbólico que para los sindicalistas autónomos tenía el hecho de que anarquistas experimentados y resueltos, con una práctica sindical y política combativa y visible, con una contextura ideológica densa y elaborada, dieran su apoyo al proceso de unificación sindical con los comunistas.
Desde aquellos años hemos formado parte de un movimiento sindical unitario y la mayor parte de las veces en condiciones de minoría. Una minoría que estaba obviamente condicionada por decisiones de otros y que aprendió a sobrevivir así. Con la tensión que supone, desde una posición más o menos fundada acatar la opinión de otros en función del interés del sindicato colocado así por encima de los intereses políticos e ideológicos de la organización. Convivir con otras tendencias y discutir con otras concepciones, procurar conducir, o tener gravitación en la conducción, todo eso significó una experiencia importante. Cuando en la segunda mitad de los sesenta la situación del movimiento obrero tendió a radicalizarse, en nuestra manera de pensar ese protagonismo tuvo una gran importancia. En la estrategia revolucionaria que entre nosotros se fue delineando después, papel fundamental en el cambio social le correspondía a la clase obrera o a los sectores más concientes y movilizados de ella. Y por ahí se pensará nuestra estrategia.
Cuando el desarrollo del MLN lo coloque ante un sindicalismo que tiene cada vez más vitalidad, expresamente optará por no desarrollar una orientación propia de acción sindical.
Las definiciones acerca de la estrategia sindical del MLN están contenidas en un documento que, cuando apareció, en mayo de 1968, muchos de los que militábamos en el sindicalismo asignamos importancia. En torno a este aspecto se situarán algunas de nuestras diferencias estratégicas importantes con la concepción que animaba al MLN.
Curiosamente, como veremos, siendo una toma de posición teórica y políticamente significativa, es una referencia de la historia del movimiento tupamaro que no ha sido evocada, ni para reafirmarla ni para reflexionar autocríticamente sobre ella.
El socialismo “chentífico”
No nos sentíamos, de modo alguno, atraídos por el PCU ni por el marxismo soviético. Se exhibió por entonces en Montevideo un film de Mario Monicelli, “Los desconocidos de siempre” o Rufufú. Trabajaban algunos de los más notables actores italianos: Vittorio Gassman, Marcelo Mastroianni, Totó, Renato Salvatore.
La película cuenta de un grupo de ladrones ineptos que intentan un golpe “perfecto” al estilo Rififí. El jefe (Gassman) insiste en que está todo preparado “chentíficamente”.
El robo al Monte Piedad, ingresando por un apartamento lindero, termina cuando descubren que se equivocaron de pared y accedieron no al cofre sino a la cocina del apartamento. El operativo “científico” que los volvería ricos termina con la única apropiación de unas rodajas de mortadela y unos vasos de vino. La fuerza ridiculizadora de la expresión en italiano de “científico” se mantuvo. Entre nosotros se usó abundantemente para oponerse a la concepción en boga del socialismo científico, la nueva sociedad justa y libre, que avenía como resultado inevitable de las contradicciones del sistema capitalista y el avance incontenible del desarrollo económico de la URSS.
A mediados de la década irrumpen las otras guerrillas latinoamericanas y Uruguay se convierte en un ateneo abierto de informaciones y debates. El semanario “Marcha” cumplió entonces un papel excepcional.
Simultáneamente, empezó a llegar a Uruguay un aluvión de propaganda maoísta. Y bastante información de América Latina y de los debates políticos y filosóficos europeos.
La situación económica cambiaba y se empezaba a vivir peor. La militancia sindical en AEBU se fue haciendo más intensa. A lo largo de la década de los sesenta, el proceso inflacionario erosiona el salario real de los trabajadores tanto del sector público como del privado.
Bajo esas condicionantes creció la sindicalización y se ampliaron los movimientos reivindicativos. Los gobiernos blancos se situaron frente al crecimiento de la movilización gremial como si ésta fuera una amenaza ilegítima al orden. Quizá esto se debió al predominio de sus tendencias conservadoras y a la influencia del pensamiento y la acción de los EEUU.
Gremialismo a principios de los 60.
El hecho es que a lo largo de la década Uruguay entró en una dinámica de hierro: inflación creciente, huelgas, represión.
En la Banca Oficial, como en todo el sector de funcionarios públicos los salarios reales bajaron en forma permanente. En el gremio se empezaron a gestar otros estados de ánimo, más críticos con el gobierno, más proclives a la acción gremial reivindicativa. Ya en octubre de 1959, una huelga en la Banca Oficial había sido reprimida con las Medidas Prontas de Seguridad.
Como activista de base, milité en apoyo a la huelga y a las iniciativas de la dirección del gremio. Recuerdo el esfuerzo inteligente y cuidadoso realizado desde la dirección del sindicato para crear una red de información clandestina en los quince días que duró la huelga. Recoger los boletines de la dirección del sindicato, hacer paquetes más pequeños, repartir los paquetes a otros que irían casa por casa. Repartir luego los que me correspondían a mí: tomé toda aquella actividad con seriedad casi solemne. Sentía que –como las pegatinas cuando militaba en la FEUU- eran las conductas indicadas por nuestra manera de pensar.
Aportaba cierta militancia y dinero a tres actividades: el apoyo a la revolución cubana, la solidaridad con las movilizaciones de los cañeros y las finanzas del diario “Época”.
En 1965 hubo un salto importante: la bancarrota de un banco privado, el Trasatlántico, mostró la fragilidad del sistema financiero y el desmedido desarrollo de la actividad especulativa.
Un sector firme y tranquilo de la “familia bancaria” sintió que el piso se movía bajo sus pies. Fue un momento en que miles de personas pasaron de un pensamiento más bien conformista a una actitud crítica, más propensa a escuchar la prédica de la izquierda.
Quien más y mejor actuó en ese terreno fue el PCU, que consiguió convertirse en los años siguientes en la fuerza política más implantada en el gremio bancario. Una vieja agrupación de izquierda, la lista 6, donde militábamos comunistas, socialistas y anarquistas, se dividió.
Los comunistas fueron hacia la otra agrupación tradicional, la lista 3, que a su vez se escindió entre un sector integrado por comunistas y aliados por un lado, (que mantuvieron el número 3) y otro más apolítico, la lista 55.
Las reuniones de la lista 10 y luego 19 (que después, en 1968, se uniría con la 55 para formar la 1955) eran animadas y numerosas. A menudo se juntaban cuarenta o cincuenta personas. Nos reuníamos en la sede de AEBU, Buenos Aires 344 o en el piso alto de un restaurante céntrico, “Al ritrovo degli amici”, en la calle Rondeau y Cerro Largo.
Sentíamos que estábamos participando en algo que iba más allá de una reivindicación salarial, en una movilización que, bajo una forma u otra, se extendía por toda América Latina.
Aproximaciones al marxismo
El proceso de acercamiento al marxismo se dio de manera gradual, desde más de una fuente. La influencia principal, provenía de lo que se iba sabiendo de las posiciones del Partido Comunista de Cuba. En los trabajos que se publicaban en la revista “Pensamiento Crítico” surgía una visión del marxismo que ponía el acento en la crítica a las desviaciones burocráticas.
Se rescataban los escritos de Lenin sobre el Estado y en general toda la literatura marxista que cuestionaba las interpretaciones economicistas. En esa crítica al Estado había también referencias a los límites infranqueables a la democracia que imponían los regímenes de economía capitalista.
Otra línea de aproximación provenía de la lectura que Pedro Scarón realizaba de los clásicos, especialmente de Marx en “El Capital”. Con su erudición, Perico trabajaba en una línea de reconciliación del anarquismo revolucionario con el marxismo. Rescató no sólo los componentes revolucionarios de la experiencia y la literatura marxista europea, también el período de acercamiento de los anarquistas uruguayos a la revolución rusa, la publicación de “La Batalla”, las figuras de María Collazo, los Marzovillo y Roberto Cotelo y la etapa en que una parte del anarco-sindicalismo se alió con los comunistas uruguayos para formar la Unión Sindical Uruguaya (USU), en los años que siguieron a la revolución de 1917.
Una tercera línea, la más influyente, se desarrolló impulsada por Raúl Cariboni y sus estudios sobre Louis Althusser y Nikos Poulantzas.
Estas aproximaciones no eran excluyentes, al menos no las vivíamos como tales. No hicimos, por falta de fuerza intelectual y científica, ningún intento por deslindar tal o cual campo teórico.
La reorganización de la FAU
A fines de 1966, Raúl Cariboni y Gerardo Gatti me convocaron con cierta formalidad a una reunión en el bar “Jauja” de la calle Bartolomé Mitre. Nos gustaba el lugar, inmenso y, durante el día, casi desierto, con sus pisos de madera polvorientos, los grandes ventanales a la calle y sus mesas y sillas de madera. Como, con un poco de imaginación, se parecía a las galerías de un viejo palacio, Gerardo lo había bautizado como Smolny, por la sede del gobierno en los primeros pasos de la revolución bolchevique.
Conversamos, me explicaron lo que se proponían: una organización no federal sino centralizada, sobre la base de “frentes” (sindical, estudiantil, de propaganda), con un secretariado ejecutivo.
Di mis puntos de vista. Mi simpatía o “conversión” al marxismo vía Cuba y mi opción por el trabajo sindical. De todos modos quedé vinculado al proyecto. Ya había culminado la larga discusión interna en la FAU sobre el apoyo o no al gobierno revolucionario cubano.
Gerardo y Duarte estaban al frente del grupo que resultó mayoritario y quedó con el nombre de FAU. Me sentía bien no habiendo participado de un debate que tuvo desgarramientos dolorosos, inexplicables en cierto sentido.
Como resultado de las divergencias los anarquistas ortodoxos, en sus distintas corrientes, se había apartado y formado otra organización. Entre los que se fueron, por razones que me resultaban comprensibles aunque no las compartiera, estaba un sector importante de estudiantes y docentes de la Escuela de Bellas Artes, otro de docentes, médicos y estudiantes de medicina, los compañeros agrupados en torno a Luce Fabbri y su compañero Ermáncora Cressatti y el grupo de la Comunidad del Sur. Más tarde, cuando en el país la situación de endureció y polarizó, con la mayoría de esos compañeros hubo acercamientos importantes.
A partir de 1966, Gerardo -que había militado intensamente en el Sindicato de Artes Gráficas y desde ahí cumplió un papel importante en la creación de la CNT - se dedicó casi exclusivamente a la tarea de crear y fortalecer a la organización política FAU y luego sus dos “patas” sindical (ROE) y de acción directa, “R” primero y OPR33, después. * Nota
* Nota al pié. El primer alias que le conocía a Gerardo fue Carril. Durante un tiempo creí que esa elección representaba una suerte de reconocimiento hacia los primeros luchadores anarquistas y anarco-sindicalistas que Gerardo solía aludir respetuosamente como los fundadores de las primeras organizaciones sindicales.
Era así, en parte. Carril simbolizaba más que eso. El anarco-sindicalista Ricardo Carril había sido un joven y destacado dirigente de la FORU (Federación Obrera Regional Uruguaya), donde había desempeñado con mucha eficacia tareas de agitación y propaganda.
Como pasó con muchos sindicalistas de ese origen en el Río de la Plata, Carril vio en la revolución bolchevique un paso trascendente en las luchas por la emancipación de los trabajadores. Sin haberse incorporado al Partido Comunista, empezó no obstante, a participar de instancias “unionistas”, así se definían, con los comunistas que actuaban en los sindicatos.
Ricardo Carril murió a los 26 años de edad, el 17 de octubre de 1923, a consecuencias de una herida de bala provocada por un disparo que, según todo parece indicar, hizo un militante anarquista de los llamados “anti-dictadores”, que desde las posiciones ortodoxas se oponían a la “dictadura” de los bolcheviques en Rusia.
(Fin de la nota al pie)
Gatti tenía algunas condiciones excepcionales. Para empezar, su capacidad de trabajo. Era un lector atento, sobre todo de las cuestiones políticas e ideológicas más importantes que en esos tiempos surgían pródigamente en América Latina. Además de lector y analista tenía una gran disposición para la acción política.
Para el diálogo político era sumamente convincente hablando mano a mano o en reuniones pequeñas. Como militante sindical en el gremio gráfico había pertenecido a la lista 3 que era minoritaria, pero las demás corrientes, reconociendo su capacidad de trabajo y su inteligencia, lo habían designado, en 1964, representante ante la CNT, y así fue uno de sus fundadores en setiembre de aquel año.
Con su cultura humanística y su sentido del humor, Gatti era un dirigente inusual tanto en el campo sindical como político.
Normalmente era cordial y a la vez empecinado para alcanzar lo que se proponía. Cuando había definido una meta, era difícil que cambiara de opinión. Como pocas personas que he conocido, moldeó su vida de acuerdo a sus convicciones y empleó para eso una tenaz voluntad. Cuando lo conocí, a mediados de los cincuenta, tenía un empleo en el Ministerio de Hacienda, en una oficina de Ganancias Elevadas, que funcionaba en el Palacio Salvo.
Como se proponía ser un militante de la clase obrera, dejó ese empleo seguro y se puso a trabajar como gráfico. Para eso, aprendió el oficio de linotipista y desde esa condición ingresó a la industria y después al Sindicato de Artes Gráficas.
La organización y las transformaciones que llevó adelante la FAU en los años 60 y que desembocaron en la fundación del PVP fueron, básicamente, obra suya.
Un tiempo después de aquella conversación en el “Smolny” se alquiló un local en la calle Misiones entre Buenos Aires y Reconquista. Era un enorme sótano que rápidamente se acondicionó para la realización reuniones y conferencias. Se trasladó a ese local el patrimonio de libros y revistas de la BAIA que hasta entonces había estado en el Palacio Díaz.
Con buen gusto y austeridad, el local resultaba confortable y en algunas conferencias públicas que se dieron en 1966 y 1967 se acercó un buen número de personas.
Junto con Gerardo, más en la conformación de nuestro pensamiento y nuestra línea política que en los aspectos organizativos y prácticos, cumplió un papel fundamental Raúl Cariboni.
Raúl Cariboni
A partir de 1966 se había reanudado la amistad con Raúl Cariboni Da Silva, a quien había conocido a fines de los 50, y luego tratado en los primeros años del IPA.
Raúl era medio hermano de Héctor Pío Rodríguez Da Silva, (“Pilolo”), el dirigente obrero textil fundador de los GAU. Mantenían una buena relación personal pese a algunas diferencias políticas.
Raúl, nacido en 1930 o 1931, había militado en el P.C. hasta comienzos de la década del 50. Le habían asignado ciertas responsabilidades en la influyente Departamental de Montevideo. Lector asiduo y atento tenía una memoria extraordinaria y un riguroso espíritu crítico. Se había formado una cierta cultura marxista, con mucha lectura de Lenin, dentro de los cánones limitados que se manejaban en aquella época del comunismo prearismendiano.
Rompió con el PCU, a principios de los 50, un poco después de los choques en el gremio textil que terminaron con la separación de Héctor y con los dramáticos encontronazos que siguieron entre la UGT, controlada por el PCU, y los autónomos.
Raúl se acercó a las Juventudes Libertarias, pero no militó con mucha intensidad hasta 1966, cuando las corrientes internas de la FAU se habían decantado y los anarquistas ortodoxos habían dejado la FAU para formar la Alianza Libertaria.
A mediados de los 50 ingresó al IPA, donde cursó historia. Fue uno de los estudiantes más brillantes, por esos años, cuando estaba estudiando allí gente muy valiosa.
A principios de los 60, había viajado a Venezuela y durante dos años dio clases en Maracaibo. Cuando volvió, Juan Pivel Devoto, que había sido su profesor de Historia Americana en el IPA, lo convocó para la CIDE y Raúl tuvo la responsabilidad de realizar la investigación sobre educación de aquel informe por tantas razones importante.
Hablábamos caminando por las calles de Montevideo. De a ratos, entrábamos un bar para un café o una “grapa” y seguíamos las tres, cuatro o cinco horas de paseo que duraba cada entrevista.
Hablaba casi siempre Raúl. Era capaz de describir el contenido de un libro durante horas, sin omitir matices o detalles significativos de la obra y a menudo usando sus propias palabras. Leía sobre todo historia y literatura marxista. Fue el que entre nosotros descubrió y explicó a Gramsci y después a Althusser y Poulantzas.
Sostenía que nuestro trabajo con el marxismo, nuestro empleo de algunas herramientas conceptuales de esa fuente, era bueno porque habíamos accedido lentamente, con desconfianza. “Llegamos al marxismo sin el miriñaque de ninguna concepción ya totalmente constituida, como podían ser la maoísta o la soviética, sino probando cada paso, criticando conceptos y líneas de acción sin tener compromisos políticos o doctrinarios con tal o cual partido o estado”.
En las largas conversaciones con Raúl, en general, la pauta predominante era el comentario exhaustivo y la extrema precisión de los detalles sobre un trasfondo sarcástico. Siempre desde un discurso aparentemente neutro, casi descriptivo, sin énfasis, que culminaba en alguna conclusión irónica.
“La paciencia y la ironía”, como virtudes revolucionarias, recordaba de Malraux. Hablábamos poco de otros temas.
Otras cuestiones, las que pueden tener en común dos amigos, cuando surgían, estaban también envueltas en el fraseo irónico. Nos reímos siempre de nosotros mismos. De nosotros como militantes políticos, de la organización que intentábamos construir.
Cariboni y el esfuerzo por pensar y actuar con coherencia.
“Sin línea para el trabajo teórico, una organización, por grande que sea es zarandeada por circunstancias que ella no condiciona ni comprende.” (Cariboni, Teoría, ideología y práctica política. 1971)
Raúl emprendió con tenacidad el desarrollo de un pensamiento propio, a partir de una base marxista, desde una posición creativa, crítica, implantada en las condiciones uruguayas.
Ponía el acento en la necesidad de estudiar la realidad del país. Desde entonces bregó por “pensar adecuadamente la coyuntura a partir de ordenar los datos que se producen, en montón, sobre la realidad”.
Ponía el énfasis en “la necesidad de pensar con coherencia” para lo cual se requería un “conjunto de conceptos articulados entre sí. (...) Un sistema de conceptos, una teoría. Sin teoría, sostenía, se corre el riesgo de pensar cada problema solo, aisladamente, a partir de puntos de vista que pueden ser diferentes en cada caso. O, en base, a subjetividades, pálpitos, embalajes, etcétera.”
En un momento en que predominaba en la mayoría de nosotros una valoración de lo espontáneo, Cariboni puso insistentemente en la discusión la necesidad de un programa para la FAU. Y sostenía que “para proponer un programa hay que conocer la realidad económica, política, ideológica de nuestro país. Lo mismo para formular una línea política suficientemente clara (...) Si se conoce poco y mal no habrá programa y sólo podrá haber una línea muy general, muy difícil de concretar en cada lugar que el partido trabaje.
Si no hay una línea política clara y concreta no hay práctica política eficaz. La voluntad política del partido corre el riesgo de diluirse. El “voluntarismo” se convierte en hacer con buena voluntad lo que va saliendo. Pero no se incide de modo determinante sobre los acontecimientos, sobre la base de su previsión aproximada. Se es determinado por ellos y ante ellos se actúa espontáneamente.
Sin línea para el trabajo teórico una organización, por grande que sea es zarandeada por circunstancias que ella no condiciona ni comprende. (...) Para conocer se necesita teoría. (...) Precisamos tener un método para tratar los datos. (...) (Un cuadro) conceptual que permita vincular unas cosas con otras según un orden sistemático, coherente y que nos sirva para lo que queremos hacer como militantes del partido. Que no acerque ejemplos de cómo trabajan con esos esquemas conceptuales otros que actúan en otras realidades. (...) Aquí no vamos a inventar esquemas teóricos a partir de cero. No vamos a crear una nueva teoría en todos sus términos. Esto es así por el atraso general del medio y de sus instituciones especializadas y nuestra escasa disponibilidad para emprender esa tarea. (...) Tenemos que tomar la teoría tal como se está elaborando, analizándola críticamente. No podemos aceptar cualquier teoría con ojos cerrados, sin crítica, como si fuera un dogma.
Queremos realizar una transformación total en nuestro país y no vamos a adoptar para pensar las teorías que han creado los burgueses. Con conceptos burgueses vamos a pensar como quieren que pensemos los burgueses. (...) Entre los elementos que incluyen las diferentes corrientes de la corriente socialista, vamos a tomar elementos de las que mejor nos sirvan (...) para pensar revolucionariamente al país, la región u otras regiones y experiencias.”
Un pensamiento crítico
Cuando analizaba la realidad política, Cariboni procuraba levantar la mira por encima de los factores circunstanciales. Trataba de comprender los elementos teóricos que inspiraban tales o cuales prácticas políticas. Cuando se apartó del PCU lo hizo a partir de captar “desde adentro” de la visión teórica que lo inspiraba los elementos que resultaban inconsecuentes, discontinuos o contradictorios. En ese caso, la apelación “mítica” a la insurrección obrera y unas prácticas de masas que no en nada contribuían a prepararla.
Cuando a fines de los años 60 se desarrolle en nuestro país la guerrilla urbana protagonizada por el MLN, Cariboni procurará primero entender los soportes teóricos de la concepción que definía como “foquista” y luego, razonando a partir de esa visión, mostrar errores y las discontinuidades de ese pensamiento.
En 1985, después de más de 13 años de separación por su prisión y nuestro exilio, después de que todo nuestro proyecto y nuestros sueños habían sido derrotados, cuando nuestros amigos más queridos ya no estaban (Gerardo, Duarte, Gustavo Inzaurralde) el humus desde el que se construía el diálogo era todavía el de la verdad desnuda, la ironía, el sarcasmo. Y el intento de pensar la realidad con arreglo a conceptos claros, unidos a través de una teoría coherente, para poder llevar adelante una práctica política adecuada. Ahora, en 1985, después de tantas derrotas, lo mismo, con un trasfondo de tristeza.
Sumamente reservado en lo referido a su vida personal, Cariboni era cordial y cuidadoso en el cultivo de sus amistades. Dejó amigos verdaderos en todos los lugares que actuó, desde el Liceo de Durazno a la ciudad de Maracaibo y desde el IPA, la CIDE al Penal de Libertad. Era un docente concienzudo y paciente y suscitaba una simpatía excepcional entre los alumnos. En la Cárcel promovió y ayudó al desarrollo de cursos (lógicamente clandestinos) de teoría marxista, y lograba que los compañeros, aún los que tenían menos formación libresca, avanzaran en la comprensión de problemas complejos y difíciles en materia de pensamiento.
Argentinos perseguidos
En 1967, la dirección del MLN con la que teníamos una relación orgánica estable, nos pidió que “guardáramos” a un compañero argentino que estaba perseguido en su país. A partir de ahí conocí a José Luis Nell Tachi (“Guillermo”). Lo dejé en la casa de un matrimonio amigo que le dieron hospedaje.
Después llegaron otros porteños vinculados al mismo caso. Nell tenía bastante experiencia y sintió que Montevideo era un lugar distendido y sin riesgos. Cuando fue detenido, en julio de 1967, llevaba anotada la dirección donde se alojaba.
Tras él marchamos varios al Departamento de Inteligencia y Enlace de la Jefatura de Policía de Montevideo. Tres o cuatro días tensos e ilustrativos. No fuimos golpeados ni hubo maltratos.
Como a esa altura yo tenía una militancia sindical reconocida, los dirigentes de AEBU se entrevistaron con el Ministro del Interior (Legnani). Estuvimos cuatro días (viernes, sábado, domingo, lunes) detenidos en la Jefatura de Policía de Montevideo interrogados por Alejandro Otero y su lugarteniente Fontana.
Fui el último en ser interrogado. Los demás compañeros estaban incomunicados en sus celdas y, después de interrogarme, tanto Otero como Fontana salieron de la oficina. Al final, un hombre corpulento, con un acento extranjero que podría haber sido norteamericano, que, pese a que adentro estaba templado, no se había quitado un abrigo oscuro, se dedicó a trasmitirme una serie de curiosas afirmaciones.
Habló con calma, casi sonriendo. La guerrilla griega, me dijo, era la más poderosa de Europa. Estaba controlada por los comunistas. Bien armados, con experiencia de muchos años luchando contra la invasión nazi. Al final los derrotamos, ¿sabe por qué?. Porque hubo un arreglo con Stalin y los entregó. Así que ya sabe. Averigüe si lo que le dije fue así o no.
6 1968
Presidente de AEBU Banca Oficial
En abril de 1968, la lista 19 que habíamos formado en AEBU consiguió ganar las elecciones en el Sector de la Banca Oficial por diez votos, en alrededor de 3 mil. Resulté elegido presidente como primer titular de la lista más votada.
Ya había un conflicto salarial en marcha. Los dos o tres últimos años, de mucha conflictividad, habían acentuado las discrepancias entre nosotros y el PCU.
En el Consejo de Banca Oficial formamos mayoría con los representantes de la lista 55, que provenían de una corriente menos politizada, más “gremialista” y en la que militaban algunos católicos que los tiempos y los cambios en la Iglesia contribuirían a radicalizar. (Horacio Ramos, Julio Listre, “Lalo” Gallinares, Víctor Semproni, Ayala, Raúl Brusco, Miguel Salsamendi)
Impulsamos un estilo de asambleas frecuentes. Cada diez o quince días. Casi inevitablemente en las reuniones del Consejo Directivo y en las asambleas generales se discutía con los sindicalistas vinculados al PCU.
Por lo general nuestras propuestas eran más sencillas, transparentes y radicalizadas. Al mismo tiempo, reflejaban una visión de conjunto con menos registro de los matices tácticos que la de los sindicalistas del PCU agrupados en la lista 3.
Las tesituras de la 3 -que trataban de administrar la conflictividad evitando la confrontación- eran más rutinarias y con más retórica política que las nuestras.
En aquel momento en que la inflación se devoraba los salarios de todo el sector público, impulsamos la profundización del conflicto con el propósito de buscar un “entronque” con las movilizaciones de los demás trabajadores del sector público.
Intentábamos que la movilización se encarara como una lucha del conjunto del movimiento, en la medida que lo que estaba planteado era el rechazo a la política que imponía el FMI.
El gobierno respondió con un decreto de implantación de Medidas Prontas de Seguridad, el 13 de junio, que se hizo público en momentos que la Asamblea General del gremio estaba reunida en el Palacio Peñarol.
Ese día empezó para mí un ciclo de persecuciones que se prolongaría durante bastante tiempo. La policía fue a buscarme a la casa de mis padres y pasé a una suerte de clandestinidad tácita, es decir, sin requerimiento público.
Como el conflicto en la Banca Oficial continuaba, el gobierno decretó la militarización de los trabajadores de algunas secciones y departamentos en el Banco Central y el República.
Si bien en ese invierno de 1968 no se podía decir que hubiera violaciones a los derechos humanos en los cuarteles de la magnitud que tuvieron después, la militarización de empleados civiles que significaba la ida a los cuarteles y la puesta en conocimiento del “estado militar” que se adquiría, provocó un impacto fuerte en los trabajadores.
De los locales del Banco República, cientos de compañeros fueron llevados a los cuarteles en camiones del Ejército.
No se les imputaba ningún delito, salvo cumplir con las decisiones sindicales.
Entre agosto y septiembre de 1968 el país, para una parte grande de su gente, pasó un límite: el asesinato de estudiantes desarmados en las calles (Líber Arce, Susana Pintos, Hugo de los Santos) resonó como la señal de unos tiempos sombríos, de indignación y de lucha. También de miedo. Un miedo que se vivía de distintas manera.
La tortura a los presos políticos, primeras noticias.
En 1968 se conoció una entrevista de Eduardo Galeano a Jorge Rulli, un dirigente del ala combativa del peronismo en la clandestinidad. El texto, publicado inicialmente en Marcha, que ocupa unas nueve páginas del libro “Crónicas latinoamericanas” que el autor publicó en 1972, constituyó para mí, y creo que para otros compañeros, un testimonio terrible y aleccionador.
Cuenta Rulli que “Ahora me sorprende la frialdad que tuve, esa cosa fría en el fondo que me permitió razonar en medio de la locura que era aquello. Yo había conversado con mucha gente torturada, cuando había estado en la cárcel. Algunos tipos tratan de no plantearse este problema, no lo asumen, pero yo sabía que en cualquier momento podría ocurrirme. Aprendí que un tipo, en manos de la policía puede defenderse, puede hacer un plan y cumplirlo, que es posible engañar al enemigo, pelear contra él, combatirlo incluso en una mesa de tortura.” Y agrega: “ Sentía a aquellos subhombres tratando de romperme, de quebrarme la conciencia, y medía todo, sabía todo, estaba más lúcido que nunca. Sabía que mi relación con mi mujer se hubiera terminado. Mi relación con mi propia hija se hubiera terminado. Mi relación con los compañeros. No habría podido mirar más a la cara a ninguno”. (Página 123)
Rulli fue casi destrozado por las torturas bestiales que le infligieron en una comisaría de la provincia. Con el apoyo de sus compañeros peronistas logró la libertad y, un tiempo después y con la salud restablecida, se reincorporó a la resistencia peronista. Lo volveremos a ver.
En el invierno de 1968, el MLN había empezado a recoger una parte creciente de la disconformidad existente. Algunas acciones de “propaganda por los hechos” o de recaudación realizadas por militantes de la FAU fueron presentadas por la prensa como realizadas por los tupamaros. Esto llevó a pensar que era necesario poner una identificación a las muestras propias de esa línea de acción, “una firma”.
Hubo vacilaciones en la forma de resolver ese aspecto, por cierto nada trivial. Primero se firmó R (de Resistencia, también de rebeldía y revolución), después CAP (algo así como comandos de acción popular) y, desde 1971, OPR 33 (Organización Popular Revolucionaria) .
Como, además, nuestra estrategia se basaba en el carácter inevitable de un desenlace armado en el proceso de la revolución antiimperialista y socialista, el desarrollo de esa “pata” tenía una importancia fundamental.
La actuación del gobierno, la audacia y energía que puso para ponerle un rumbo conservador y autoritario al país empujaba a la radicalización. El entorno más inmediato constituido por el ala izquierda del movimiento obrero y estudiantil iba también en ese sentido.
La ROE
En ese período se fue desarrollando la ROE, que no tuvo ni un día preciso de aparición ni un programa específico, ni un estatuto o reglamento. Fundarla fue más bien ponerle nombre a un núcleo de treinta o cuarenta grupos sindicales y estudiantiles (de secundaria y de UTU y en menor grado de la Universidad) y algunas centenas de militantes sueltos que coordinaban en el campo sindical.
Inicialmente, la coordinación se había limitado a un intercambio de información sobre la situación en cada lugar y las posiciones que se sustentaban en las discusiones dentro de la CNT y, al mismo tiempo, la coordinación de acciones de solidaridad con las luchas de los gremios.
En el curso del año 1968, aunque estábamos absortos con las tensiones y luchas que se desarrollaban en Uruguay, también llegaron los ecos de la agitación en Francia.
Dentro de la ROE (y fuera) se dio una discusión interesante a partir de las afirmaciones de Marcuse, uno de los inspiradores intelectuales del “mayo francés”, que señalaban el proceso de “integración de la clase obrera” a las sociedades de consumo. A partir de ahí el filósofo jerarquizaba el papel de los estudiantes y los marginales como “sujetos revolucionarios”. De hecho, el movimiento revolucionario, sostenía, está vanguardizado por los estudiantes.
En el mejor de los casos los trabajadores se han “plegado” a las iniciativas de esta vanguardia. El enfoque tuvo cierto eco en Montevideo.
También aquí, la presencia estudiantil en la calle, el crecimiento vertiginoso de su organización y sus enfrentamientos constantes con la represión la habían trasformado en un factor de enorme peso en el conjunto de la movilización popular.
Algunos compañeros del sector estudiantil de la ROE en Magisterio, sobre todo Hugo Casariego, quizás el más “sesenta-y-ochista” de los militantes de la ROE, se mostraba influido por las tesis de Marcuse, probablemente sin haber leído directamente los textos del alemán.
El asunto se discutió con animación. La mayoría no estábamos de acuerdo con la idea del movimiento estudiantil como “vanguardia”. Sí acerca de la importancia de su función como animador y como factor desencadenante de la protesta y la rebeldía.
Cuando esto se discutía con compañeros del PCU, por lo general sus dirigentes recurrían a los textos clásicos que indicaban a la clase obrera como la vanguardia y al Partido Comunista como “el partido de la clase obrera”.
Sin una doctrina “acabada”, desde nuestras incertidumbres teóricas, en la ROE se discutió básicamente a partir de la experiencia.
Tanto Gatti como Duarte habían sido dirigentes principales y fundadores de la CNT. Los dos tenían una cultura sindical sólida, nacida de su experiencia. Reflexionaban desde la óptica de un sindicalismo que intentaba avanzar a una acción de alcance nacional y con perspectiva política.
Las tesis de Marcuse no nos convencieron, pero eso no nos acercó a las posiciones del PCU.
Gustavo Inzaurralde Melgar
Maestro, había tenido mucha influencia entre los estudiantes de magisterio. Fue detenido en agosto de 1970 y procesado por presunta colaboración con la OPR33. Estuvo encarcelado en el Penal de Punta Carretas unos meses y, en 1971, de acuerdo a la “opción constitucional”, viajó a Chile.
Enseguida consiguió trabajo en una fábrica. La agitación política que siguió al triunfo de la Unidad Popular, en octubre de 1970, la vivió en ese lugar de trabajo. Se vinculó al sindicato. En las condiciones de Chile eso era vincularse también a las organizaciones de base de la Unidad Popular.
El “Ñato” Inzaurralde (tenía la nariz achatada como un boxeador) vivió con intensidad esa experiencia en un comité de fábrica. Apoyó en forma consciente a la U.P. y repensó toda la línea política de nuestra organización con respecto al Frente Amplio.
Concluyó que en nuestro caso había sido un error habernos marginado de la conjunción de fuerzas de izquierda plasmada en el Frente Amplio. Estuvo entre los que en el Congreso de 1975 defendieron ese criterio sustentado por algunos de nosotros.
Roger Julien
Roger y su compañera Victoria Grisonas, pertenecían a la vertiente de compañeros que provenía de la Escuela Nacional Bellas Artes. No sé exactamente cuantos años cursó, pero buena parte de sus amigos eran artistas plásticos.
Tenía constancia y una enorme capacidad de trabajo, un singular sentido del humor y cierta ingenuidad para analizar a las personas y las situaciones. En 1969 fue preso y torturado brutalmente, al punto que perdió parcialmente el oído. Después participó de la fuga de setiembre de 1971 organizada por el MLN y de inmediato se reincorporó a la actividad política. A lo largo de sus muchos años de militancia dio una cantidad de muestras de su empeño, de su actitud solidaria y de su coraje.
En 1974 había algunos compañeros presos en Argentina. Habían ocurrido ciertos desencuentros y la organización estaba en falta con ellos. Se decidió que algún responsable los visitara en la cárcel. Aunque estaba viviendo con documentos “caseros”, y era un fugado de un penal uruguayo, Roger se propuso para ser él quien concurriera. Insistió y así lo hizo. El episodio terminó bien, aunque a los compañeros presos la decisión de la dirección no les pareció adecuada.
El FER
En un período breve entre 1968 y 1971 hubo un espectacular crecimiento de la presencia estudiantil en la calle, y en todas las movilizaciones políticas y sindicales.
En el IAVA se dio un fenómeno, en cierto sentido único, de organización y efervescencia política, avidez por las cuestiones históricas, teóricas, audacia en ese terreno unida a una gran voluntad de agitación y acción. Un gran número de jóvenes que habían terminado el primer ciclo de secundaria, entre los 15 y los 18 años, que leían con avidez textos referidos a la revolución cubana o la revolución rusa o al estalinismo o a la revolución china y que, además, estaban más o menos informados de lo que pasaba en el país.
La mayoría simpatizaba con el MLN y a partir de ahí un sector de militantes del FER (Frente Estudiantil Revolucionario) empezó a cuestionar la estrategia foquista que esa organización impulsaba.
Se abrió un debate interno que por su contenido global pronto se desarrolló también fuera del MLN. Cientos de jóvenes participaron, de un modo u otro, en esas discusiones. En ese cuadro hubo un perfil generacional marcado por el “punto de inflexión” a que había llegado la lucha política y social en el país en esos años.
Para ellos y, en cierto sentido, para nosotros, la situación se presentaba influida por el hecho de que, frente a la actitud del gobierno, tanta gente que apreciábamos estaba tan indignada que sentíamos que había llegado el momento de hacer algo contra eso. Algo nuevo, más efectivo y enérgico que la simple respuesta declarativa.
Veíamos que la derecha alcanzaba varios de sus objetivos debilitando al movimiento y que, desde este lado, por parte de las direcciones “responsables”, había vacilaciones en el momento en que se necesitaba intensificar las luchas.
La crítica a los “vacilantes de todo tipo”, nacida de la pluma de Raúl Cariboni, se convirtió en uno de los estribillos de nuestra prédica en Las Cartas de FAU, que se editaron y distribuyeron todas las semanas sin interrupción entre el 13 de junio de 1968 y febrero de 1971
El 23 de setiembre de 1968
La agitación estudiantil en defensa de las libertades y de la autonomía de la Universidad seguía en las calles. En los bancos, con decenas de destituidos, procurábamos reunir fuerzas para lanzar nuevas movilizaciones de protesta.
Una noche, con ese aire agradable de la primavera montevideana, salimos de una reunión sindical. Íbamos Anselmo García, Juan Carlos Berriel y yo. Nos habíamos reunido en la casa de un compañero cerca del Parque Rodó y nos sentamos en un bar en la calle Gonzalo Ramírez, frente a los altos árboles del paraíso y los plátanos de sombra del parque. Todo parecía tranquilo ahí.
Durante esos años de medidas de seguridad e incertidumbres tuve la constancia de llamar diariamente a la casa de mis padres. Por lo general me atendía mi madre que había estado oyendo las informaciones radiales y me hacía un resumen de lo que más importaba. Esa información fidedigna y precisa me resultaba importante cuando andaba horas y horas en las calles.
Esa noche, una de las más sangrientas de esos años, la policía de Montevideo había ensayado un nuevo tipo de arma, una escopeta lanza cartucho, contra una manifestación estudiantil.
Hablé con mi madre mientras Anselmo y Berriel esperaban en la mesa que el mozo nos alcanzara las copas que habíamos pedido.
Habían herido gravemente a muchos estudiantes en las manifestaciones de la tarde, me dijo. Una había muerto, Susana Pintos; otro estaba en estado desesperante, Hugo de los Santos. Recuerdo el dolor y la indignación de aquella noche. La desesperación ante la injusticia de aquellas muertes jóvenes.
Divergencias con el Partido Comunista
Como queda dicho, en esos años teníamos bastantes divergencias con el PCU. Además de las diferencias de línea política y las distintas concepciones estratégicas en las que creíamos, existía una dificultad para discutir, para examinar los hechos y las distintas posiciones. Los comunistas estaban convencidos de que la historia les daba la razón. La humanidad, creían, avanzaba, inexorablemente, hacia el socialismo.
El PCU, sostenían, era el partido de la clase obrera, “la única interesada, hasta sus últimas consecuencias, en llevar adelante la revolución socialista”.
Para esas afirmaciones había una validación palmaria: se avanzaba tras los pasos y la conducción de la Unión Soviética y su Partido Comunista.
La inevitabilidad del socialismo, el marxismo del PCUS como guía científica, la propia noción de ciencia, tal como se formulaba, nos resultaba intragable. Para quienes se sentían del lado bueno de la historia, que veían día a día avalados sus pensamientos, dichos y hechos por la autoridad de “la patria del socialismo” y su presencia rampante en el mundo, era difícil aceptar nuestra posición crítica, nuestra lectura distinta.
Muchos años en esa cultura habían generado, en varias camadas de militantes que ingresaban y se formaban en el PCU, una mentalidad poco dispuesta al examen crítico de las cuestiones. Los argumentos “de autoridad” política, histórica, prevalecían sobre los que podían surgir de discusiones a propósito de la experiencia uruguaya. La convicción de pertenecer al bando triunfante, se instaló en muchos compañeros. El circuito se había venido a cerrar, paradójicamente, de manera más hermética en la medida que algunos mensajes de las autoridades revolucionarias cubanas aparecían como coincidiendo con los puntos de vista de los comunistas de la URSS.
El optimismo visceral, incorporado a los cimientos más profundos de la personalidad, influía para que los militantes se volvieran inaccesibles a la reflexión crítica.
Cuando, hacia 1966-67, apareció con cierta claridad la existencia de diferencias estratégicas importantes entre los comunistas cubanos y los europeos, nos sentimos más cerca de la posición cubana.
El PCU se había colocado, a diferencia de otros de América Latina, en una posición inteligente de proximidad con las posiciones de Fidel y del Ché y, al mismo tiempo, de aceptación del modelo y del liderazgo mundial del PCUS.
No era fácil, entonces, entenderse con un partido cuyos militantes sentían que tenían respuestas para todos los problemas y que esas respuestas estaban “confirmadas por la vida”: la URSS, Cuba, el movimiento comunista internacional y la guerra de Vietnam, entre otros.
En nuestras charlas a menudo callejeras, Cariboni desarrollaba su visión crítica sobre las concepciones del PCU. Creía que el rasgo predominante era su pensamiento reformista. Creía que en cierto sentido el régimen, que reprimía con severidad las expresiones más combativas y a los simpatizantes del MLN o de la OPR, dejaba abierta una puerta a las propuestas reformistas que actuaban como “válvula de escape” y como factor de “integración” de las luchas obreras a los cauces legales previstos por el sistema. Criticaba especialmente la “ en el nivel económico de la lucha de clases, la acción reivindicativa salarial, desarrollada con el mayor respeto por la legalidad burguesa” y en el nivel político, el parlamentarismo, el electoralismo, como forma de capitalizar políticamente los resultados de la lucha económica”.
Simpatía popular hacia los Tupamaros
A partir de mediados de 1968, las acciones violentas se hicieron cada vez más frecuentes. La mayoría de las personas con las que trataba tenía simpatía por el MLN. Una parte de la población, la más activa, veía con simpatías el accionar de los tupamaros. No era sólo la miseria y la represión lo que alentaba esta simpatía popular hacia la insurgencia. También afloraba cierto anhelo de poner freno a los desplantes autoritarios del gobierno de Pacheco y la expectativa en un cambio revolucionario. La situación continental e internacional alentaba esos estados de ánimo.
Además del MLN, por lo menos siete organizaciones de la izquierda uruguaya se esforzaron por incorporar a su acción de masas una dimensión armada: el MRO, el PS, la FAU, los GAU, el FRT, el PCR y, aunque desde una concepción estratégica distinta, la organización política más fuerte y mejor implantada, el PCU.
La derrota a los movimientos huelguísticos de los años 1968 y 1969 había generado entre algunos compañeros cierto desánimo. Se produjo un decaimiento en el movimiento popular y durante algunas semanas hubo poca receptividad para las propuestas de movilizaciones que se promovían desde las organizaciones sindicales y políticas.
Las acciones espectaculares y casi siempre simpáticas de los tupamaros generaban una adhesión bastante amplia. Las organizaciones de la izquierda no comunista, que impulsaban una radicalización de la lucha, entre cuyos militantes me contaba, considerábamos que era posible avanzar en un proceso revolucionario a partir de un incremento de las luchas.
En “las cimas” políticas había triunfado el autoritarismo. Confiábamos en los efectos de la resistencia popular que se estaba desarrollando “desde abajo”. Pensábamos que esta resistencia masiva generaría una crisis política, los partidos del sistema se dividirían.
Nuestras divergencias con el MLN (falta)
Conservadurismo y miedo
A partir de la represión de 1968 y 1969 había ingresado para instalarse en el país un convidado indeseable: el miedo.
Las “operaciones rastrillo”, lanzadas por el gobierno después de secuestro de Dan Mitrione, creaban una sensación de inseguridad, de temor. En ese momento comenzaron a conocerse denuncias serias por torturas sistemáticas a presos acusados de delitos políticos en dependencias policiales.
Estos atropellos aparecían reñidos con el espíritu más bien pacífico que había prevalecido en el país durante más de medio siglo. Fue un duro despertar. Cuando algún medio de prensa lo denunciaba era clausurado, de manera que la sensación de vulnerabilidad aumentaba.
La existencia de los primeros presos políticos, a partir de mediados de 1968,y el creciente número de sindicalistas que eran detenidos sin pasar por juez, o permanecían presos después que éste los había liberado, fue un factor constante de encono e irritación. Como le pasaba a muchos, yo convivía mal con las noticias que nos decían que había una cantidad de compañeros presos. A partir de entonces vivimos 16 años continuos de persecuciones políticas y sindicales. Ni siquiera en 1971, cuando se realizaron las elecciones nacionales, dejó de haberlas.
Preparando “la batalla de las urnas”
A principios de 1971 el gobierno dio algunos pasos con la intención de “normalizar”, en vista a las próximas elecciones, un sistema institucional demasiado marcado por las prohibiciones (de partidos, de diarios, de huelgas, de palabras, de canciones)
Se deja sin efecto la “disolución” de los partidos del 12 de diciembre de 1967 y se devuelven los locales.
Volvimos al local de la calle Misiones. Estaba inundado. Buena parte de los valiosos libros y de las colecciones de revistas incunables de la BAIA, estropeados.
Teoría, ideología y práctica política.
En el curso de aquel agitado año 1971 sentíamos que se hacía necesario entre nosotros una discusión que permitiera consolidar nuestra organización. Y que debíamos ponernos de acuerdo en las ideas y los soportes teóricos de la línea política que sustentábamos.
Una instancia de discusión y definiciones. A Raúl se le encomendó la redacción de las tesis que se discutirían.
1969- 1971
Una intensa represión contra el sindicalismo
En el campo de los trabajadores, en un lapso breve, mucha gente había empezado a vivir peor. En enero de 1969 dejaron de funcionar los Consejos de Salarios y las decisiones sobre los ingresos de la gente pasó a estar regulada por un organismo centralizado, la COPRIN. Se acentuó la caída del salario real. Lenta e inexorablemente el salario se achicaba para hacer frente a las mismas obligaciones. Más integrantes de la familia debieron buscar empleo. En las empresas se agudizó la lucha por las condiciones de trabajo y muchos conflictos nacieron así.
El sindicalismo, que se venía afirmando a lo largo de los años 60, intensificó su movilización. Y la represión se acentuó en términos inesperados. La militarización de trabajadores públicos en 1968 fue un impacto.
En ANCAP y en UTE el tratamiento a que fueron sometidos los trabajadores fue inusualmente duro. Desde la Casa Central del Banco de la República, en la Ciudad Vieja, cientos de trabajadores fueron trasladados en camiones del Ejército a unidades militares. A los que no se encontraban presente cuando llegó el vehículo militar, al día siguiente se les entregó una citación para presentarse en un cuartel. Un emplazamiento personal del que había que notificarse por escrito, dando cuenta que, a partir de ese momento, se estaba bajo la jurisdicción penal militar.
La comparecencia al cuartel, la lectura de los códigos y reglamentos. Después, el corte compulsivo del pelo y las caminatas dando vueltas en el patio de armas.
Desnudos ante el Estado autoritario
Se sometió a los huelguistas a la Justicia Penal Militar, ¡en un país que hasta entonces se preciaba de sus tradiciones de libertad y de la hospitalidad brindada a los luchadores perseguidos!
Y todo de la noche a la mañana, como castigo por el ejercicio del derecho de huelga. La represión pegada a la vida, a la casa y al cuerpo de los huelguistas. Sin tribunales ni autoridades a las que recurrir. Sin refugios territoriales posibles, en otras ciudades o regiones.
Tampoco otros “refugios” en otras creencias o identidades culturales en las que ampararse como las etnias o las religiones.
Desnudos desde el civismo, desde la abstracta condición de ciudadanos de una democracia ejemplar. Un país casi todo urbanizado. Con un Estado que estaba en todas partes, que llenaba y controlaba todos los intersticios del tejido social.
Un Estado que a lo largo del siglo había crecido en la población bajo las formas benefactoras del estado paternalista.
El país que decidía era Montevideo y sus alrededores. No había regiones, ni poderes locales.
La ciudadanía, tal como se había vivido hasta entonces, las creencias que predominaban en lo cultural más profundo, reposaba en las garantías de un Estado laico, paternalista, más o menos benefactor y en la intermediación de los políticos. No había más credos que el civismo liberal democrático.
En los decenios anteriores, la violencia había sido atenuada o eliminada en una sociedad que tendía a civilizar las costumbres. Ahora la violencia aparecía en las calles y bajo la forma de una compulsión burocrática: un cedulón que llegaba a la casa para presentarse en una unidad militar.
Poco palpitaba en la sociedad fuera del Estado. Y ahora era el Estado el que se había transformado.
Al menos en una primera etapa, no hubo resquebrajamiento de la burguesía, y cuando lo hubo no fue ni profundo ni duradero. En el bloque en el poder el predominio del sector financiero no admitía fisuras. Bajo su hegemonía se alineó el conjunto de los empresarios, incluyendo a los propietarios de los medios de comunicación siempre mayoritariamente serviles con el poder.
Entre los cuadros dirigentes tradicionales, los que tenían más vinculación popular se apartaron del gobierno y luego se unirán con la izquierda, que recogió las banderas de la libertad.
Fue el agosto de los golosos de poder, de los bolsones de autoritarismo que existía en el coloradismo, y también en el Partido Nacional. En la policía y en el Ejército, en la burocracia estatal y entre los jueces y en la prensa.
Había una nueva legalidad, con las libertades esenciales recortadas. Al menos formalmente, los sindicatos seguían siendo autorizados. Los partidos seguían funcionando (salvo los disueltos en diciembre de 1967) y también el Parlamento. Salvo algunos atropellos –como el allanamiento del Hospital de Clínicas, en 1968 -se respetaba también la autonomía universitaria.
Desde la FAU-ROE apostamos a desarrollar la resistencia democrática al tiempo que formulábamos unos planteos generales sobre la necesidad de la forja de un centro político y del desarrollo de una estrategia revolucionaria.
Pero no actuamos en el escenario de las propuestas políticas, que remitieran a los problemas desde el ángulo de lo general, que respondieran en el terreno de las representaciones políticas y tomaran en cuenta la situación de los partidos frente a la realidad catastrófica de un Estado que dejaba de ser paternalista y liberal para volverse despótico y amenazante.
La expectativa en la “restauración democrática” se plasmó en el único campo que tenía un espacio posible de realización, en el de las respuestas en el campo de las “cuestiones generales”, es decir, de la acción política, y fue el Frente Amplio.
“La construcción del partido”
Aunque inicialmente tenía que ver con la visión de Bakunin y Malatesta sobre la organización de un “partido” anarquista, la idea que fuimos desarrollando a partir de nuestra experiencia contuvo elementos originales. Constituía el resultado de un pensamiento que incluía al Ché y algunas ideas de Lenin, sobre todo las expuestas en el “Qué hacer” de 1905.
Inicialmente Gerardo se refería a la idea de construir un partido de “acción directa”, aunque después admitió que era una definición confusa. Se prefirió definir al partido como “el pequeño motor que pone en movimiento al gran motor de los cambios que es el pueblo”.
Se trataba de una organización con un “núcleo central de conducción” o secretariado ejecutivo y una “junta” o comité central. Los mecanismos de elección de la dirección eran complicados y combinaban instancias democráticas con mecanismos de cooptación, por los que una parte de la conducción era elegida por ella misma.
Los militantes se agrupaban en equipos, con tareas delimitadas -sindical, prensa, barrial, o técnicas- y un responsable.
Dada la situación del país en 1968, la actividad era centralizada y se funcionaba con criterios conspirativos. Los grupos estaban compartimentados entre sí. Solo en alguna oportunidad excepcional (una a mediados de 1968) nos reunimos un conjunto de militantes que trabajábamos en el plano sindical. Las personas tenían seudónimos, las tareas se nombraban en forma codificada.
La dirección
Dadas las características de nuestra organización una parte grande la vida política tendía a realizarse en el Secretariado Ejecutivo. Desde 1968 se había consolidado una dirección bastante estable, que sufría a veces algunas mermas temporarias en su composición a raíz de los encarcelamientos.
La integrábamos Gerardo y Mauricio Gatti, León Duarte, Carlos Mechoso, Raúl Cariboni y yo. El clima en que se desarrollaban las reuniones o los encuentros era de una gran confianza y una afinidad política profunda, aunque ya por entonces unos se sintieran más apegados a la tradición anarquista y otros nos identificáramos más con el marxismo. Se trabajaba sin prejuicios, con compañerismo y sentido del humor. Gerardo tenía siempre la iniciativa en el plano de la organización interna, de los procesos de desarrollo y consolidación del grupo. En la parte política, la mayor parte de las veces la discusión se iniciaba a partir de un informe de Cariboni y después interveníamos todos, en forma desordenada. No existía ningún tipo de ritual. Las relaciones entre las personas eran de tal naturaleza que habilitaba un diálogo fermental, con interrupciones continuas, con bromas y pequeñas agresiones dialécticas. En general, hasta el surgimiento del Frente Amplio, nos poníamos de acuerdo en todo, rápidamente. El 71 puso en la mesa otros aspectos del quehacer político y de hecho sobre eso no nos pusimos de acuerdo nunca.
Tenía constantemente reuniones bilaterales. Sobre todo con Gerardo y con Raúl. Con Duarte analizábamos constantemente las cuestiones sindicales y a menudo coordinábamos iniciativas para nuestros planteos en las reuniones importantes de la CNT. Duarte era un orador notable y respetado en los medios sindicales.
También me reunía, cuando era pertinente, con los otros compañeros. Mauricio dibujaba constantemente en las reuniones. Trazaba el perfil de ciudades amuralladas, con torres, bóvedas y almenas. Normalmente lo hacía sobre una hoja cualquiera, con bolígrafo azul, así que aquellas ciudades solitarias y dormidas iban apareciendo en azul y se extendían por todos los espacios en blanco que estaban a mano del dibujante. Más de una vez, al finalizar una reunión, yo recortaba alguno de aquellos paisajes misteriosos y lo dejaba adentro de un libro. Por entonces, Mauricio hacía y vendía una cerámica que de un modo u otro evocaba el recto diseño de las ciudades.
Más de una vez, por entonces, había padecido los efectos de una pinzación de vértebra, consecuencia remota de un accidente que había tenido con una moto años atrás. En eso casos, sin perder su sentido del humor, Mauricio debía permanecer recto en una cama dura hasta que aflojara la inflamación, y el dolor.
Las 11 tareas.
La construcción del partido era un aspecto fundamental que daba coherencia y sentido a un conjunto de prácticas, líneas de acción que se desarrollaban en el campo social básicamente en los sindicatos y los gremios estudiantiles, y de la propaganda, de las relaciones políticas. En el partido se capitalizaba el conjunto diverso de esos campos de trabajo, de esos lugares de “inserción”.
La inserción en la sociedad era fundamental para el desarrollo del proyecto de partido. Si esta se debilitaba existía siempre el riesgo de que la organización política se volviera un aparato autónomo, flotando en el vacío, sometido a sus propias exigencias, incapaz de comprender los sentimientos de la gente.
El partido no era el único campo de acumulación de fuerzas pero sí uno de sus aspectos fundamentales: era lo que permanecía cuando, después de un período de auge del movimiento popular, sobrevenía el repliegue o el cansancio. Era la forma de organización popular que podía pensar con criterios de largo plazo, que más allá de las contingencias inmediatas, de la disposición espontánea a la lucha, podía preparar, en todos los planos, un desenlace revolucionario victorioso.
Se partía de la base que desde el “partido” se asumía el proceso de cambio social revolucionario con una visión de conjunto, que incluía todos los campos de lucha: la acción sindical, el conocimiento científico de la realidad, la preparación teórica e ideológica, el desarrollo de ciertos valores que se entienden esenciales como la solidaridad, el desarrollo de un aparato técnico capaz de resolver problemas financieros, de documentación, de preparación que dieran al instrumento político los medios reales para atravesar circunstancias más duras de lucha y represión.
Intentar desarrollar el potencial combativo de las masas, incursionar cada vez con más audacia en regiones programáticas que ponían en jaque el predominio político de la burguesía ( como la reforma agraria, la nacionalización de la banca) y no prepararse para la respuesta despótica de las clases dominantes, era angelismo, se sostenía.
La acción revolucionaria, que en esa etapa y por un largo tiempo asumía la forma de una lucha de resistencia, debía abarcar todos los planos. La dimensión militar era un aspecto de la lucha política; lo político y lo militar no eran sino dos momentos en las relaciones de dominación. El político contenía más persuasión, el militar más coacción. Ni el momento de dominación política excluía la coacción ni el momento de dominación militar excluía una cierta dosis de persuasión. El punto de partida, el nuestro, era la rebeldía de la gente expresada en sus luchas, sobre todo las del movimiento obrero.
Resistencia, rebeldía, revolución. Esas palabras resultaban claves. No habría revolución sin resistencia y sin rebeldía. Para articular estas tres instancias se necesitaba una organización política, un “centro” desde el que actuar sobre los distintos campos y en los diferentes momentos.
Esta concepción instalaba metas exigentes en el desarrollo de la actividad partidaria. Exigía la realización de prácticas que a menudo aparecían como difíciles de compatibilizar, que requerían constantemente el empleo de la voluntad de cada militante aplicada a sí mismo, destinada, como solía decirse, a “empinarse sobre las carencias” de cada uno.
Por ejemplo, el militante que trabajaba en un sindicato, como lo hacíamos gran parte de nosotros, dedicado a una tarea abierta, tenía que aprender a aportar también para las otras tareas, y a las necesidades del desarrollo de los aspectos técnicos de la construcción del instrumento. Así el compañero que tenía más formación intelectual debía asumir tareas prácticas y todos debíamos estudiar y aprender, al menos los rudimentos, de formas de acción directa.
Las 11 tareas suponían una actitud ante la realidad, una forma de observarla desde el ángulo de un instrumento, el partido, que emprendía “la larga marcha hacia el poder del pueblo”. El partido, el “Instituto”, debía “actuar durando y durar actuando”, según uno de los epigramas de entonces.
A partir de una lectura crítica de las experiencias de otros movimientos revolucionarios, tanto en nuestro país como otras partes, se intentaba “prevenir” las desviaciones, “vacunar” a la militancia ante los riesgos del burocratismo, de la falta de debate interno y de libertad en el proceso revolucionario, del teoricismo, del practicismo y demás “ismos” perniciosos.
Hubo en torno a esto un esfuerzo constante y creativo. Preocupaba mucho los riesgos de las desviaciones militaristas o “fierreras” y, a la vez, se planteaba como problema desarrollar las actividades de acción directa con un determinado estilo, detallista, cuidadoso. Una forma que pusiera el acento la inteligencia del plan y no en tanto en la fuerza material. Para ello se requería también un estilo en los militantes que actuaban en esa zona. Incluso en algún momento se examinó con detenimiento las características individuales de los compañeros que actuaban en ese terreno. Se preparó y realizó un singular test con el objetivo de avanzar en el conocimiento de la personalidad de los compañeros que incursionaban en situaciones de riesgo. Digamos de paso que la prueba produjo conocimientos importantes, agudos. En algún caso advertía sobre la tendencia de improvisar de un compañero. En otro, sobre la propensión a obedecer de una persona. Unos años después esa persona, apenas detenida y antes que nadie la tocara, delató a un gran número de compañeros en Buenos Aires.
A partir de observar la realidad del auge del movimiento de masas, protagonismo de una intensidad históricamente novedosa, que se desarrolló a partir de junio de 1968, se esbozó una estrategia para la construcción del poder popular: la lucha contra el aparato represivo del Estado burgués dependiente, pensada como una lucha a largo plazo, asumiría los rasgos de una insurrección obrera.
El papel de la organización política era contribuir – en el plano técnico, político e ideológico- a dar a luz esa insurrección, contribuyendo a su desenlace victorioso. La victoria no llegaría por el impulso espontáneo de las masas ni por el mero crecimiento electoral de la izquierda ni por el efecto de la irradiación de simpatía de los movimientos guerrilleros.
La inserción en el movimiento obrero y la elaboración de una línea sindical propia no nacía entonces sólo desde la visión de una determinada táctica sindical –distinta a la impulsada por otras corrientes- sino en función de una estrategia de carácter insurreccional.
A partir de ahí, la disputa entre orientaciones en el movimiento sindical tenía como telón de fondo esas diferencias. Según creíamos, las prácticas sindicales reformistas, al debilitar el empuje combativo del sindicalismo uruguayo, estaban obstaculizando no sólo la obtención de las demandas inmediatas, sino también retrasando el proceso de maduración revolucionaria de los trabajadores.
Poniéndole el nombre a las cosas. ¿sacar?
En la forja del partido, y especialmente en el conjunto infinito de tareas específicas que esa idea conllevaba, Gerardo tuvo un papel esencial, como se ha dicho. En la “jerga”, y nunca mejor dicho, interna las distintas actividades se denominaban del modo siguiente.
Risso (en alusión al arquitecto y ministro de obras públicas) nombraba a los locales. Charlo (con el mismo razonamiento) al dinero. Eliseo, por Reclus al reclutamiento. Borba, por el ministro, a los militares también llamados borbones o “el borbón”. Gabriel en evocación ( y homenaje) al falsificador anarquista (que editó moneda estando en prisión en Argentina) denominaba a los documentos de fabricación propia. Regueiro, por un comisario célebre, refería a la seguridad. Carmeta, fábrica metalúrgica, a las armas.
Améndola, evocación del cura que, en los años 50, perforó las costas del río Uruguay buscando petróleo, nombraba a los pozos (para guardar cosas o personas) . Packard, por el norteamericano que escribió sobre las artes ocultas, le ponía nombre a la propaganda. Luisa, por Luisa Luisi, al estudio.
Luisa Manrupe, por la esposa de Tortorelli, aludía a la educación para la violencia, denominada “cultura”. El material explosivo se llamaba Carrara. O Zunino. Un grupo dedicado a la acción directa se decía que estaba en la bancada parlamentaria. En la jerga interna se la bautizó como Chola. La actividad de masas era Alejandra por Kolontai, la revolucionaria rusa. La lucha revolucionaria era la acción democrática
Por entonces, la novelería periodística había puesto de moda la expresión “usinas ideológicas”. La nuestra, bautizó Gerardo, sería una “cocina económica”. El Secretariado Ejecutivo era fomento, por las comisiones (pro fomento) de apoyo a la escuela pública, la instancia más universal y modesta de las formas de organizarse que se conocían en Uruguay. La mayor parte de este nomenclátor, sobre todo lo más socarrón, era factura de Gerardo.
Nuestras formas de desarrollo.
Un rasgo caracteriza nuestra proyección política pública durante esos años. La prédica remitía básicamente a afirmaciones carácter estratégico muy general, a denuncias de atropellos o actos de corrupción y a informar sobre las acciones de resistencia armada que el régimen prohibía difundir. A diferencia de los partidos marxistas, no abundaban ni los pronunciamientos ni las iniciativas referidas a cuestiones políticas inmediatas.
En ese aspecto nos diferenciábamos del MLN, que rápidamente buscó y obtuvo una convocatoria popular bastante amplia a través de acciones impactantes. De este modo se ponía a la cabeza de una lucha por el poder al tiempo remitía a una serie de cuestiones de carácter nacional que algunos sectores las sintieron como adecuada y justa.
Nosotros, sin esa apelación a lo político-global, con un tipo de inserción que tenía mucho que ver con acciones de lucha sindical específicas, como organización crecíamos de otro modo. Y a un ritmo más lento. No sólo más lento que el MLN, sino también del PCU.
Se desarrollaban “canteros” o “parcelas” de gravitación política en las cuales crecían, a la vez, la inserción en las luchas sociales o sindicales y la organización partidaria. Hubo grandes canteros como FUNSA, ferroviarios, magisterio, la UTU (Universidad del Trabajo), bancarios, La Teja y el Cerro, Colón; y otros medianos o chicos, como la industria del medicamento, la salud, gráficos, metalúrgicos, textiles, etc.
El crecimiento tenía que ver, en gran medida, con las condiciones organizativas y de liderazgo de los que militaban en cada lugar. Por ejemplo: se habían reclutado varios compañeros en el Liceo Nocturno, a decenas entre los estudiantes de magisterio y de la UTU. Pero hubo, hasta 1973, cuando se incorpora el FER, muy pocos militantes universitarios o profesionales.
Diferencias con el PCU
Una parte considerable de los que se acercaban a nuestra organización provenía de la militancia sindical. Se vivía un momento de radicalización y, a la vez, de profundización de las divergencias con el PCU.
Sentíamos que el PCU actuaba como un factor de amortiguación. En un acto dije que los sindicatos no podían actuar con una estrategia que significara tener a mano siempre una especie de “bolsa de agravios” en las que se acumularan los atropellos cotidianos de las patronales y el Estado para después, un día, el hipotético día de la victoria electoral o lo que fuera aquel día, se descargara la bolsa de agravios y con su contenido se reclamara la reparación.
Raúl Cariboni lo escribía así a mediados de 1968: “Pertinazmente el obrero combativo es impulsado a creer que su combatividad es un defecto, un indicio de su “atraso” político, un pecado “espontaneísta mucho más peligroso que la mansedumbre de otros trabajadores que se resignan más fácil a las largas e inútiles “amansadoras”. Por este camino al trabajador inconforme y rebelde que se acerca a ciertos partidos de la izquierda reformista frecuentemente le llenan la cabeza con frases revolucionarias pero en la práctica a veces lo llevan a ser más manso que antes, cuando era un simple votante de blancos y colorados”. * Rojo y negro, mayo de 1968, p23.
Lo que nos oponía con el PCU, en la vida cotidiana en los sindicatos, casi tanto más que una oposición de pensamientos estratégicos y de concepciones ideológicas tenía que ver con la diferencia entre una concepción que se afirmaba en la rebeldía de los trabajadores y otra, más elaborada, que encaraba una acción política más abarcativa, de intervención en el Estado, de búsqueda de respaldos electorales.
El balance de las huelgas, su carácter exitoso o no, se realizaría después, en vistas a los resultados electorales. Y a las elecciones había que subordinar el desarrollo de estas huelgas.
Para un sector importante de trabajadores, el mensaje del PCU era un llamado a la paciencia. Y el nuestro, a la impaciencia.
Para nosotros, si la legitimidad del Estado capitalista incluía una dosis de violencia, -a partir de 1968, con Pacheco, hablábamos de una dictadura constitucional- nuestras prácticas no debían expresar ningún fetichismo con relación a la legalidad. Era el Estado el que violaba la ley. Nuestro era el énfasis en el aquí y ahora y en la necesidad de desarrollar unas prácticas revolucionarias a partir de la experiencia, frente a la tesitura del PCU que ponía el acento en la importancia de las relaciones de fuerza a escala mundial y de la contradicción capitalismo-socialismo.
La lucha -que tenía una arista política y otra militar- era contra la continuidad persuasión-coacción, el engaño y la violencia sobre la que se asentaba la dominación, sosteníamos.
Para nosotros tenían importancia los hechos cotidianos, como ejemplo, como desencadenante, como condensación de las aristas más significativas de la situación.
La idea de un grupo que actuaba en el movimiento sindical y, al mismo tiempo, desarrollaba una determinada práctica de la acción directa conllevaba una dificultad esencial, a la que, en un momento u otro, muchos movimientos revolucionarios en Latinoamérica se enfrentaron: la existencia simultánea de una acción legal, pública, abierta y otra clandestina, armada.
Primer Congreso de la CNT
A principios de mayo de 1969 se hizo el primer Congreso de la CNT. Junto a una cantidad bastante importante de delegados sindicales sostuvimos una posición crítica frente a lo que nos parecía una posición “triunfalista” por parte de la mayoría de la dirección orientada por dirigentes que eran militantes (y dirigentes) del PCU.
Unos 150 delegados en unos 550 votaron una moción que redactamos entre varios. Estaban ahí los militantes de la ROE, del GAU, del PS, cristianos y sindicalistas independientes.
Ricardo Vilaró estaba en la mesa que conducía el Congreso y se las ingenió para que yo fuera el último orador. Pese a formar parte de la minoría del Congreso, fui nombrado para una de las dos vicepresidencias, junto con Vladimir Turiansky, mientras José D’Elía era elegido presidente. En ese momento, y por algún tiempo, fui uno de los dirigentes conocidos de la “tendencia” minoritaria.
La huelga bancaria
La respuesta del gobierno a las movilizaciones sindicales tomó un sesgo que tendería a agravar todos los conflictos: la destitución de los jerarcas que acataban las medidas. Eso hería el sentimiento de estabilidad en las fuentes de trabajo, que ya se percibía como una cuestión importante, en un período de caída constante de los indicadores de empleo.
Las destituciones aplicadas por la patronal en los primeros días generaron el conflicto bancario que se desarrolló entre el 2 de julio y el 11 de setiembre. Fue una experiencia importante. El móvil esencial fue la solidaridad con los 182 destituidos. El gobierno, pasando por encima de la Constitución, decretó la puesta bajo la jurisdicción penal militar de alrededor de 12 mil trabajadores del sector bancario privado.
La huelga se mantuvo pese a la campaña de intimidación del gobierno y los medios de comunicación, que intentaron presentar a la huelga como derrotada en el primer fin de semana. La dirección del sindicato estuvo en la clandestinidad durante todo el conflicto.
Nuestras relaciones con los dirigentes sindicales que compartían la línea del PCU empeoraron. Pudimos organizar varias redes de reuniones y contactos con los huelguistas, pese a la represión.
Se multiplicaron las reuniones barriales para informar sobre la marcha de la huelga. El apoyo de otros sectores fue importante pero para los compañeros del PCU aquella era una huelga políticamente incorrecta. Y un mal ejemplo. Un factor de desestabilización del desarrollo de su propia estrategia de acumulación de fuerzas apuntada a la creación de un espacio de acción electoral.
Esa línea mostraba indicios de viabilidad. En el Parlamento, legisladores colorados, como Michelini, Roballo y Vasconcellos, criticaron las medidas del gobierno pachequista. El Partido Colorado enfrentó una crisis interna y esos destacados dirigentes se fueron separando de los sectores mayoritarios que apoyaban a Pacheco. Algunos como Michelini, Roballo, Seregni romperían definitivamente con el coloradismo.
Encontramos respaldo en la Iglesia (la última medida, una huelga de hambre de un grupo de bancarios destituidos se hizo en –nada menos- la Catedral Metropolitana), en la gente de Marcha, y en intelectuales y universitarios como Samuel Lichtensztejn que durante la huelga, más de una vez, nos dio charlas orientadoras acerca de lo que estaba ocurriendo con el conjunto del sistema financiero y los procesos de concentración y extranjerización en curso.
En esto, como en otras tesituras de radicalización de ese período, los que impulsábamos la huelga teníamos unos fundamentos que compartíamos con académicos e intelectuales marxistas que simpatizaban con la izquierda radical.
A lo largo de esos meses viví bajo una tensión permanente: reuniones clandestinas con sindicalistas, reuniones aun más delicadas con Gerardo Gatti y los demás compañeros de la dirección de la FAU. Cuando la huelga terminó, contra nuestra opinión, de acuerdo a lo resuelto por una asamblea en la que fuimos derrotados, quedaron los 182 destituidos y un gremio con muchos problemas.
Preso en San Ramón
En la noche del 23 de setiembre, diez días después de finalizada la huelga, fui detenido en un bar. Estaba con otros amigos de la ROE. Con gran despliegue de vehículos, armas y personal, nos llevaron como a elementos peligrosos a la Jefatura de Policía. Fuimos maltratados y casi no se nos interrogó. Me hicieron desnudar y me dejaron en una celda llena de inmundicias y excrementos. De tanto en tanto, un funcionario policial nos tiraba encima un balde con agua. Después entró un grupo de tres o cuatro individuos y empezó a golpearme, al tiempo que preguntaban sin mucha convicción. Según supe después, a mis compañeros los sometieron a un tratamiento similar. Nos dejaron desnudos durante dos o tres días. Después, aunque todo el mundo sabía mi pertenencia a la ROE, unos oficiales me preguntaron sobre mis vínculos con el MLN, que obviamente no existían.
Después nos llevaron ante el Juez de Instrucción quien, sin vacilaciones, ordenó nuestra libertad. Sin embargo, varios de nosotros habríamos de pasar dos o tres meses presos en unidades militares.
Cuando llegamos al CGIOR, en la calle Dante y República, sentimos un cierto alivio. Nos recibió un sargento lacónico pero que de inmediato estableció las diferencias entre esa unidad y la Policía. Estuvimos unos días y después nos separaron. Fui enviado al Cuartel de San Ramón, donde quedé unos tres meses. La situación para los presos, que éramos unos cien, fluctuaba de acuerdo con lo que pasaba afuera.
En San Ramón había alrededor de cien presos, militantes de distintas procedencias políticas. Mayoritariamente sindicalistas no comunistas y gente con ciertas simpatías o afinidad con las organizaciones revolucionarias.
Vivíamos en tres grandes barracas. En general la atmósfera era distendida y la comida, sobre la base de carne de capón, era mala. A los pocos días de llegar, empecé con diarreas. El clima entre nosotros era cordial y los militares se mantenían distantes.
En octubre, en los días que siguieron a la toma de Pando por parte del MLN, la disciplina se endureció, en términos relativos.
En diciembre, la presencia de un militar norteamericano en el Cuartel fue saludada por las autoridades con honores militares. Los presos, después de una asamblea breve, resolvimos que al día siguiente realizaríamos un acto de desagravio a los símbolos nacionales.
La reacción del Comandante, Coronel Monesiglio, fue aparatosa y drástica: se nos obligó a formar en la plaza de armas durante un buen rato y luego, unos quince presos, fuimos sancionados y enviados al 5º de Artillería, frente al Cementerio del Norte. Allí el trato fue severo y distante, permanecimos casi todo el tiempo en una celda, pero no nos tocaron. En el entorno de los presos, siempre ofuscado (o pareciéndolo), estaba un oficial, el Capitán Manuel Cordero. Cuando hacia fin de año me liberaron hice algunas declaraciones para el semanario El Oriental, del Partido Socialista. Eran tiempo de coincidencias con un partido que, puesto “fuera de la ley” por el gobierno de Pacheco, se había radicalizado en sus posiciones marxistas y revolucionarias. La nota periodística ocupó dos páginas y fue con grandes titulares en tapa. Además de denunciar las torturas, cosa que siempre resulta un poco incómoda, denuncié el manejo enfermizo que el gobierno hacía de las libertades, de la arbitrariedad a que quedaban expuestos los presos sin condena.
Nuestra manera de pensar y de sentir.
La idea o la afirmación venía de mucho tiempo atrás. La expresión la habíamos visto en el lema de la revista PROA, que editaba la Federación Naval y en las paredes de su sede sindical: la vida es lucha. Es decir, la vida del hombre es un ámbito permanente de lucha. Contra la ignorancia, contra la enfermedad, la pobreza. Lucha por su dignidad.
La vida es lucha y, mientras viva, el hombre debe luchar.
No hay victorias definitivas. No hay punto de llegada, siempre habrá causas por las que luchar. Tampoco hay derrotas definitivas.
No se lucha en función de “las relaciones de fuerza”, se lucha como tesitura ética. No hay “tiempos políticos” mejores o peores para la lucha. Se lucha porque no se acepta la resignación. Todos los lugares y todos los momentos son lugar y momento de lucha.
Se lucha por lo que uno es o quiere ser. Y para ser como uno quiere. Libre o preso, para el hombre la vida es lucha.
Nada más alejado, en esta tesitura ante la vida, que el triunfalismo. Triunfo y derrotas son momentos, inevitables y transitorios instantes en el devenir de los individuos, de los partidos, de las clases y de los pueblos. La solidaridad con los presos y los perseguidos era una obligación moral permanente. Siempre había, en alguna parte, compañeros presos.
En esos años tomaron fuerza las acciones del movimiento tupamaro. Lo veíamos con simpatía y nos sentíamos solidarios con su esfuerzo. Cuando llegó aquí el trabajo de Regis Debray (“Revolución en la revolución”) con su particular lectura del proceso cubano, lo leímos con detención.
Si, por un lado, nos parecieron interesantes las críticas que Debray realizaba a la estrategia de los PCs de la región, por otro, no compartimos los fundamentos con que sustentaba la teoría “del foco”. Ni en la variante que Debray defendía ni en la forma que, con un enfoque propio, el MLN desarrollaría su original concepción de la guerrilla urbana.
Las críticas de Cariboni al foquismo
Las reflexiones que sobre este tema realizara en esos años Raúl Cariboni fueron uno de los aportes más interesantes. Cuando unos años después, en 1972, las concepciones del MLN alcancen su punto de mayor y desarrollo, Cariboni tendrá articulada una visión coherente de los errores y debilidades que conllevaba la posición foquista.
En un trabajo que se fue difundiendo en entregas de 4 o 5 páginas por semana, desarrolló una crítica al foquismo a partir de análisis de los documentos que lo solventaban.
Creía que era necesario empezar por analizar la naturaleza de los objetivos que se perseguían con el desarrollo de la acción armada. En una serie de casos contemporáneos (Chipre, Israel, Irlanda) la guerrilla tenía como objetivo la derrota de un régimen colonial. Se luchaba por la independencia nacional.
Agregar resumen del COPEI
En esos tiempos mi actividad militante era el sindicalismo, más que la acción política. Pasaba una parte del tiempo estudiando historia desde el punto de vista académico. Los notables libros de la escuela francesa de Los Anales. Sentí la fuerza de seducción de “los hechos”, el peso de las circunstancias, de lo azaroso, el historicismo. Tardé en comprender la importancia de las cuestiones teóricas, detenido en la supuesta oposición entre lo colorido de la vida y “lo gris” de la teoría.
La URSS y los Partidos Comunistas
En realidad, las opciones estratégicas las fuimos asumiendo a partir de tomar partido por hechos o por debates acerca de los hechos: la revolución cubana, las guerrillas latinoamericanas, los debates en el movimiento comunista.
También nos marcaban algunos debates históricos, sobre todo los originados durante la revolución y la guerra en España.
Siempre miramos a la experiencia soviética con algo más que desconfianza, no estábamos de acuerdo. Ese no era el modelo de sociedad al que aspirábamos.
Al principio teníamos muy presente las críticas a la experiencia que provenían de analistas de izquierda o de los militantes y pensadores libertarios europeos. Después, con el transcurso de la revolución cubana, su aislamiento y el papel que cumplió la URSS, nuestras críticas fueron poniendo el acento en otras cosas. Se referían sobre todo a su poca propensión a apoyar los procesos revolucionarios latinoamericanos.
Sin estar de acuerdo con el modelo de socialismo que realizaba, nuestra crítica se fue centrando en la política exterior de la URSS: las alianzas con algunos gobiernos en A. Latina, la cuestión de la coexistencia pacífica entre las dos grandes potencias, todo estos parecía poco compatible con las necesidades de los pueblos del Tercer Mundo.
En el campo sindical se fueron polarizando dos orientaciones: una liderada por el PC y otra en la que se sumaban militantes de diferentes procedencias: anarquistas, socialistas, G.A.U., maoístas, cristianos que seguían las nuevas posturas de la Iglesia con Juan XXIII y Paulo VI. Y, en una relación compleja con todas estas fuentes, militantes independientes que simpatizaban con el MLN(T).
Después se fueron sumando militantes sindicales que habían sido blancos y colorados y que la efervescencia política y gremial iba radicalizando.
El PCU, que crecía ininterrumpidamente, había elaborado una concepción estratégica de acumulación de fuerzas: acción de masas, búsqueda de espacios de unidad cada vez más amplios tanto en lo social como en lo político, esfuerzo por una mayor incidencia en las áreas de la Universidad y la cultura, preparación de un aparato militar para intervenir decisivamente en una determinada coyuntura crítica, relaciones internacionales amplias con epicentro en la URSS, junto con una visión latinoamericana propia, de izquierda, muy marcada por la gesta cubana.
La orientación predominante resultaba mejor estructurada, con más vuelo teórico y más coherencia y organización. A pesar de que no estaba integrada solo por comunistas, de hecho, su aliados o “compañeros de ruta” pensaban muy parecido.
Nuestra tendencia era más heterogénea e informal y en ella coexistían distintos estilos, concepciones y tácticas. Por tanto, había democracia interna y bastante discusión. Debates que nacían a partir de los desafíos de la táctica sindical pero que abarcaban también los debates internacionales generados a partir de las posiciones del PC de Cuba, de las ideas del Ché, de la revolución cultural en China o las tácticas del Eurocomunismo.
Teoría, ideología y práctica política
Raúl Cariboni pensaba -y en ese sentido escribió, a principios de 1972, un breve texto que sirvió de base a la convocatoria del congreso que culminaría con la fundación del PVP- que para actuar políticamente había que “pensar adecuadamente la coyuntura a partir de ordenar los datos que se producen, en montón, sobre la realidad”.
El material, que conocimos con el nombre de Huerta Grande, pone el énfasis en “la necesidad de pensar con coherencia” para lo cual se requiere un “conjunto de conceptos articulados entre sí. Se exige un sistema de conceptos, una teoría. Sin teoría se corre el riesgo de pensar cada problema solo, en particular, aisladamente, a partir de puntos de vista que pueden ser diferentes en cada caso. O, en base a subjetividades, pálpitos, embalajes, etc.”
El partido, decía a fines de 1971, “ha podido evitar graves errores porque se ha pensado a partir de conceptos que tienen un grado importante de coherencia. Ha cometido también errores graves por insuficiente desarrollo de su pensamiento teórico como organización.
Raúl insistía en la importancia de un programa pero alertaba que “para proponer un programa hay que conocer la realidad económica, política, ideológica de nuestro país. Lo mismo para formular una línea política suficientemente clara (...) Si se conoce poco y mal no habrá programa y sólo podrá haber una línea muy general, muy difícil de concretar en cada lugar que el partido trabaje.
Si no hay una línea política clara y concreta no hay práctica política eficaz. La voluntad política del partido corre el riesgo de diluirse. El “voluntarismo” se convierte en hacer con buena voluntad lo que va saliendo. Pero no se incide de modo determinante sobre los acontecimientos, en base a su previsión aproximada. Se es determinado por ellos y ante ellos se actúa espontáneamente.
Sin línea para el trabajo teórico una organización, por grande que sea es zarandeada por circunstancias que ella no condiciona ni comprende. (...) Para conocer se necesita teoría. (...) Precisamos tener un método para tratar los datos. (...) (Un cuadro) conceptual que permita vincular unas cosas con otras según un orden sistemático, coherente y que nos sirva para lo que queremos hacer como militantes del partido. Que no acerque ejemplos de cómo trabajan con esos esquemas conceptuales otros que actúan en otras realidades. (...) Aquí no vamos a inventar esquemas teóricos a partir de cero. No vamos a crear una nueva teoría en todos sus términos. (...) Tenemos que tomar la teoría tal como se está elaborando, analizándola críticamente. No podemos aceptar cualquier teoría con ojos cerrados, sin crítica, como si fuera un dogma.
Queremos realizar una transformación total en nuestro país y no vamos a adoptar para pensar las teorías que han creado los burgueses. (...) Entre los elementos que incluyen las diferentes corrientes de la corriente socialista, vamos a tomar elementos de las que mejor nos sirvan (...) para pensar revolucionariamente al país, la región u otras regiones y experiencias.
No vamos a adoptar una teoría para ponernos el cartelito de moda. Para vivir repitiendo citas que otros dijeron en otros lados, en otro tiempo, a propósito de otras situaciones y problemas. La teoría no es para eso. (...) La teoría es un instrumento, una herramienta, sirve para hacer un trabajo. Sirve para producir el conocimiento que necesitamos producir. Lo primero que nos interesa conocer en nuestro país. (...)
Usar el torno o tornear a mano
El que compra un gran torno moderno y en lugar de tornear se pasa hablando del torno, hace un mal papel, es un charlatán. Lo mismo el que pudiendo tener un torno y usarlo prefiere “tornear” a mano, porque así se hacía antes...
Cariboni reseñaba lo que creía que eran diferencias entre teoría e ideología. “La teoría, escribió, apunta a la elaboración de instrumentos conceptuales para pensar rigurosamente y conocer profundamente la realidad concreta. Es en este sentido que puede hablarse de teoría como equivalente de ciencia.
La ideología, en cambio, consta de elementos de naturaleza no científica que contribuyen a dinamizar la acción motivándola en base a circunstancias que (aunque tienen que ver con las condiciones objetivas) no derivan en sentido estricto de ellas. La ideología está condicionada por las condiciones objetivas aunque no determinada mecánicamente por ellas.
El análisis profundo y riguroso de una situación concreta, en sus términos reales, objetivos, será así un análisis teórico de carácter lo más científico que sea posible. La expresión de motivaciones, la propuesta de objetivos, de aspiraciones, de metas ideales, eso pertenece al campo de la ideología.
La teoría precisa, circunstancia las condicionantes de la acción política. La ideología las motiva, la impulsa, configurándola en sus metas ideales y en su estilo.
Entre teoría e ideología existe una vinculación estrecha, ya que las propuestas de la segunda se fundan y apoyan en las conclusiones del análisis teórico. Una ideología será tanto más eficaz como motor de la acción política cuanto más firmemente se apoye en las adquisiciones de la teoría.
(...)
El trabajo teórico es siempre un trabajo que se sustenta (...) en los procesos reales ... Sin embargo, como trabajo se sitúa enteramente en el campo del pensamiento: no hay conceptos que sean más reales que otros conceptos.
Es necesario distinguir entre la realidad existente, entre los procesos reales, históricos y los procesos del pensamiento, apuntados al conocimiento de aquella realidad. Es necesario afirmar la diferencia entre el ser y el pensamiento, entre la realidad tal como es y el conocimiento que sobre ella se pueda tener.
La primacía del ser sobre el pensamiento, de la realidad sobre el conocimiento (...) Pesa más como determinante del curso de los acontecimientos lo que pasa en la realidad que lo que sobre esos hechos se pueda pensar o conocer.
(...)
El trabajo teórico es siempre realizado a partir de una materia prima determinada. No parte de lo real concreto, de la realidad propiamente dicha, sino de la parte de informaciones, datos y nociones sobre esa realidad. Este material primario es tratado, en el proceso de trabajo teórico, por medio de ciertos útiles conceptuales, de ciertos instrumentos de pensamiento. El producto de este tratamiento es el conocimiento.
(...) A veces el trabajo de conocimiento, además de objetos reales concretos y singulares, apunta hacia objetos abstractos que no existen en la realidad, que sólo existen en el pensamiento pero que son instrumentos indispensables, condición previa para poder conocer los objetos reales (por ejemplo el concepto modo de producción, el concepto de clase social, etc. ) En el proceso de producción del conocimiento por lo tanto, se transforma una materia prima (percepción superficial de la realidad) en un producto (conocimiento riguroso, científico de ella).
(...) El proceso de conocimiento de la realidad social, como el de toda realidad objeto de estudio, es susceptible de una profundización teóricamente infinita. (...) De ahí que sea inadecuado esperar un conocimiento “acabado” de la realidad social para comenzar a actuar sobre ella tratando de transformarla. No menos inadecuado es intentar transformarla sin conocerla a fondo.
El conocimiento riguroso, científico, de la realidad local, de nuestra formación social, sólo se logra trabajando sobre informaciones, datos, estadísticas, etc. por medio de los instrumentos conceptuales más abstractos que proporciona y constituyen la teoría. A través de la práctica teórica se busca la producción de esos instrumentos conceptuales, cada vez más precisos y más concretos, que conduzcan al conocimiento de la realidad específica de nuestro medio.
Solamente partir de una comprensión teórica adecuada, o sea, profunda, científica, pueden desarrollarse elementos ideológicos (aspiraciones, valores, ideales, etc.) que constituyen medios adecuados para la transformación de dicha realidad social con coherencia de principios y eficacia en la práctica política.
Una práctica política eficaz, escribió, exige, por lo tanto, el conocimiento de la realidad (teoría), la postulación armónica con ella de valores y objetivos de transformación (ideología) y medios políticos concretos para lograrla (práctica política). Los tres elementos se funden en una unidad dialéctica que constituye el esfuerzo por la transformación social que el partido postula.
¿Debemos esperar a un acabado desarrollo teórico para comenzar a actuar? No. El desarrollo teórico no es un problema académico, no parte de cero. Se fundamenta, se motiva y se desarrolla a partir de la existencia de valores ideológicos, de una práctica política. Más o menos ciertos, más o menos erróneos, estos elementos existen históricamente antes que la teoría y motivaron su desarrollo.
La lucha de clases existió mucho antes de su conceptualización teórica. La lucha de los explotados no esperó a la elaboración del trabajo teórico que diera razón de ella para desencadenarse. Su ser, su existencia, fue anterior a su conocimiento, al análisis teórico de su existencia.
Por eso, a partir de esta comprobación básica es que surge como fundamental y prioritario el actuar, la práctica política. Solamente a partir de ella, en su existencia concreta, en las condiciones comprobadas de su desarrollo puede llegar a elaborarse un pensamiento teórico útil. Que no sea gratuita acumulación de postulaciones abstractas con más o menos coherencia y lógica interna, pero sin coherencia con el desarrollo de los procesos reales. Para teorizar con eficacia es imprescindible actuar. ¿Podemos prescindir de la teoría en aras de urgencias prácticas?. No. Puede existir una práctica política fundada sólo en criterios ideológicos, o sea no fundada, o insuficientemente fundada en adecuados análisis teóricos. Es lo habitual en nuestro medio.
(...) Las prácticas políticas en nuestro país (...) son en gran medida teóricamente ciegas. A ello es imputable la frecuencia de errores. El atraso enorme de la teoría respecto de la enorme entidad ya adquirida por la práctica política puede incluso contribuir a comprometer los destinos de la revolución, tal lo sucedido en la revolución rusa y en procesos similares afectados por distorsiones y degeneraciones que los han desvirtuado totalmente y que hasta hoy resulta dificultoso explicar con rigor y por ende prevenir suficientemente en el plano de la teoría. Lo mismo podría decirse de movimientos revolucionarios latinoamericanos (...)
Lo prioritario es la práctica pero la condición de eficacia de ésta radica en el conocimiento lo más riguroso posible de la realidad.
En una realidad como la nuestra, (...) el desarrollo teórico tiene que partir como en todas partes, de un conjunto de conceptos teóricos eficaces, operando sobre una masa lo más amplia posible, que constituye la materia prima de la práctica teórica.
Los datos por sí solos, tomados aisladamente, sin un tratamiento conceptual adecuado, no aportan tampoco conocimiento de las realidades.
El trabajo en el campo teórico que se desarrollo en nuestro país fluctúa habitualmente entre ambos extremos erróneos.”
1971-1973
1971
La movilización política de la izquierda en 1971, con la irrupción del Frente Amplio, fue un estallido de energía y creatividad popular impresionante. Tres años de luchas y enfrentamientos habían reescrito el mapa político del país. De las luchas sindicales y la acción directa de las organizaciones armadas, la agitación ganó la calle, ocupó el centro de la escena política empezando por la prensa, los pronunciamientos académicos y de los intelectuales, siguiendo por los tablados y los teatros, las ediciones y la literatura. Auge del público y no solo de los ciudadanos.
No estábamos preparados para ese giro. Para la tradición y el tipo de inserción anarquista y anarco sindicalista que nos influía, y para el incipiente pensamiento marxista que desarrollábamos más como una opción estratégica que como una capacidad de dar cuenta de todos los desafíos y potencialidades del momento, la situación de los años precedentes había sido más sencilla: el gobierno había privilegiado la coerción, durante tres años el espacio de “lo político” –como intermediación, como lugar de negociación- se había estrechado enormemente. Y en ese espacio se había insertado la “acción directa”. Ahora iba a ser a la inversa, desde el poder se reinstalaba un territorio de disputa política, de “persuasión”, de lucha entre distintas opciones político-electorales. La representación y la intermediación política recuperaba, el menos por un tiempo, un lugar específico en la vida del país.
A partir de febrero y sobre todo a partir del 26 de marzo, una parte de las agrupaciones que coordinaban en la ROE, en las cuales pesaban compañeros que no siempre coincidían con nosotros, se vio atraída por la nueva realidad que había creado la presencia del Frente Amplio en la escena política nacional, y en las calles, los barrios y los lugares de trabajo.
El día 26 de marzo, estuve entre el público entusiasmado que rodeó la tribuna de aquel primer acto público. Nos encontramos con algunos otros militantes de la FAU y de la ROE y todos teníamos la misma mezcla de alegría y desconcierto ante un hecho que nos obligaba a nuevas definiciones políticas.
Otros compañeros, ante la ofensiva electoral, se replegaron hacia posiciones anarquistas más ortodoxas, de “aversión a la política”. Pareció avecinarse un debate interno entre quienes estábamos más dispuestos a la acción electoral dentro del Frente y los que se mantenían apegados a las doctrinas más ortodoxas o a las estrategias más radicales que veían en lo electoral una vía muerta.
Una discrepancia duradera
No desarrollo en aquí el reconocimiento de errores que fueron analizados y difundidos por el PVP hace ya tiempo.
En aquel momento nació entre nosotros una discusión sobre la que no hubo síntesis. Nuca nos pusimos de acuerdo. Aunque quizá había otros de más alcance teórico –como el debate acerca del marxismo- en esa discrepancia del 71 se condensaron aspectos importantes de la manera como cada uno veía el accionar político.
Gerardo Gatti sintetizó después, para el congreso de 1975, y así se aprobó, su posición con la que no estuve de acuerdo, ni entonces ni en 1971.
Sostenía que si la escena política es una gran cancha donde el partido está de antemano arreglado no nos vamos a meter. Lo que sí debemos hacer es dar la lucha política desde la cancha donde el partido no está arreglado, denunciando, además, la estafa de la cancha grande donde el partido está arreglado (...) La gente dentro del FA vive un determinado enfoque de la política para aquella coyuntura. Pero su preocupación permanecía fuera de allí en los distintos momentos de su vida cotidiana y en particular en las fábricas. En ellas encontramos el ámbito más adecuado (aunque no el único) donde se reunían los distintos niveles de la lucha de clases, desde el económico –que era en ese momento el subordinado- hasta el político que era el aspecto dominante”
Otra vez preso
Una noche, a fines de abril, estuve trabajando hasta tarde en la aparición – año 1- Número 1- del periódico que sería nuestro vocero en los años siguientes, “Compañero”, dirigido por León Duarte.
Después fui a un local donde vivían compañeros que estaban requeridos. Adentro había “una ratonera”. Fui detenido nuevamente, por presunta participación en la OPR 33.
Como no existía ningún elemento serio para incriminarme, dos o tres días después el juez ordenó mi libertad y –como en 1969- la policía aplicó un decreto del Poder Ejecutivo por el cual quedé en prisión bajo el régimen de Medidas Prontas de Seguridad. En marzo habían sido detenidos Mauricio y Gerardo Gatti. Unos meses después también lo fue Raúl Cariboni.
La detención en el CGIOR y después en Punta de Rieles y el Hospital Militar, tendría como resultado sacarme de toda actividad política o sindical. Entre abril y setiembre estuvimos en el CGIOR de la calle Dante y República. Durante mi permanencia allí, padecí casi constantemente de trastornos digestivos. Éramos alrededor de 30 a 35 hombres en una sala donde apenas cabían los colchones tirados en el piso.
Ignacio Arocena, Félix Bentín
De los presos, sólo seis o siete no pertenecíamos al MLN. Salvo Andrés Cultelli, la mayoría de los presos eran más jóvenes que nosotros. Muchos tenían gran entusiasmo y poca información política de lo que ocurría fuera de su organización. Para una gran parte de ellos esa sería su última experiencia carcelaria.
Algunos, como Rodobel Cabrera, todavía tenían marcas de quemaduras con cigarros en el cuerpo y la cara, de las torturas que había padecido en agosto de 1970.
El y algunos otros compañeros mantenían una actitud de disciplina y cierta distancia con los demás presos. Siempre que podían hacían gimnasia intensa y en los recreos corrían todo el tiempo.
Durante unos meses estuvo con nosotros Ignacio Arocena. Venía del Penal de Punta Carretas y esperaba una visa para Chile. Era de los que más se entrenaba. Yo había conocido a su hermano, Rodrigo, dirigente de la FEUU. Hablé algunas veces con él. Expresaba con mucha convicción un rasgo del pensamiento fundacional del MLN: la clave, creía, era tener la capacidad de crear una fuerza militar efectiva, que estuviera en condiciones de enfrentar y derrotar a los aparatos armados del régimen. Estaba convencido de la necesidad de construcción de esa herramienta. Buen compañero, sobrio y cordial, siempre que podía canturreaba o silbaba la misma estrofa de la misma canción de Serrat: “no puedo llorar ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar”.
Con nosotros estuvo también Félix Bentín, un militante de UTAA al que, en un tiroteo, le habían vaciado un ojo. Allí estaba, sin ninguna reparación, aunque curado, con aquel ojo vacío, impresionante. La herida no había ni agriado el carácter ni enturbiado una sonrisa juvenil que tenía permanentemente. Tampoco hacía alarde. Se interesaba por todas las conversaciones políticas o acerca de libros, aunque él hablaba poco. Ignacio Arocena y Félix Bentín viajaron luego a Chile, volvieron a la Argentina a seguir peleando y sus nombres están, desde entonces, en las listas de desaparecidos.
A lo largo de los meses de prisión hubo algunas actividades “políticas” en común con los compañeros del MLN: reunión de todos en el centro de la plaza del cuartel y unas palabras con relación a la conmemoración del 1º de mayo, algunas charlas sobre movimiento sindical de Gerardo o mía.
En conjunto protestamos por la falta de higiene en la comida y hubo algunos forcejeos con las autoridades del cuartel. Todo lo denunciábamos con cartas abiertas que enviábamos a los compañeros de afuera y que firmábamos “Arriban los que luchan por patria para todos”. En un momento en que la situación se hizo más tensa con las autoridades del Cuartel (de los Treinta y Tres) Gerardo redactó una “Carta Abierta de un Preso a su Carcelero”. El texto es una muestra de su capacidad para elaborar un planteo directo y comprensible, en condiciones desfavorables. No sólo las que surgían del hecho de hacerlo desde una cárcel, sino de la situación de aislamiento político en que empezábamos a quedar. La carta fue luego leída, con énfasis y talento, en un espectáculo teatral que hizo Dahd Sfeir, “Ducho” a lo largo de 1971.
Por entonces Mauricio, que había sido detenido casi al mismo tiempo que Gerardo, fue trasladado a una dependencia de la Marina, donde había menos hacinamiento y menos verdugueo. Fue en esos meses que dibujó y creó la historia de “En la selva hay mucho para hacer” que fue un éxito editorial y con el cual se hizo un hermoso film, unos años después.
En general en los cuarteles, la convivencia con los compañeros del MLN como presos era buena y se compartían las cosas que los familiares nos traían los domingos, el día de visita. También la información oral que llegaba. Ariel Collazo venía a ver con regularidad a Gerardo y aportaba información sobre la actividad en el Parlamento y sobre la marcha del Frente Amplio.
Habíamos logrado hacer ingresar una pequeñísima radio a transistores que mantuvimos oculta hasta setiembre. Alguno de nosotros oía el informativo y luego transmitía lo principal a los demás. Durante varios meses no hubo requisas, y si las hubo, fueron superficiales. Así que logramos mantener el pequeño receptor, bautizado “la calandria”.
Una tarde Olga, que estaba presa en la Cárcel de Mujeres (llamada Cabildo) me hizo saber que se estaba por fugar. Salió con alrededor de veinte compañeras, militantes del MLN, en el mes de julio. Poco después viajó temerariamente en un pequeño avión a Chile.
Rulli
En el CGIOR conocí a Jorge Rulli, el militante de la resistencia peronista torturado en 1967 sobre el que Galeano escribió una entrevista. (ver página xx) Ya salía de Uruguay para Chile. Había logrado mantenerse preso como Leonardo Cohen, sin develar su verdadera identidad.
El día que se iba, su abogado le da, en el Aeropuerto de Carrasco, sus documentos verdaderos. Pero en Chile, en ese momento -mes de junio o julio-, la derecha presionaba para que se pusieran trabas al ingreso de exiliados políticos uruguayos.
Cuando llegó el avión llevando los primeros cuatro o cinco “expulsados” de Uruguay, ente ellos Cohen-Rulli, la presión hizo que las autoridades del aeropuerto no los dejaran entrar a Chile y los enviaron de nuevo a Uruguay. Así que dos o tres días después de despedirse de nosotros en el Cuartel, Rulli volvió. En algún momento me dio la forma de encontrarlo en Argentina, cosa que hice en el año 1972.
La fuga de Punta Carretas y el traslado a Punta de Rieles.
También con cierta anticipación estuvimos enterados de la inminencia de la fuga del Penal de Punta Carretas, en setiembre. La conmoción provocada por la fuga llegó de inmediato al CGIOR.
Días después, una tarde, cuando volvía del baño, oí a un oficial aleccionando a la tropa. Había en el tono una hostilidad y una crispación nueva contra los presos. El clima interno del cuartel, hasta entonces bastante tranquilo, empezó a cambiar. De manera imprevista, nos trasladaron en camiones a un establecimiento en Punta de Rieles, un ex convento con celdas para seis u ocho camas.
El jefe de la unidad era el coronel Hugo Arregui que después fue jefe de Policía durante la Dictadura. El trato inicial no fue malo. Después fue empeorando. En la mudanza se perdió la “calandria”. No obstante, apenas unas semanas después, adentro de un envase de lata con duraznos en almíbar, preparado en una fábrica metalúrgica, nos llegó otra pequeña radio.
Unas semanas después trajeron preso a Raúl Cariboni. Nos actualizamos sobre la situación política que se vivía: había dificultades para que muchos compañeros entendieran por qué nos habíamos marginado del FA.
Hicimos algunos pronósticos sobre los resultados electorales. Y no fueron demasiado equivocados, a diferencia de la mayoría de los compañeros que se dejaban llevar por el exceso de optimismo que había en el ambiente.
En el Penal de Punta de Rieles siguió empeorando mi salud. En noviembre me llevaron unos días para el Hospital Militar. Después me devolvieron al Penal y luego de nuevo al Hospital. Fui liberado los últimos días de diciembre, un mes después de las elecciones.
Tiempo de elecciones
Durante ese año, a través de “Compañero”, como línea política, la organización puso el acento en la afirmación de “que en las elecciones no estaba realmente en juego el poder, que los centros fundamentales de decisión económica y militar no dependían de esos resultados”. Se entendió que, siendo la acción del FA predominantemente electoral, esa línea de acción política significaba un paso atrás con relación a los avances que el movimiento popular –a través de la acción sindical y de los grupos de acción directa- había realizado en los últimos años.
Nuestro enfoque subestimaba la importancia que para un sector importante del movimiento popular y de la ciudadanía tenía la experiencia de la movilización frenteamplista. Y la fuerza con que esa experiencia se incorporaría a la conciencia y la memoria colectiva de muchas personas.
Cuando en noviembre, cerca de la fecha de las elecciones, un centenar de personas permanecíamos arbitrariamente presas, con Gerardo y otros compañeros de la ROE hicimos unos diez días de huelga de hambre. La idea era denunciar que se realizaba elecciones con presos políticos. La medida no tuvo la resonancia que esperábamos.
Sucedía que la ROE había quedado políticamente aislada. Además, las expectativas puestas en las elecciones no generaban demasiado interés por una medida que no apuntaba a mejorar el desempeño electoral del Frente Amplio sino a denunciar el proceso político electoral.
Mientras algunos dirigentes estuvimos presos, en la ROE las discusiones internas se hicieron algo agrias. Había que decidir si se votaba o no. Y a quién se votaba. Oficialmente se decidió promover el voto nulo. Era difícil de hacerse entender con una propuesta de ese tipo y muchos militantes de la ROE terminaron votando a Erro y, sobretodo a Ariel Collazo, sobre quien pesaba una orden de detención cuyo efecto se postergaría en caso de ser electo.
La autoexclusión del Frente Amplio tendría consecuencias negativas durante muchos años. Además, las otras organizaciones de la izquierda revolucionaria o ingresaron al FA o, como el MLN, se las ingeniaron para no aparecer retaceando el apoyo a ese esfuerzo en el que mucha gente afincaba tantas esperanzas.
Los presos por decreto
Dentro de los cuarteles la situación había cambiado después de setiembre, cuando las Fuerzas Armadas se hicieron cargo de la lucha contra la subversión y empezaron a aplicar su “paquete” doctrinario que los conduciría al golpe de junio de 1973.
Si en 1969 había sido un alivio pasar de la órbita de la Policía al CGIOR, ahora era frecuente toparse con guardias en actitudes histéricas o, lo que empezó a ser cada vez más frecuente, en actitudes de “verdugueo”.
Sobre la gente en prisión se han publicado relatos valiosos. Para el sistema carcelario previo a la dictadura, todo preso político era peligroso, cualquiera fuera su perfil “delictivo”. Las razones esgrimidas para asignarle a una persona esa condición, ese “estado peligroso” no eran conocidas. No las conocía el preso ni su familia. Tampoco un abogado, al que no tenía derecho. La sabían las autoridades que habían resuelto la encarcelación.
El preso político no está para recuperarse ni para “pagar una deuda con la sociedad”. Está para esperar. Está porque es culpable y lo es de acuerdo a un “juicio” sin garantías ni tribunal, ni actas, ni defensa. Un juicio reservado, inapelable, hecho por las autoridades policiales, militares y de gobierno y que se plasma en un decreto, redactado al amparo de la Constitución para situaciones de “emergencia” o “conmoción interior”.
La libertad depende de otro “juicio” con iguales características del anterior. No hay comparecencia, trámites, “buena conducta”, acusaciones o defensas que intervengan en la decisión.
El universo carcelario, que resulta absurdo para quien lo examina desde afuera, tiene un campo de realización milimétrica. Dentro de la prisión hay detalles esenciales que hacen a la estabilidad o al desasosiego de los presos. Por su orden creo que las variables principales son: si se está incomunicado o no, si hay visitas, si hay recreo, si dejan entrar cartas y libros, si los guardias tienen directivas de verdugueo o no, la calidad y cantidad de la comida, las normas de disciplina, si autorizan diarios o radios.
Sobre todo esto hubo cambios, milimétricos y constantes.
El “convidado de piedra”
La “aversión a la política” o el desinterés por la cuestión electoral, se redujo a un sector muy pequeño. Muchos compañeros que simpatizaban con la ROE, sin renunciar a ningún aspecto de su cultura “izquierdista”, vieron con alegría el surgimiento del FA.
Los ataques furibundos de las derechas al Frente Amplio también empujaron a que los muchos compañeros, que no pertenecían a las organizaciones políticas que lo habían fundado, se sintieran cada vez más identificados con él. Además, rápidamente, los Comités de Base alentados por Seregni, el 26 de marzo, los GAU y algunos otros grupos de izquierda, generaron una instancia de militancia y participación de una potencia inesperada.
Lejos de cumplir el papel de la “oposición tolerada a su majestad”, el Frente era “el convidado de piedra”, el símbolo principal de la oposición popular a la prepotencia de Pacheco.
Vista desde el CGIOR, Punta de Rieles o el Hospital Militar, la movilización del FA – de la que llegaban noticias en las visitas de mi familia o por algún recorte de diario- se traducía en un clima de nerviosismo por parte de los soldados y militares que hacían la custodia.
Chile, Argentina
Apenas salí en libertad viajé a Chile y a Argentina. En el viaje conocí a un familiar de José Eliachev que editaba en Argentina una revista de izquierda nueva, “Nuevo Hombre”, en la que escribían varios intelectuales peronistas destacados: Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Duhalde, Dardo Cabo, Ricardo Piglia.
En uno de los números que me regalaron, la revista publicaba un “Método para evitar ser secuestrado”. Siempre pensaba que esas cosas podían pasar. Y pasaron.
“I. Resistirse en cualquier lugar y circunstancia en que un grupo de policías de civil intente la detención. Pedir auxilio, dar gritos de alarma, dar nombre y apellido.
II. (...) Si en la casa o el local de trabajo se presenta uno o varios desconocidos llamar de inmediato al comando radioeléctrico (de la policía) y a todos los medios de difusión dando detalles de lo que ocurre. (...)
III. En la vía pública no acercarse a ningún vehículo desconocido.
IV. En lo posible trate de mantenerse permanentemente en contacto con los familiares y/o amigos informando donde se encuentra en cada momento de modo que su desaparición se note de inmediato.
IV. Si usted es testigo de un intento de secuestro colabore con la resistencia de la víctima, acóplese a sus gritos, llame a la policía. Hasta no tener la seguridad de que el procedimiento ha cobrado carácter oficial impida por todos los medios que se produzca. Requiera datos, credenciales, chapas de identificación y cualquier otra información que crea necesaria.
VI. Va en esto su vida”.
El material inflamable se acumulaba, pero los procesos, a un lado y otro de la cordillera caminaban en sentido inverso. En Chile, mientras la izquierda ampliaba su base de apoyo electoral, las derechas estaban cada vez más agresivas contra el gobierno de Allende. En Argentina, el estado de protesta y movilización contra el régimen militar era impresionante.
Cuando, en los primeros meses de 1972, me reintegré a la actividad política era posible notar todos los cambios que se habían producido a lo largo del año anterior: consolidación del FA como movimiento de masas y radicalización del enfrentamiento entre el movimiento sindical y el gobierno. En ese cuadro, las agrupaciones de la ROE habían quedado relativamente aisladas.
Muchos de los grupos sindicales combativos que habían estado próximos a nuestras propuestas tendían a organizarse sindicalmente a partir de su participación común en la acción del Frente Amplio, lo que a nosotros no nos gustaba pero que resultaba completamente razonable.
A lo largo de 1971, ante la situación de aislamiento, la acción de la OPR33 se había hecho intensa. En el curso del año se realizó un gran número de acciones de todo tipo, algunas relativamente importantes. No obstante, la situación política nacional no le abría a la acción directa, tal como la OPR la desarrollaba, un espacio de resonancia importante.
En un momento de fluidez y visibilidad “hacia abajo” de la escena política, lo nuestro tenía una impronta estrategista que no suscitaba adhesión.
El tema se empezó a discutir entre nosotros, junto con la necesidad de rever no solo nuestra “política-de-masas” sino algunas de nuestras definiciones teóricas.
Desde hacía ya un tiempo se estaba incorporando gente a la FAU que se definía como marxista. Nosotros mismos sosteníamos que “ni era federación ni era anarquista”. Lucas, un compañero que trabajaba en un laboratorio y tenía responsabilidades en la estructura organizativa, sostenía que la organización se llamaba “FAU, sin puntitos”.
En los cursos de formación para militantes que llevaba adelante Cariboni se estudiaban no sólo algunos textos claves de Marx (como el Manifiesto, La lucha de clases en Francia y el 18 Brumario de Luis Bonaparte) sino también Lenin. El “Qué hacer” y “El izquierdismo enfermedad infantil”. Al mismo tiempo, aunque no de manera sistemática, se alentó cierta difusión de escritos de Bakunin (“Acerca de la libertad”) que alertaban sobre la burocracia y el dogmatismo.
1972
A poco de asumir el gobierno, en marzo de 1972, Bordaberry dispuso una devaluación drástica, lo que aceleró el empuje inflacionario. El movimiento obrero se preparó para responder con un incremento de las luchas. La CNT coordinaba con la USOP, que también participaba en la mesa de la COPRIN.
El clima de malestar social era tan fuerte como el del 28 de julio de 1968, cuando se impuso por parte del gobierno de Pacheco la congelación de salarios. La disconformidad se percibía en la calle. En esos días la CNT convocó en el local de AEBU una reunión de comisiones directivas de organizaciones sindicales. Fue una de las reuniones de ese tipo más numerosa y combativa que vi en mi vida.
En aquella reunión –no tanto por los planteos y discursos de los sindicalistas, que en general yo compartía- sino por cómo se dibujaban los mapas de la sociabilidad y se constituían los grupos de afinidad- noté el aislamiento en que nos movíamos.
Había estado preso durante buena parte del año anterior y había sido uno de los dos vicepresidentes de la CNT hasta el II Congreso (en mayo de 1971) pero de hecho quedé excluido de muchos ámbitos donde se elaboraban y discutían propuestas con sindicalistas de otros grupos.
La lucha de tendencias no había amainado pero nosotros estábamos en una posición más difícil que antes. Cuando, a partir del 14 de abril, el MLN intensificó su accionar militar, todas las actividades de masas tanto sindicales como políticas empezaron a desarrollarse con otras reglas de juego.
Estado de guerra interno
“La tortura se sirve del cuerpo
para asegurar el poder absoluto del Estado”.
N.C. Hollander (Página 12, 16-11-2000)
Estado de guerra interno, suspensión de las garantías individuales. Y, casi enseguida, denuncias acerca de la aplicación sistemática de torturas cuya intensidad y características no se conocían en nuestro país.
El impacto que la masividad de la tortura provocó en muchas decenas de miles de uruguayos fue tremendo.
Pese a lo duro de la represión, la acción sindical y la movilización política del F.A. se siguieron incrementando.
Una vez más se abrió un debate en la CNT. Esta vez acerca de la actitud de los sindicatos frente a la detención de compañeros con militancia y representatividad sindical a los que las Fuerzas Conjuntas imputaban vínculos con organizaciones armadas y que en algunos casos efectivamente las tenían.
A partir de abril, la ROE fue recobrando una capacidad de acción mayor en el plano sindical. En algunas de las organizaciones sindicales más activas en la resistencia al empuje autoritario - FUNSA, SERAL, los ferroviarios, la bebida, radio-electricidad, empleados bancarios, industria del medicamento- teníamos cierta implantación.
Yo escribía opiniones políticas en “Compañero”, que durante 1972 y 1973, en medio de clausuras parciales, hasta su clausura definitiva, fue mejorando su distribución.
Ante la censura y represión a la prensa, las denuncias a las violaciones a los derechos humanos tuvieron como escenario principal al Parlamento. Los legisladores del Frente Amplio cumplieron una tarea titánica y valiente, Zelmar Michelini, Enrique Erro, Enrique Rodríguez, Juan Pablo Terra, entre otros, actuaron de manera notable y se ganaron el respeto de todos nosotros.
En marzo del 71, cuando la detención de Gerardo, yo había ido a ver a Michelini a su casa de la calle Larrañaga (actual Luis A. de Herrera). No lo conocía personalmente pero era un amigo firme y de largo tiempo de Gerardo. Me recibió con calidez y franqueza. “Esta casa, dijo, es un refugio. Téngalo en cuenta. Por ahora”, enfatizó, sonrió, “se puede contar con esta protección. No sabemos hasta cuando.” Me dijo que iba a preguntar nuevamente por Gerardo al Ministro del Interior y que, si no había respuesta lo plantearía de nuevo en el Senado. Cuando me despedía volvió a decir, “no se olvide que aquí tiene un refugio”
A lo largo de 1972, la tortura, aplicada a cuatro, cinco mil personas, fue un hecho cardinal en la vida del país. Marcó un antes y un después. Los militares encargados de la represión fueron demasiado lejos y se pasó, en cierto sentido, el punto de no retorno. Se hacía difícil volver normalmente a los cuarteles, a las antiguas funciones “latentes”. Había sido un “in crescendo” brutal que incluyó toda clase de brutalidades, violaciones y muertes por tortura. El número de estas, según las denuncias del SERPAJ, fue tremendo con relación al grado de violencia que se desarrollaba afuera, donde más que militar la represión asumió la forma de una amplísima redada policial.
La situación de difícil retorno aparece más evidente si se piensa en la brutalidad desarrollada por la represión en decenas de ciudades del interior del país. La bestialidad del trato cuartelero canceló por largo tiempo la convivencia posible entre los presos y sus carceleros torturadores. Algo se rompió para siempre.
En una parte de la opinión pública, sobre todo en el movimiento sindical, se llevó adelante una movilización impresionante contra estos atropellos represivos. Estuve presente en muchas reuniones y asambleas donde se decidieron paros y medidas de lucha en solidaridad y reclamando la libertad para los compañeros presos. Había un clima de indignación y de solidaridad intenso, y era difícil sustraerse.
Paralelamente, las medidas económicas y salariales generaron una intensa movilización sindical contra el gobierno de Bordaberry.
Actividad sindical, reorganización política, y una parte creciente de nuestra vida que se desenvolvía en la clandestinidad. Bajo estas condiciones, quedaba el saldo de una discusión inconclusa sobre el Frente Amplio y las elecciones de 1971.
Todo esto fue planteando la necesidad de avanzar en definiciones más claras en lo teórico y lo ideológico. Ya desde 1971 se había empezado a constatar la necesidad de una “instancia” con características de congreso a partir de un documento base que la guiara.
Se hacían necesarios documentos orientadores, resoluciones que plasmaran por escrito las propuestas y los enfoques que se realizaban ante las cuestiones de la actualidad política. En los medios obreros, estudiantiles, en los ámbitos de discusión a los que asistieran – y por entonces había muchos- los militantes de la ROE se encontraban con simpatizantes o activistas de otras tendencias: trotskistas, maoístas, comunistas ortodoxos, de los GAU, socialistas y, sobre todo, simpatizantes del MLN.
Algunos grupos tenían planteos más o menos elaborados, una prensa que los difundía y cohesión entre los militantes. Nosotros, en cierto sentido, no nos habíamos liberado totalmente de los hábitos de ser una organización que confiaba en su reproducción desde espacios acotados: sindical, estudiantil. El hecho era que no producíamos “propuestas generales”, planteos políticos con un grado de generalidad y abstracción que fueran útiles y comprensibles para gente alejada.
Al reconocernos, al menos parcialmente, como ligados a la corriente anarquista y al mismo tiempo -de un modo imperfecto- haber aceptado algunos postulados del marxismo –los del marxismo revolucionario- nuestra capacidad de reproducción tenía dificultades. Aparecíamos tironeados permanentemente por inflexiones de un lado y de otro. El conjunto de los militantes terminaba estando demasiado dependiente de las particularidades de la “síntesis” que se hacía en cada momento.
Insertos en la actividad sindical, intentando desarrollar un aparato operativo, actuando en la clandestinidad, con la existencia de los servicios y la infraestructura que todo eso supone, en una sociedad en la que actuaba el MLN con acciones propagandísticas impactantes y estaba implantado un Partido Comunista bastante actualizado, no era fácil reproducir nuestro punto de vista.
El problema de la identidad, el seguirse llamando FAU cuando ya no nos considerábamos anarquistas, era apenas el aspecto visible de una dificultad más de fondo. Se acordó que el o los documentos iniciales que avanzarían en la elaboración de nuestro propio cuerpo de doctrina los redactaría Raúl Cariboni.
En el invierno de 1972 pasaron tantas cosas que al evocarlo parece que fueran varios años. Las denuncias de torturas, los primeros muertos ante esa forma del salvajismo y la imaginación que se disparaba para huir de la impotencia.
El miedo, la lucha contra el miedo, el coraje inaudito de los compañeros. Sentía que, en ese momento, me empujaba a actuar de la manera que lo hacía una compulsión que no se detenía. Denunciar la tortura, parar la tortura. Juntarse con otros para eso. Contribuir a que la gente conociera, se indignara y se movilizara para frenar eso. En cierto sentido, desde la ROE, nos pusimos al frente de la movilización. No nos terminábamos de entender con el PCU y hubo una serie de enfrentamientos acerca de cómo se debía situar el movimiento sindical ante el encarcelamiento de compañeros.
Con el MLN teníamos más coincidencias y de hecho con sus simpatizantes y militantes legales estuvimos aliados en la movilización en defensa de los presos y contra la tortura. No obstante había diferencias políticas.
La actuación de la OPR en 1972
Si durante 1971 la actividad había sido intensa, en el año 1972 el accionar se hizo aún mayor, en medio de una situación política completamente distinta.
A partir del 14 de abril, el país vivía bajo el Estado de Guerra Interna. La acción de las Fuerzas Conjuntas sorprendió por su amplitud y por la brutalidad de los procedimientos empleados.
La generalización de la tortura colocó a las organizaciones clandestinas ante un nuevo y decisivo desafío.
El conflicto sindical en la fábrica SERAL en Santa Lucía se venía arrastrando desde 1971. La patronal, muy intransigente, tenía contactos con la derecha y había violado todas las normas en materia laboral. Todas las organizaciones sindicales habían sido destruidas por los despidos y la represión interna.
El 11 de mayo, la OPR secuestra a Sergio, hijo del empresario Hugo Molaguero, dueño de SERAL. Fue un acto de solidaridad con los trabajadores y una afirmación de presencia en un momento en que se habían producido muchas caídas.
La detención de Molaguero se mantuvo más de dos meses.
En ese período muchos compañeros, a los que los militares suponían vinculados a la OPR, fueron presos, entre ellos León Duarte y Washington Pérez, dirigentes del gremio de FUNSA, de activa participación solidaria con el conflicto obrero en Santa Lucía.
El 27 de mayo, las FFCC habían encontrado un local importante del MLN en la calle Juan Paullier y logrado rescatar a Ulises Pereira Reberbel y Carlos Frick Davis.
Las detenciones masivas y la tortura sistemática lograron algunos resultados y el 4 de julio fue ubicado por las FFCC un local de la OPR en la calle Rafael.
Al día siguiente, otro local, en la calle Humberto 1º, donde había estado Molaguero, cae en manos de los militares. El cerco pareció estrecharse.
No obstante, Molaguero recién fue liberado el 19 de julio. Unos días antes, el industrial había repartido en Santa Lucía miles de pesos en útiles escolares, frazadas y alimentos. También una partida para la organización clandestina.
“La miseria de la subversión”
La represión se acentuó. Fueron allanados varios locales y otros compañeros fueron detenidos. El 6 de agosto encontraron en la calle Austria el local en el que había estado detenido hasta su liberación Sergio Molaguero.
El cerco siguió estrechandose. Hubo nuevas detenciones. Fueron presos muchos militantes sindicales y estudiantiles que no tenían relación con la OPR. Entre los detenidos hubo varios estudiantes de magisterio, como María Selva Echagüe. Un grupo militar encabezado por el entonces capitán Manuel Cordero allanó su casa de la calle Comercio (hoy Solano López). En la casa estaba el padre de Ma. Selva, un profesional conocido. Cordero le reprochó: “su hija está vinculada a la OPR. Esta gente es de lo peor. Son la miseria de la subversión”.
En un esfuerzo por desvirtuar informaciones deformadas que la prensa venía realizando, el 28 de julio fue secuestrado por la OPR el periodista Héctor Menoni, director de la UPI (United Press International) en Montevideo. Después de la difusión de algunos comunicados, fue liberado.
En agosto hubo decenas de personas detenidas, entre ellas varios de los principales cuadros de la OPR, como Ivonne Trías y Alberto Mechoso.
Cuando el día 23 de agosto se realiza en el Teatro Artigas el acto de homenaje a Sacco y Vanzetti, la represión contra la OPR y sus amigos y compañeros en el campo sindical está en su apogeo.
La muerte del Viejo Pocho
En medio de la lucha sin descanso contra el MLN, las Fuerzas Conjuntas siguieron su ofensiva contra la OPR. El 14 de octubre un grupo numeroso de efectivos militares rodea la casa de Olivar Caussade, en el barrio Abayubá. Oriundo de Cerro Largo, era un ex obrero frigorífico, militante de la Federación Autónoma de la Carne, que sabía de albañilería. Al fondo de su casa de la calle Arachanes tenía un terreno en el que fabricaba bloques. Los militares lo suponían relacionado con la construcción de la casa de la calle Austria.
Caussade tenía entonces 50 años, el pelo encanecido y los demás compañeros, todos entre veinte y treinta años, lo conocían como “el viejo Pocho”.
Como había trabajado de sereno en el Frigorífico Artigas, tenía en su casa un arma. Cuando vio su vivienda rodeada se ocupó de dejar a resguardo a su hija menor, Adriana, de nueve años, y se mató de un balazo en el pecho.
El “Viejo” Pocho, con los bloques caseros, había ayudado a una cantidad de gente del barrio Abayubá, allí casi en los límites del departamento de Canelones, cerca de La Paz, a levantar su vivienda, y muchos vecinos acompañaron a su familia el día del entierro.
Presos de la OPR
Ya a principios de agosto se había iniciado una serie de caídas de militantes de la OPR. El 5 fueron detenidos Alberto Mechoso e Ivonne Trías, acusados de haber tenido responsabilidades en el secuestro de Sergio Molaguero, el 11 de mayo. Empiezan siendo torturados en el cuartel del Camino Maldonado, Kilómetro 14. Allí interrogan y torturan, entre otros, Sambucetti y Neira.
El centro de la represión contra la OPR está instalado en el Quinto de Artillería, en la Avenida José María Silva, al costado del Cementerio del Norte. Allí se ocupan de los presos, entre otros oficiales, Manuel Cordero, Trucelli, y Del Pino, bajo la comandancia de Washington Varela. Alberto Cecilio Mechoso, Pocho, era uno de los principales dirigentes de los grupos de acción de la organización.
Los interrogatorios son duros, sobre todo después que el propio Sergio Molaguero identifica a algunos de sus captores. Alberto Mechoso es particularmente torturado. Es la tortura perentoria, para ganarle la carrera a los que están afuera y están cambiando de domicilio, desalojando los locales, consiguiendo otros. Los militares tienen que hacer hablar a los presos que saben dónde están ahora los locales, los compañeros, quiénes son y dónde viven.
Los golpes le producirán fisuras en dos costillas. Después de las sesiones de tortura, Ivonne y Alberto son llevados a unas celdas que están una al lado de la otra. Consiguen comunicarse. Alberto le dice a Ivonne que va a hacer todo lo posible por fugarse.
En ese momento en el cuartel estaba también preso y siendo torturado León Duarte. Cuando fue detenido, unos dos mil trabajadores de FUNSA ocuparon la fábrica. Después de su liberación, el testimonio de Duarte denunciando la tortura será un acontecimiento importante en la construcción de las resistencias sindicales al avance del despotismo.
En el cuartel, Mechoso logró hacerle saber a Duarte que estaba pensando fugarse. De modo que, cuando unas semanas después, los torturadores de Duarte se dan por vencidos y lo liberan, el sindicalista trasmite a los compañeros la decisión de fuga de Alberto.
La fuga del Quinto de Artillería
Previeron irse juntos, Ivonne y Alberto. Estaban en el mismo expediente, bajo el mismo elenco de torturadores y escondían los mismos, o casi los mismos, secretos sobre los que se los interrogaba con violencia. Secretos que no querían largar y que no largaron.
Irse de las celdas de un cuartel, en plena histeria del estado de guerra interno, era no sólo riesgoso sino complicado. Lo habían planeado y tenían una fecha para empezar a intentarlo.
El día previsto, por las decisiones burocráticas de los responsables del cuartel, Ivonne fue trasladada a otra celda.
Alberto sintió que los planes se volvían impracticables. Del otro lado, después de una celda vacía, estaba un compañero de otra organización. Alberto consiguió hablar fugazmente con él. Le propuso irse juntos. No aceptó. En noviembre, Alberto consideró que era el momento de intentar irse.
El relato de la fuga está descrito, con bastante precisión, en un capítulo de “La canción de nosotros” de Galeano, aunque no da ninguna referencia sobre la identidad del protagonista ni a la historia que pertenece.
Alberto estaba alojado en una celda pequeña y baja. Cuando aflojaron con los interrogatorios empezó a pensar en cómo haría para irse.
Los primeros días de noviembre los interrogatorios estaban en una especie de “impasse” pero pronto volvería a la tortura. Trató de ponerse en forma en la celda, moviéndose, moviendo las piernas, preparándose para saltar y correr.
El sucucho tenía una pequeña ventana con tejido y unos barrotes no muy gruesos. Logró ir rompiendo el tejido. Lo rompía y luego lo reacomodaba para que no se notara. Después, ya el día que se iba, hizo palanca y logró doblar los barrotes lo suficiente como para que pasara su cuerpo más bien flaco.
La noche elegida, en medio de la decisión de irse, con vacilaciones que él mismo después evocaba, salió por la ventana y desde la cornisa alcanzó uno de los cipreses del cuartel, después pasó a otra cornisa, esta ya sobre el muro exterior, sobre el Cementerio del Norte, estaba erizada de vidrios con los que se hirió las manos, las piernas y los pies. Cerca, los guardias armados con fusiles hacían la recorrida de rutina.
Amparado por una fina franja de sombra que lo ocultaba de los guardias dudó y el tiempo pasó con él buscando el momento para descolgarse del muro y echar a correr. Finalmente se decidió. La guardia se sorprendió y él corrió en la oscuridad del cementerio, entre las lápidas, las cruces y los nichos. Unos instantes después empezaron los tiros y los ladridos de los perros. Corrió hasta el arroyo Miguelete y siguió el recorrido de las aguas contaminadas. Se deshizo de buena parte de su ropa y de sus zapatos. Siguió corriendo. A cierta altura, después de correr un rato semidesnudo, se encontró con un desastrado habitante de la noche montevideana, un hombre grande y alto que recolectaba residuos en un carro con una montaña de bolsas de basura.
Alberto le pidió algo de ropa para ponerse y el hombre le dio unas prendas y unas zapatillas estropeadas. Retomó la carrera. Descansó un rato y antes que amaneciera consiguió llegar a un local de la organización que conocía. Una compañera experimentada le hizo una primera cura y esa noche descansó en libertad.
Anselmo Ismael García Gonzálvez
Hacia fin del año 1972 había empezado una ofensiva contra el Partido Comunista Revolucionario, de orientación maoísta. En marzo de 1973 fue preso Anselmo García, hasta entonces un hombre grande y saludable.
En el Departamento de Inteligencia de la Policía de Montevideo, en la esquina de las calles Paraguay y Maldonado, Anselmo fue torturado brutalmente. Una noche, no aguantó más y se lanzó por el hueco de una escalera.
Se fracturó la columna. Fue llevado al Hospital Militar. Al parecer, el tratamiento a que fue sometido lo predisponía más para quedar lisiado, en una silla de ruedas, que para recobrar su andar.
El 13 de setiembre de 1973, muy desmejorado, fue liberado y dado de alta del Hospital Militar. No andaba bien ni física ni psíquicamente.
Fue internado en el Sanatorio del Banco de Seguros y sometido a una operación con sentido reparador. El médico que lo operó, posteriormente fue preso. Se consiguió mejorar considerablemente su salud y su estado anímico. En aquellos meses de ajetreada sobrevivencia, a sus compañeros del PCR se les hizo cada vez más difícil atender en la clandestinidad las necesidades de su convalecencia y de su seguridad. Viajó a la Argentina.
El día que salió de Uruguay fueron a despedirlo sus 15 hermanos, todos morenos como él. Menores la mayoría. Que lo respaldaban en su actividad política algunos, otros que no sabían. Todos querían a Anselmo y nadie entendía muy bien por qué aquel negro bonachón, sonriente y solidario había quedado tullido por los golpes.
Estaba viviendo en Argentina en junio, cuando murió Perón. Por entonces escribe una carta donde dice que está mejor. Quiere que su compañera viaje a verlo. Los primeros días de agosto, mientras hacía la cola para regularizar su situación con migración argentina, lo volteó un inesperado infarto de pulmón. Murió casi enseguida. Tenía 34 años.
Trajeron el cuerpo el 13 de agosto de 1974. Fue enterrado en el Cementerio del Buceo, en un panteón del Banco de Seguros. Los compañeros pudieron difundir un pequeño volante anunciando el entierro y gran parte de sus compañeros de trabajo lo acompañó.
Un acto por los presos
En agosto de 1972, con Molaguero en manos de la OPR y una gran campaña de represión, a propósito del cumplimiento del 45 aniversario de la ejecución de Sacco y Vanzetti formamos una Comisión de Homenaje. Se hizo una propaganda bastante amplia. Un anuncio radial con fondo musical de Joan Báez en la Balada de la película, dio lugar a algunos comentarios sarcásticos por parte de Raúl Cariboni. Se sentía incómodo convocando a un acto por Sacco y Vanzetti con la música de una película comercial.
El 23 de agosto se hizo el mitin en el Cine Teatro Artigas. El día anterior se habían producido las ejecuciones de Trelew. Apenas iniciado el acto, se desplegó, en repudio del crimen, una enorme pancarta que atravesaba la sala del teatro en medio de los coros de “se va a acabar” y “liberar a los presos por luchar”. La animación que reinaba en las plateas era impresionante. Había un estado de iniciativa permanente, por parte de gente que provenía de organizaciones diferentes, sobre todo 26 de marzo y ROE, y que allí se fundían en un mismo estado de ánimo, en una misma sintonía emocional.
Habló un sindicalista argentino de la CGT rebelde liderada por Raimundo Ongaro, después Gerardo, Michelini, Erro, Héctor Rodríguez, Armando Rodríguez del 26 de marzo. Fui el último orador. Estábamos convocando a incrementar las medidas de lucha contra la escalada militarista.
En aquellos días y en aquel acto llamamos a un “setiembre de combate”. Nos parecía importante unir la lucha contra la tortura y el avance militarista con las reivindicaciones salariales que levantaban los gremios en pleno proceso inflacionario. Fue un momento casi extremo de nuestras “divergencias” con el PC. Refiriéndose a este momento, en su libro, Enrique Rodríguez “disuelve” completamente las diferencias. Ignora los hechos y dice que Bordaberry intentó hacer de un conflicto en el transporte un complot contra el gobierno. “Se dialogó con los militares, se les explicó que era una acción reivindicativa y el tema se solucionó”.
Para la dirección del PCU en el movimiento obrero no podía existir nada que fuera del aparato del PCU, nada no tuviera la bendición de ellos. Nada de oposición a la tortura, nada de los planteos parlamentarios de Michelini y Erro contra la escalada militarista, nada de la “tendencia”, de la Corriente ni de la ROE, nada de setiembre de combate. Respecto a las luchas obreras y populares contra el avance de los militares sobre las instituciones no había nada que decir. Dentro de la clase obrera solo existía una ideología, un solo partido, el de la clase obrera, ellos.
Clandestino en Montevideo
Al día siguiente, Gerardo Gatti y yo, junto con otros compañeros de la ROE y del Movimiento 26 de marzo fuimos incluidos en la lista de “requeridos” por las Fuerzas Conjuntas.
Vivir en la clandestinidad en Montevideo para alguien que había pasado muchos años en la militancia pública, tenía sus complicaciones.
Permanecí en Montevideo más de un año. Viví en la casa de un viejo compañero de liceo que me ofreció alojamiento por solidaridad, también en un pequeño apartamento de la organización en Maroñas, que demasiada gente conocía, y en casas de gente de mi familia.
Alojarse planteaba el problema de las responsabilidades de quien ayudaba. En mi caso, me alojé en una casa grande, con fondo, de un matrimonio joven con hijos chicos. Un día salía del otro lugar donde me alojaba -un apartamento al final de un corredor oscuro- y frente a la puerta estaba yb grupo de policías de la seccional del barrio, sin demasiada disposición represiva. Venían, después lo supe, porque unos años antes había vivido ahí mi tía Irene, dirigente del gremio textil.
Fue un momento breve pero intenso. Me pidieron el documento y yo estaba tan sorprendido que casi no tuve tiempo de ponerme nervioso. Me devolvieron el documento, sin comentarios. Salí caminando, en apariencia tranquilo.
Me desplazaba a pie por calles secundarias. En Punta Gorda, una tarde fría, me crucé con un vehículo militar que avanzaba lentamente. Miraban a los transeúntes. A unos treinta metros pidieron los documentos de identidad a una pareja. No había donde ocultarse. Yo vestía traje y corbata. Atravesé el jardín y toqué timbre en una casa cualquiera y me quedé esperando. No salió nadie, la patrulla siguió su camino.
Hubo varios incidentes más o menos parecidos. Se pedía documentos en cruces imprevistos en una carretera, en un bar, viajando en un taxi.
La mayor parte de lo que la memoria registra sobre la época son conversaciones políticas que transcurren caminando por las calles de Montevideo. Con Gerónimo de Sierra – que tenía información directa de una persona de la dirección del Movimiento 26 de marzo- trasmitiendo los términos de la imprevista acción conjunta contra los llamados “ilícitos económicos” de militares y militantes tupamaros presos: “los fusiles que habían apuntado al pueblo ahora se volverían contra la oligarquía”.
Con Jorge Zaffaroni, hablando sobre la situación política general y el movimiento estudiantil. Con Juan Carlos Berriel sobre la situación en el gremio bancario. Con María Emilia Islas que me contó casi diariamente el curso del conflicto de los estudiantes de Magisterio, y el acto en el Palacio Peñarol donde fusionaron su movilización con la de los maestros.
En general me desplazaba solo y vivía solo.
Nos veíamos dos o tres veces por semana con Mariela Salaberry, en encuentros intensos, gratificantes. Venía al minúsculo apartamento de la Avenida San Martín con alegría, noticias y comida que recibía de su familia de Durazno.
Para resistir
Desde la ROE retomamos la idea de un plan de lucha. Y un emplazamiento al gobierno. Costó que se entendiera, incluso en nuestras propias filas. Es decir, no servía, carecía de viabilidad política. Exigía de parte del movimiento obrero un grado de autonomía, de fuerza y capacidad negociadora que los mismos sindicalistas no veían.
Después del planteo del apoyo tupamaro a los militares que combatían los llamados “ilícitos económicos”, en los medios estudiantiles hubo una suerte de ofensiva “ideológica” del MLN planteando la centralidad y la pertinencia de una acción enérgica desde el espacio universitario. Los universitarios era el nuevo “sujeto de la revolución” y la extensión universitaria el campo de acción privilegiado, el ámbito donde actuaba la vanguardia.
En ese período, la experiencia de las grandes movilizaciones por la libertad de los presos y contra la tortura fue aleccionadora. El sentimiento que movía a los trabajadores era la solidaridad, el dolor y la indignación por lo que le estaba pasando al otro, al compañero preso.
Estuve algunas veces como oyente, otras informando, en varias de las asambleas que decidieron medidas solidarias: en la textil PHUASA, una madrugada cuando ingresaba el primer turno y los trabajadores ocuparon la planta, en FUNSA durante la ocupación, a raíz de la detención de Duarte y Pérez.
En asambleas de trabajadores de los bancos privados, de la bebida, de las fábricas de radio electricidad, en hospitales y sanatorios. Esos fueron los lugares donde hubo movilización más intensa. Sobre todo la planta de FUNSA, en Villa Española. Por la cantidad de gente, por lo difícil de la causa enarbolada (liberar presos de las en ese momento omnipotentes Fuerzas Conjuntas) y sobre todo por la duración de la huelga, se convirtió en un punto de referencia para todo el movimiento de resistencia.
La personalidad de Duarte, la experiencia organizativa y política de la conducción del gremio fueron un factor de peso muy grande.
Junto con la labor de los parlamentarios del FA, esa resistencia obrera probablemente fue es escollo principal que enfrentaron los golpistas en su marcha hacia el poder.
La tesitura del Sindicato de FUNSA se basaba en fundamentos sencillos y firmes. La exigencia de libertad para sus compañeros.
A partir de ahí se trazaban todos los planes de una acción inteligentemente diversificada hacia los dirigentes políticos, los medios de comunicación y hasta algunos jefes militares. Se hablaba con todos. No se aflojaba ante nadie.
A lo largo de los primeros días de agosto se intensificó el enfrentamiento entre “la tendencia” y el PCU. Sosteníamos la necesidad que el movimiento sindical luchara en defensa de los presos políticos (“a los presos por luchar”). El PCU procuraba mantener el accionar gremial en el plano más genérico de las reivindicaciones generales y evitar pronunciamientos que condujeran a un enfrentamiento con los militares.
Fueron los momentos en que el antagonismo fue más extendido por la cantidad de personas que estaban involucradas. También el más intenso, con enfrentamientos no sólo en las tribunas y la prensa sino en las manifestaciones callejeras.
La represión seguía arreciando sobre toda el área de la ROE y la OPR. A fines de 1972, las Fuerzas Conjuntas fueron a buscar a Mariela a su casa de la calle Manuel Albo. Con los compañeros se decidió que viajara a Buenos Aires. Allí estuvo hasta junio de 1973. Vivió el triunfo del peronismo del 18 de marzo y el ascenso de Cámpora.
1973
A principios de 1973 se fue haciendo más evidente la tensión entre el elenco civil del gobierno y la mayoría de los partidos por un lado y los mandos militares por otro.
Dentro de nuestro grupo afloraron algunos matices de interpretación.
Gerardo tenía una posición, “ni políticos ni militares”, fundada en una visión distinta que la mía del sistema político, del parlamento y los partidos. Defendía una posición algo así como “esta no es nuestra disputa, la cosa es entre ellos, entre los mandos civiles y los mandos militares de la burguesía”.
Yo tenía la intuición de que existiría una capacidad importante de supervivencia por parte del sistema de partidos.
Cuando se producen las denuncias de delitos económicos por parte de los militares, algunos compañeros de otras organizaciones de izquierda lo vieron como algo positivo. Desde el principio tendí a verlo como una maniobra demagógica.
Por entonces, ninguno de nosotros pensaba que se estaba en camino de la instalación de un régimen de terrorismo de estado del tipo que se instaló después. Ni en ese momento, ni en los tres o cuatro años que siguieron, pensamos que tendríamos que enfrentar una dictadura de doce años.
La situación era nueva y frente a muchos problemas pensábamos la realidad con ideas viejas. Hubo alguna discusión más bien política donde no nos poníamos del todo de acuerdo. Finalmente, Raúl Cariboni preparó un documento en el que hacía un análisis crítico del programa que levantaban los militares en los Comunicados 4 y 7 de febrero de 1973. Y sobre ese enfoque y ese texto nos pusimos de acuerdo, por lo menos en ese momento.
Después de muchos meses en los que la única información que llegaba era a través de los Comunicados de las Fuerzas Conjuntas, con su carga de ataques a la izquierda, la pugna entre civiles y militares provocaba cierto alivio, aunque parezca absurdo.
En marzo se produjo una caída importante de compañeros, entre ellos Raúl Cariboni y Juan Carlos Mechoso. Los repiques de esta caída arrastraron a otros compañeros y, entre otros locales, cayó el que servía como punto de encuentro y reuniones al Secretariado Ejecutivo.
En las semanas siguientes hubo una especie de agotamiento de las posibilidades de conseguir locales donde alojar a las personas requeridas, que ya éramos algunas decenas.
Desde el Secretariado propusimos un repliegue. Se empezó a discutir, detalladamente, un documento, llamado el “Acta de Abril” donde se fundamentaba la conveniencia de enviar a un cierto número de compañeros a la Argentina.
Algunos militantes, liderados por Idilio de León, se opusieron tajantemente a cualquier repliegue. Lo consideraban una “aflojada”. Se discutió pero las diferencias de sensibilidad ante la situación eran insalvables. El intercambio se enrareció y hubo bifurcación de caminos. Idilio De León se quedó y arreció su campaña de acción. Junto con él se apartaron Julio Larrañaga y otros compañeros. La divergencia y la ruptura con Idilio resultó inevitable pero dolorosa. Era un compañero querido y para muchos un ejemplo de tenacidad y espíritu de pelea.
Unas semanas después Julio Larrañaga resultó muerto en un asalto, en 8 de octubre y Villagrán en el que también murió un soldado. Unos meses después, en noviembre, de 1974 también murió peleando Idilio de León. Realizaba una operación cuando se topó en la calle con un vehículo militar. Le dispararon con un fusil.
De acuerdo con el Acta de Abril, Gerardo, con el “instituto de historia”, se instalaría en Buenos Aires para seguir trabajando en apoyo a las tareas que se realizaban en Montevideo y en la redacción de los materiales de un congreso fundacional. Junto con él se fue trasladando la mayoría de los compañeros vinculados a las actividades del aparato clandestino. Sólo quedaba en Uruguay un servicio técnico mínimo y un taller para confeccionar documentos de identidad ante una emergencia.
Puntos de un “programa para luchar ahora”
A partir de entonces el único que estaba en la clandestinidad era yo. En Montevideo nos reuníamos Jorge Zaffaroni, Pablo Anzalone, Coitiño, Duarte y Luis. Había un buen clima de trabajo. No obstante, empezaron a surgir algunas tensiones con los compañeros que estaban en Buenos Aires.
En ese período empezamos a elaborar una propuesta de programa para la acción inmediata. Participamos en eso Jorge Zaffaroni, Pablo Anzalone, Carlos Coitiño.
Ese “programa” fue base de las discusiones posteriores que culminaron en el Congreso de 1975 en que se fundó el PVP. Ponía el acento en la situación nueva que se había creado en el país a partir de la instalación de la dictadura.
En un pensamiento como era el nuestro de entonces, con resabios de “aversión a la política”, el golpe de Estado había operado como un factor de clarificación de los campos. Toda acción política era clandestina. Todo opositor un aliado potencial.
A partir de esa percepción elaboramos la propuesta de hacer un llamado amplio para la constitución de un frente nacional de resistencia. De esa manera, en cierto sentido, nos colocábamos en la situación de quiénes estaban dispuestos a hacer acuerdos políticos con otras fuerzas políticas
y –como se nos objetó desde la revista “Estudios” del PCU - nos “salteábamos” la instancia de unidad que era el Frente Amplio. La propuesta se examinó mucho después, durante el Congreso de fundación del PVP. Como sucede frecuentemente había más de una forma de fundamentar esta propuesta y según como se mirara conducía a objetivos muy distintos.
También incorporamos una idea que sería central en los años que siguieron: nos proponíamos lograr un gobierno compuesto por todas las fuerzas que habían luchado contra la dictadura. La lucha por un gobierno provisorio que cumpliera una serie de tareas de emergencia, la convocatoria a una asamblea nacional legislativa y constituyente y la definición de una serie de tareas a desarrollar por ese gobierno nos reafirmaba en una línea de pensamiento que ya había cancelado, al menos en el plano de la teoría, sus vinculaciones con el anarquismo. Este aspecto se reafirmará en el congreso de 1975 y en varias intervenciones de Gerardo en las reuniones que se realizaron para difundir las propuestas del PVP.
Durante un período, con posterioridad al golpe, siguió saliendo “Compañero”, que había sido omitido, posiblemente por error, en el decreto de clausura de los demás periódicos de izquierda. En esos meses se llegaron a vender casi diez mil ejemplares por edición.
La incorporación del FER
Después de la clausura editábamos un boletín: La Resistencia Vencerá. En ese período se fue concretando un proceso de fusión con un núcleo de militantes del Frente Estudiantil Revolucionario (FER). Durante unas cuantas jornadas, hicimos largas caminatas por Montevideo con “el Melena”, uno de los dirigentes del grupo que se incorporaba.
Era fácil entenderse con él, como lo fue con los demás compañeros que se incorporaron. Pertenecían a una generación cuyo centro había sido el hervidero de rebeldía y discusión que era el IAVA a partir de 1968, con una cultura política amplia, con avidez por estudiar y pensar con cabeza propia. Tenían el hábito de la discusión ordenada.
En su formación – y hasta donde sé- además de las influencias que nos eran comunes a toda la izquierda uruguaya (los trabajos y la epopeya del Ché, en primer lugar, el humus político de la izquierda nacional, Marcha, Trías.) habían incorporado cierta influencia de Isaac Deutscher, cuyos trabajos sobre Trotski, Stalin, Lenin y la revolución rusa muchos de nosotros habíamos leído con avidez a finales de los sesenta.
Estando clandestino viajé dos o tres veces a la Argentina. En 1972 y 1973 el contraste entre las dos ciudades era impresionante. En Montevideo predominada el silencio, la falta de movimiento de gente y vehículos, la oscuridad en las casas y en las calles, y la tristeza.
A fines de 1973, en uno de los viajes de regreso, vía Colonia, recuerdo la impresión de la ciudad vista a distancia: apagada, silenciosa, casi desierta. Los muros sí seguían hablando. Abajo la dictadura. Libertad para Seregni. Basta de torturas. Viva la CNT.
En las calles durante la huelga general.
Durante las dos semanas de la huelga alterné en tres casas: una cerca de la playa, otra frente a la Estación Reducto de AMDET y el pequeño apartamento de Doña Irene, cerca de San Martín y Larrañaga.
Pasaba gran parte del día caminando. Iba a todas las citas a pie, buscando las calles menos concurridas. Nos reuníamos, cada dos o tres días, con Duarte, Mariela, Jorge Zaffaroni para discutir la marcha de la huelga y las cuestiones de la ROE.
Una o dos veces por semana, nos reuníamos con los demás compañeros del Secretariado que funcionaba en Montevideo: Pablo Anzalone, Coitiño y Luis.
El primer lunes de huelga, ¿30 de junio? fue un singular, impactante plebiscito. El nuevo gobierno golpista había insistido hasta el agobio por medio de las radios y la televisión acerca de la normalización de los servicios públicos y de la actividad laboral en todo el país.
En la calle Guadalupe o en San Fructuoso, en las esquinas hacia arriba y hacia abajo de la Estación Reducto. En el “barrio de los judíos” y por avenida General Flores, bajo el cielo gris y en un lunes frío, salí a ver qué pasaba.
Caminé una, dos, tres cuadras. Lo que hablaba era el silencio de los talleres, de las fábricas, de las oficinas y los bancos, en cierto sentido del transporte. Caminé kilómetros esos días.
El epicentro: el Reducto. De ahí fui caminando a La Teja a conversar con compañeros del BAO y a Maroñas, con los de PHUASA, y más tarde a Villa Española. Y a Sayago para reunirme con Raúl Olivera, Gilberto Coghlan, Raimondo y los demás compañeros ferroviarios.
Estuve en las inmediaciones del Palacio de la Luz, donde un compañero de la ROE, había convocado una reunión a dos cuadras del local principal. Fue una asamblea insólita, unas treinta o treinta y cinco personas en la calle, discutiendo si se seguía o no la huelga.
Nos veíamos casi a diario con Berriel. En el Banco de Seguros, donde había tantos compañeros y amigos, a lo largo de los diez días que siguieron fueron quedando en huelga unos 100 compañeros. Como ocurrió en varios servicios o empresas públicas, la huelga había arrancado con muchos “carneros”. Pero un gran número de compañeros siguió adelante.
Por debajo de la tranquilidad impuesta por el miedo, Montevideo hervía. De gente que repartía volantes de todo tipo, de pequeñas reuniones sindicales, de los frenteamplistas de los comités de base que se solidarizaban con las fábricas ocupadas, de los sindicalistas para organizar sus acciones de ocupación y re-ocupación de los lugares de trabajo y demás. En esos días, al final de cada jornada, Mariela llegaba al apartamento con decenas de volantes que recolectábamos para enviar a los compañeros en Buenos Aires. La abundancia de proclamas, de pequeños panfletos o mariposas vivando a la huelga general y en repudio de la dictadura era impresionante. Y se repartían, casa a casa, en medio de la ciudad ocupada, patrullada y silenciosa.
Durante la huelga los encuentros tenían siempre una emoción contenida, el sentimiento, reservado, discreto, de la fraternidad en la resistencia, en el bando débil de una confrontación desigual, en la convicción íntima que la causa que la huelga defendía era justa.
Nos esforzamos por hacer algo desde la clandestinidad en apoyo a la huelga. Estábamos con pocos compañeros con experiencia. Se colocaron algunos petardos de repudio al golpe en dependencias del gobierno. La prensa silenció el asunto y los efectos de las acciones fueron casi nulos.
Hacia el fin de la huelga fuimos con Berriel a reunirnos con Ricardo Vilaró de la Gremial de Profesores y con Carlos García de la Federación de la Bebida y otros compañeros del frente sindical de la Corriente. Nos pusimos de acuerdo rápidamente en un texto de análisis de la situación y las perspectivas, documentos que luego se impulsó en los sindicatos en que la ROE y la Corriente tenían militantes con alguna influencia.
En las “reuniones–caminata” con distintos compañeros- se recogía también un rumor persistente: la idea de irse. Mucha de la gente que veíamos de lo que hablaba era de irse del país. La corriente migratoria fue fuerte hacia la Argentina. Muchos de los militantes sindicales despedidos durante la huelga general no tenía otro camino. Estaba en las listas negras y no conseguiría trabajo en Uruguay. La mayoría no lo consiguió nunca más.
Mucha gente que conocía se fue para siempre a Venezuela, a Australia, a Brasil. Esto antes de las grandes migraciones que se realizan a partir del 24 de marzo de 1976, cuando el golpe de Estado en Argentina llevó a que varios países europeos concedieran visa a muchos miles de uruguayos que residían en ese país o que fueron allí en busca de una visa: Suecia, Noruega, Holanda, Francia, Italia, Suiza, Bélgica, Italia, después Alemania, España. En 1973 la mayor parte de los emigrantes lo eran por razones políticas pero también una parte viajó empujada por la situación económica.
Alguien me dijo que, en los meses que siguieron a la implantación de la dictadura y la derrota de los trabajadores, había sido una época de grandes fiestas en las casas de los propietarios de grandes fortunas. Celebraban el “fin de la dictadura de los sindicatos”.
A partir del decreto del 4 de julio de 1973 se instaló una dinámica perversa: cuando algún trabajador iniciaba una acción reivindicativa, la empresa daba cuenta directamente a las Fuerzas Conjuntas que lo detenían de inmediato. Lo retenían un tiempo, lo torturaban y unas semanas después lo liberaban. En tanto, la empresa lo había dado de baja.
A la vez, cuando las Fuerzas Conjuntas detenían a algún sospechoso de vinculaciones con organizaciones subversivas, esa detención generaba de inmediato el despido. Fueron absolutamente excepcionales las empresas que mantuvieron el puesto de trabajo a un trabajador que había estado detenido.
Las primeras acciones de resistencia posteriores a la huelga
Desde la ROE lanzamos una campaña de pintadas y volantes con la consigna la resistencia vencerá. Preanunciando los símbolos del PVP, y ya con tenues influencias del movimiento peronista, la R se inscribía entre los brazos de la V.
A la campaña se la denominó Rebeca, por las hijas de Rebeca, un movimiento de resistencia popular en Gales del siglo XVIII que nos asombraba por su creatividad y valentía y del cual teníamos noticia a partir de un libro que se publicó en aquellos años de George Rude, “La multitud en la historia”.
En el período que siguió a la huelga la izquierda tuvo que batallar en una situación difícil. Por un lado, el gobierno a través del Ministerio de Trabajo en manos del Coronel Bolentini, un autoritario con ínfulas populistas, se planteó la “necesidad nacional” de realizar elecciones sindicales para “depurarlos de la influencia izquierdista”.
Desde la izquierda se planteó, entonces, la campaña por la reafiliación a los sindicatos de la CNT. En medio de la hostilidad del gobierno y la represión que no cesaba, la campaña se realizó con un apoyo formidable.
Falta fecha
En medio de esa situación la represión golpeó fuertemente en los grupos de la ROE de ferroviarios. Muchos compañeros fueron detenidos como Raúl Olivera, Gilberto Coghlan, Naidu Sosa y Raimondo.
Hubo también elecciones universitarias. Con todo su aparato golpeado por la represión, en medio de clausuras de prensa y sin Parlamento, se llevó adelante una formidable campaña con la gente reivindicando las organizaciones de la clase obrera y las ideas de la Universidad autónoma, con su compromiso histórico.
Una parte grande del edificio largamente construido había caído. Por eso no serían de extrañarse algunas actitudes dictadas por la desesperación.
Como ser la inesperada confianza que desde la izquierda se depositó en los militares que promovían los comunicados de febrero de 1973.
La idea que apareció luego, a destiempo, de una posible ruptura de la Marina con el Ejército durante la huelga general, eran muestras de esa desesperación. Por momentos uno se sentía aislado, con mucha gente a su alrededor confundida. En todo aquel período resultó excepcional el papel desempeñado por el Sindicato de Funsa, que se transformó en uno de los principales sostenes del conjunto del movimiento. Se hizo cargo de buena parte de los gastos de la CNT y mantuvo la presencia en todas las instancias orgánicas que impulsaban la reorganización del movimiento clasista.
El sindicalismo, muy golpeado, mantendrá, no obstante, cierta fuerza hasta 1976.
Del sindicato al exilio
Había días en que oía el anuncio de compañeros que se iban varias veces. Salvo los compañeros que militaban en AEBU y en FUNSA, donde los sindicatos siguieron siendo fuertes, en el entorno sindical de la ROE, hubo mucha gente que no vi nunca más en mi vida: de General Electric, Tem, PHUASA, Serratosa, ATMA, Ghiringhelli, Divino S.A., gráficos, Seral, de los laboratorios, del transporte, de ANCAP,
También ocurrió con decenas de militantes y dirigentes de “la tendencia” que fueron encarcelados, procesados y luego debieron salir del país. O prefirieron hacerlo porque su familia se había exilado.
Presencia o familiares de estos sindicalistas y militantes de la FAU y la ROE, del 26 de marzo, del MRO, del PCR, que animaron las grandes luchas de 1972 y 1973, se encuentran hoy dispersos por buena parte del mundo.
Impulsaba a esto la idea de haber sido derrotados y de no tener ya nada que hacer, junto con el crecimiento de la desocupación y la caída del salario.
9 1973-1974
Buenos Aires en 1973.
En 1956 o en 1972 llegar desde Montevideo a Buenos Aires instalaba en nosotros un estado de excitación y curiosidad. No importaba el tiempo transcurrido desde la última visita, siempre la ciudad despertaba unos anhelos difusos y una ansiedad.
En 1984, volviendo del Brasil donde había vivido desde principios de 1978, viví seis meses en aquella ciudad agitada, a la vez alegre y delirante que empezaba a abrir los ojos para enfrentarse con los testimonios del horror. Con esa parte de la ciudad de la denuncia, de la memoria, de los testimonios, conviví y sufrí, mientras esperaba ávido las noticias que llegaban de Montevideo, las novedades del proceso de repliegue de los militares en Uruguay.
En esos seis meses de 1984, pero ahora con el dolor y las incertidumbres por los compañeros que habían desaparecido, volví a mirar a Buenos Aires como montevideano, como un montevideano que volvía de San Pablo.
En 1973 o 1984 la ciudad atraía por ser distinta y ser parecida. Se nos ocurrían más o menos las mismas observaciones, preguntas parecidas a las que nos hacíamos en 1956 o en 1973. Los inevitables paralelismos, históricos, políticos. Como siempre, en 1973 nos impresionaban la desmesura de las cosas, el movimiento casi inabarcable de las personas y la abundancia de todo, empezando por la comida.
Montevideo después de la huelga general, con la dictadura recién instalada, con dificultades en el abastecimiento de energía eléctrica, era la imagen misma de la escasez y de la tristeza. Vivíamos pendientes de las noticias de las torturas y de los muertos. Era el riesgo, el desalojo, la derrota.
En 1972 y 1973 Buenos Aires vivía la euforia de la reconquista de las libertades después de 18 años de dictaduras miliares. El triunfo de la resistencia, de las guerrillas, de los trabajadores y de las clases populares que se identificaban con el peronismo y con la izquierda.
También de los periodistas, los intelectuales y los editores que se habían arriesgado. Era la victoria de todos los contestatarios, en la ciudad rica y cosmopolita, con sus diversas tradiciones culturales, con ediciones, librerías, cines, periódicos, minorías artísticas, religiosas y de todo tipo que se echaba a andar en un prodigioso irreverente movimiento de participación,
De golpe y en pocos meses se develó ante nuestros ojos la realidad imprevista del pueblo peronista: la ciudad y todos sus intersticios inundados por la presencia de la movilización de un pueblo que se sentía vencedor, tras el liderazgo de su viejo jefe que trasladaba un discurso ambiguo y con muchas señas a izquierda.
Para nosotros, Buenos Aires era, además, otras cosas. Un lugar lleno de referencias en la música que más nos gustaba. Una ciudad que así, como en esos tangos, se hacía querer. ¿Quién podría citarse en un bar de San Juan y Boedo y no pensar en Troilo? ¿Quién podía ver los trenes saliendo lentamente de Constitución, o de Retiro, con gente de todo tipo y lleno de mujeres jóvenes que salían del trabajo y afuera, colgados, arracimados descuidadamente en las escaleras del vagón, los muchachos de la “colimba” y dejar de pensar en el misterio de adiós que siembra el tren? O en el barrio de Belgrano y el caserón de tejas.
Estaba ahí, para nosotros que veníamos de un país paralizado por la miseria y el miedo, la presencia de un país grande, con su aire más europeo, con algo de las películas del neorrealismo italiano, con mucha gente efusiva y ruidosa, vocinglera y enérgica. En Buenos Aires, la movilización popular, le había cambiado el rostro a la ciudad.
La movilización argentina
Cuando llegué, en setiembre de 1973, los Montoneros acababan de matar a Rucci, el Secretario General de la CGT. El atentado marcaba un paso más en la guerra sorda y sangrienta entre la derecha y la izquierda peronista. Aunque la medida no fue comprendida y hubo voces de condena, en setiembre el movimiento peronista montoneros tenía todavía una fuerza tal que marcaba toda la vida de la ciudad y que las condenas al atentado no menguaron.
Algunos la llamaron la “primavera camporista” aunque había empezado antes del advenimiento del nuevo presidente y siguió después de los movimientos internos que lo depusieron en favor del Lastiri y de una nueva presidencia de Perón.
Fue un período de auge de la prensa independiente y de izquierda, de las librerías y las ediciones, del cine y de las películas que, después de períodos de censura, se exhibían libremente. Afloraba lo bueno y lo audaz del crisol de culturas que era la Argentina. Junto con aquel entusiasmo aparecían también las evidencias de la confusión que generaba la vuelta del peronismo al gobierno, en medio de un cisma interno que no tenía indicios de amainar.
Con los exiliados del Partido Nacional.
Constantemente recibíamos noticias de gente que llegaba huyendo de la dictadura uruguaya. Algunas veces concurrimos al Café Tortoni, en Avenida de Mayo, donde estaban, en cierto modo como establecidos, los exiliados wilsonistas. Conversamos, por primera vez, largo y tendido, con Wilson. En esa y en otras conversaciones que siguieron, en Buenos Aires y después en Londres, Paris o Ginebra, Wilson Ferreira hablaba con ímpetu contra la dictadura e inusual franqueza sobre todo lo demás, incluyendo las cuestiones internas de su partido. Expresaba su asco profundo a los civiles que habían traicionada a la democracia y en especial a los blancos que estaban en eso. Ni hablar de Bordaberry. En estas conversaciones Wilson nos propuso realizar un atentado contra un toro de la cabaña del dictador que iba a ser exhibido y premiado en la Feria de la Asociación Rural.
El intento de “toricidio” estuvo a cargo una pareja de compañeros. Se obtuvieron unas dosis de veneno abundantes y se las preparó para que el animal las ingiriera. Pero no hubo forma que el distinguido mamífero colaborara en la resistencia democrática. Saciado y lustroso se mostraba impertérrito ante los visitantes. Durante dos o tres días se esparcieron dosis letales, sin los resultados deseados.
Con argentinos solidarios
Gerardo había retomado contacto con viejos amigos anarquistas que fueron solidarios con nosotros. Por mi parte, a través de algunos amigos de Jorge Rulli, ex preso del CGIOR, con la gente que más relaciones tuvimos fue con peronistas de izquierda, todos militantes de base. Con esos peronistas, simpatizantes de Montoneros, de las F.A.P., o “en tránsito” entre una u otra de las tantas alternativas, fueron con quienes se trazaron los vínculos de amistad más duraderos.
Con ellos concurrimos a algunos actos donde reaparecía, bajo la forma de guerra de consignas la lucha subterránea. Recuerdo la sorpresa y el desasosiego que sentí cuando observé por primera vez la violencia de la pugna entre las fracciones peronistas.
Era distinta a la lucha de tendencias en el movimiento sindical uruguayo. Más violenta, más enconada. Cuando sólo convocaban las organizaciones peronistas de izquierda, el clima era distinto, como las manifestaciones de la Juventud Universitaria Peronista en repudio al golpe de Pinochet en Chile, que inundaron las calles y avenidas con gran apoyo y entusiasmo.
¿Por qué seguir?
En 1973, después de las derrotas del movimiento popular uruguayo (la del Frente Amplio, la de los Tupas y la del movimiento obrero) ¿por qué seguir? ¿Por qué empecinarse en seguir luchando contra la dictadura?
A los quioscos del centro llegaban los diarios uruguayos y cada día nos encontrábamos con las con las novedades de la campaña enconada y odiosa del gobierno contra las organizaciones populares. Había llegado la hora de sombra para el Partido Comunista y proliferaban las detenciones, las torturas y se difundían las fotografías con los rostros descompuestos de los compañeros torturados.
Desde la llegada de los primeros compañeros a la Argentina se había iniciado un proceso de reorganización política. En ese período, con una parte grande del partido en Montevideo, con una dirección en la que estaban Pablo y Coitiño, el peso de la producción de documentos se instaló en Argentina.
Se constituyó una dirección con Roger Julien, Alberto Mechoso, Mauricio, Gerardo y yo. Un tiempo después, a fines de 1973, llegó Gustavo Inzaurralde de Chile. Traía la experiencia reciente de la lucha política previa al golpe. Había aprendido de la rica experiencia chilena y era un expositor claro y paciente. Al poco tiempo de estar en Buenos Aires, y cuando iniciábamos el proceso de discusión en vista a la fundación del partido, Gustavo entregó para discutir un trabajo que titulaba “El cuadro táctico”. No recuerdo el texto del documento. Solo un acápite que volví a reencontrar un tiempo después:
“Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos “originales”; significa, también, y especialmente, difundir críticamente verdades ya descubiertas, “socializarlas”, por así decirlo, y convertirlas, por tanto, en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y del orden intelectual y moral. El que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de modo unitario el presente real es un hecho “filosófico” mucho más importante y “original” que el redescubrimiento, por parte de algún “genio” filosófico, de una nueva verdad que se mantenga dentro del patrimonio de pequeños grupos intelectuales” (A. Gramsci, Antología, 366)
La continuidad por “reenganche”
En 1973 y después, en loa años de luchas y reorganización que siguieron se dio un fenómeno señalable de continuidad. Había sucedido con los dirigentes, cuando en tal o cual momento la represión nos había dejado un tiempo fuera de juego, como ocurrió con varios de nosotros en 1971.
Se daba con gran frecuencia en militantes fogueados que después de dos o tres años en el Penal (de Libertad o en de Punta de Rieles) se reincorporaban a la vida política.
Fue el caso de una cantidad de compañeros y compañeras que fueron procesados más de una vez por la Justicia Militar, después de haber sido torturados.
Una parte considerable de los compañeros que sostuvieron nuestra estructura en Argentina venían de pasar varios años en prisión.
Y una parte de los desaparecidos en 1976 y 1977, (como Gustavo Inzaurralde, Elena Quinteros, Telba Juárez, Alberto Mechoso y Roger Julien) venía de cumplir ese ciclo.
La serenidad y la sangre fría que demostraron tener muchos compañeros ya con la represión sangrienta instalada en Orletti era el resultado de una experiencia y una formación singular.
También los que en ese período escaparon a la represión y se mantuvieron en la Argentina ayudando a la salida de los compañeros y sus familias, como Ruben Prieto y María Selva Echagüe.
La continuidad por reenganche se mantendrá después, en Europa, cuando Lilian Celiberti que había llegado a Italia después de cumplir una condena en Uruguay, se reincorpora y decide instalarse clandestinamente en Porto Alegre, Brasil, de donde es secuestrada en noviembre de 1978, en otra fase del Plan Cóndor.
Es la misma continuidad cuando ya instalados en San Pablo, desde 1978, se reincorporen Pablo Anzalone y otros compañeros que iban saliendo de la cárcel.
Crece el exilio uruguayo en Argentina
En 1973 y 1974, los uruguayos afluíamos por miles a la Argentina.
Una parte porque en Uruguay era perseguida por las Fuerzas Armadas. Otros miles, por haber sido incluidos en las “listas negras” que siguieron al decreto del 4 de julio de 1973. Y otros empujados por la desocupación y el clima de desesperanza que se vivía en nuestro país. La inmigración de 1973 y 1974 fue un hecho demográfico importante.
Pasada la dictadura, las familias de clase media más acomodada lograron reintegrar al país a muchos. Para los trabajadores de la industria y de la actividad privada, el retorno fue más complicado y algunos hasta hoy no han conseguido recomponer su situación laboral o ante la Previsión Social.
En 1985 las leyes de amnistía y reposición de los destituidos permitieron que, en sector público, unos cuantos miles nos reincorporáramos a la vida laboral y después sindical.
En cambio, en unos pocos sectores de actividad privada, como la salud y bancarios, los ex presos y exiliados regresaron a sus puestos de trabajo.La inmensa mayoría de los trabajadores de la actividad privada despedidos en 1973 y 1974 no pudo regresar.
Con Juan Carlos Portantiero
Desde su llegada a la Argentina, en abril de 1973, Gerardo se dedicó, entre otras cosas, a trabajar en vistas al congreso.
Como tenía la responsabilidad de dirigir un grupo de “producción de ideas” (“la cocina”), emprendió la tarea de tomar contacto con los trabajos de tipo académico que se desarrollaban con bastante efervescencia en Argentina. Se inscribió y asistió a los cursos de Portantiero y Aricó que por entonces impulsaban la edición de la magnífica revista Pasado y Presente, que nos parecía interesante y valiosa y que, por entonces, leímos bastante.
Se procuró formar un grupo donde hubiera no sólo estudiantes o gente con formación universitaria, sino también compañeros de otra extracción y más bien autodidactas. Se conformó un grupo con Roger Julien y otros compañeros. Se discutía Gramsci, en los términos teóricos que surgen de la lectura que Portantiero y Aricó realizaban por entonces. La relación entre la teoría, los intelectuales y las prácticas propias (o espontáneas) de la clase obrera.
Vida de familia en Argentina
En los primeros tiempos los que íbamos llegando a Buenos Aires vivíamos con bastantes dificultades económicas. La organización había fijado una especie de salario de emergencia que apenas daba para pagar la comida, el transporte, los diarios y algún otro pequeño gasto. Algunos compañeros consiguieron algún trabajo pero varios de nosotros ya estábamos dedicados al mantenimiento de la actividad política. En general estábamos mal alojados, y mal vestidos y calzados, aunque ya en el Buenos Aires democratizado del 73 eso no se notara demasiado.
Contra toda recomendación en materia de seguridad, muchos vivíamos en pensiones. Yo fui a dar a una aceptable, de unas 10 o 15 habitaciones, en la Avenida San Martín, unas cuadras hacia provincia pasando el cruce con la Avenida Álvarez Jonte.
Era un lugar modesto pero limpio y bien organizado que regenteaba un español. Todas las habitaciones tenían una ventana que las ventilaba y las paredes estaban limpias y pintadas. Vivían sobre todo parejas jóvenes o gente sola que, en su mayoría, habían llegado de las provincias del norte. El trato con los pensionistas era bueno y distante. Con el dueño, pagando en fecha, todo iba bien. Tenía una pieza pequeña con un camastro y un ventanuco en lo alto que algo iluminaba y ventilaba. Me sentí bien en aquella sencillez. Sin muebles, casi sin libros (sólo los de ficción que estaba leyendo) aquélla pieza de pensión auguraba en cierto sentido la celda en Sierra Chica en la que terminé el ciclo de los setenta en Argentina.
El único recuerdo algo penoso de aquellos primeros meses fue una vez que me vino a visitar mi padre. Yo estaba con el documento de identidad con el que había salido de Uruguay, a nombre de otra persona. A mi viejo no lo dejaron quedarse en mi pieza. Tuvo, con desagrado, que quedarse sólo en otra. Al día siguiente salimos a pasear por el barrio de la Chacarita y el disgusto se disipó. Me maravillaba ver cómo sabía de Buenos Aires. Los recorridos y las distancias, las combinaciones de trenes y autobuses, las características de algunos barrios. Hacía casi treinta y cinco años que se habían ido de Argentina.
Cuando terminó el año escolar de 1973, mis hijos Paula (de 11) y Andrés (9) vinieron a Buenos Aires. Su madre, Susana Nerón, ya estaba desde fines de 1972. Por solidaridad con gente del MLN había alojado en su casa a un compañero perseguido. Después su dirección fue cantada y las Fuerzas Conjuntas la fueron a buscar. Pudo zafar y cruzó a la Argentina.
Se alojaron primero en el Hotel Ritz administrado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para refugiados (ACNUR). En unas habitaciones pequeñas se hacinaban decenas de exiliados chilenos y uruguayos.
En cuanto pudimos, conseguimos una casa para que se mudaran Susana, Paula y Andrés. Era un apartamento sin terminar, en la calle Granaderos, no lejos de Rivadavia en Flores. Lo mejor de la vivienda era la azotea, que estaba al lado del apartamento, en la cual había una plancha de hormigón en la que se podían hacer asados. Fueron pocos pero los asados ahí y los cohetes que lanzamos en las fiestas de fin de año, bastaron de dar unas chirolas de dicha que después sería muy difícil recobrar por mucho tiempo.
Como la euforia argentina era contagiosa, aquellos cambios forzados y aquel alejamiento de Uruguay no tenía la carga de angustia que asumiría después.
Un intento frustrado: Pablo y Aníbal. Omar.
A mediados del 73 nuestra situación empeoró a raíz del intento de una operación destinada a obtener recursos económicos. El asunto consistió en retener a un ejecutivo de una empresa transnacional. Se hizo pero el individuo no tenía gravitación en la firma, que se desinteresó de su suerte. Estábamos en un escenario extraño y no era difícil cometer errores. Recaudar por vías ilegales nunca, en ninguna situación económica o política, es empresa fácil y el camino elegido fue equivocado. El aspecto más grave fue la caída de dos compañeros valiosos que pasaron luego varios años presos en Argentina.
La situación de Pablo y Aníbal, dos compañeros experimentados, sobrevivientes de la represión de 1972 en Montevideo, inicialmente no fue demasiado mala.
Después, el tratamiento dentro de las cárceles se volvió duro, en consonancia con la brutalidad de la represión desatada por la Junta Militar a partir del 24 de marzo de 1976. Los dos estuvieron alrededor de seis años, básicamente en la Plata y Devoto.
Aníbal tuvo que soportar un traslado violento a Rawson. Los presos del PVP de las cárceles argentinas -los “yorugas” en la jerga porteña- tuvieron una conducta ejemplar.
Durante muchos años, presos de organizaciones argentinas, con los que me he encontrado una y otra vez, han hecho referencia a la firmeza y la calidad humana de Pablo, de Aníbal, y de Omar, otro compañero encarcelado después de un nuevo intento frustrado de obtener recursos.
La Junta de la FAU
El 18 de noviembre de 1973 se había reunido, en una especie de garaje amplio con baño, en Villa Martelli, donde vivía Ismael, la Junta ( o Comité Central) de la organización. Estábamos ahí, apretaditos, más de treinta compañeros procedentes de las direcciones de los cuatro “frentes”: de la actividad pública (“cooperativa”) en Uruguay, de la actividad clandestina en Uruguay (“Chola”), de la actividad pública en Argentina y de la acción clandestina ahí.
Estábamos emocionalmente marcados por la situación política en Uruguay, de las noticias sobre las torturas, de lo que significaba el Frente Amplio y de la campaña de la derecha contra él, del aislamiento de la ROE, la lucha contra el avance militarista y autoritario y la necesidad de unirse contra la dictadura instalada el 27 de junio.
Con Coitiño contribuimos a la discusión de las propuestas del Plan “14 puntos para actuar ahora” que habíamos elaborado en Montevideo con Pablo, Coitiño, Mariela, Jorge Zaffaroni y Duarte.
A partir de esa reunión se tomaron una cantidad de iniciativas. Entre otras, empezamos a editar, bajo mi responsabilidad y junto a dos o tres compañeros, el Boletín de la Resistencia Oriental que pronto logramos hacer a imprenta. Al mismo tiempo, con Mariela Salaberry, empezamos a escribir el documento que serviría de base de discusión del Congreso que culminaría en la fundación del partido.
El documento se llamó “1811”, por 18 de noviembre de 1973, fecha de la reunión en el garaje de Villa Martelli. La redacción insumió varios meses.
El documento para el Congreso
Contenía una primera parte dedicada a una suerte de interpretación histórica del Uruguay, que redactamos Mariela y yo. A medida que se escribía, se lo pasábamos, de dos o tres hojas por vez, a Gerardo para que diera su opinión. Nos basábamos en las obras de Barrán, Nahum, Real de Azúa, y en El proceso económico, El reajuste conservador, y los Análisis de coyuntura del Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas.
Una segunda parte estaba constituida por una historia de la FAU. Inicialmente lo habíamos escrito nosotros. Cuando se lo pasé a Gerardo, él no estuvo de acuerdo. Le pareció que era demasiado crítico. Así que hizo él un texto. Lo discutimos. En varias cosas no estuvimos de acuerdo pero como se trataba de un documento que serviría de base para una discusión, las diferencias quedaron por ahí.
Finalmente el 1811 contenía un análisis de la situación política y las propuestas de líneas de acción para la lucha contra la dictadura. En ese terreno siempre nos poníamos rápidamente de acuerdo. Tanto en el análisis de situación, “la caracterización de la dictadura”, como en las propuestas políticas.
El texto es un verdadero criptograma presentado como una historia de Ecuador. Todos los personajes de la historia y de la vida política, los datos de la geografía y de los acontecimientos uruguayos fueron sustituidos por nombres fictos de la historia de Ecuador. En la tapa se reproducía un escudo de Ecuador y el trabajo – de apariencia académica- era una suerte de ensayo histórico de ese país y sus vecinos.
El documento lo fuimos escribiendo en la pensión y luego yo lo llevaba a la zona de Tribunales donde, en una oficina que se ocupaba de esos trabajos, se mecanografiaba y se editaba. Quedó terminado el 26 de junio de 1974. Constaba de unas 110 páginas tamaño oficio, con letra pequeña.
Ese día le dimos el primer paquete con unos 10 ejemplares a Jorge (“Pipa”), que viajaba por Colonia a Montevideo. Cuando llegó a la frontera uruguaya, --no habíamos pensado en eso- se cumplía el primer aniversario del golpe y del comienzo de la huelga general. Los controles policiales y militares eran más estrictos. Vieron el paquete y de inmediato, fue detenido y revisado en el puerto. Un oficial examinó el documento. No encontró nada extraño y lo dejó seguir.
Mezclas y claustros
Empezamos por hacer en Buenos Aires lo que llamamos “mezclas”, es decir, reuniones con compañeros de los cuatro frentes para discutir tomando como base al documento. Para nosotros se trataba de unificar una problemática política. Lograr que un buen número de personas, que en la clandestinidad está atravesando experiencias distintas, se incorpore a las mismas problemáticas. Todo esto llevaba tiempo y exigía paciencia.
El presente golpeaba reclamando presencia y había, no obstante, que discutir sobre el futuro. Y sobre lo que había estado equivocado en el pasado. Nunca era terreno grato reconocer los errores. Discutir más allá de los episodios y de las intenciones, es decir, discutir para sacar alguna pequeña y modesta conclusión teórica, o apenas política, suponía vencer las tendencias fuertes y arraigadas. Eso, en gran medida se logró con un trabajo gigantesco de intercambios y debates.
Después, se reunieron los tres “claustros”, es decir, tres mezclas, bien organizadas, en las que participaban unos treinta o treinta y cinco compañeros en cada una.
Tanto en las mezclas como en la convocatoria más formal a los “claustros” se grababan las intervenciones de cada compañero y luego se transcribían, con la criptografía del caso, y circulaban entre todos.
Como resultado de este esfuerzo de debate y organización logramos la creación de una base de discusión compartida y unas posibilidades de ir mejorando colectivamente el análisis de la situación y de las propuestas. Para la mayoría resultaban de gran importancia los informes que aportaban los compañeros, sobre todo sindicalistas, que permanecían militando en Montevideo.
Relaciones con partidos argentinos
Desde su llegada a Buenos Aires, Ismael, un militante estudiantil de la ROE, había hecho algunas amistades con militantes políticos de la izquierda argentina. Entre ellas con un veterano militante trotskista, al que le decían el viejo Ignacio. Fue una relación duradera, un poco al estilo tradicional de intercambio de información y análisis de la situación de cada país. Lo traté con regularidad durante todo el tiempo que estuve libre en Argentina.
Todos los partidos de la izquierda clásica se habían visto desbordados por el empuje de la combatividad del peronismo y de los montoneros: comunistas, socialistas, anarquistas, maoístas, trotskistas, etc. habían sido colocados ante una nueva realidad. A través de “el Viejo” conseguimos algunos documentos de identidad en blanco que sirvieron para paliar la situación de los compañeros que venían llegando.
Las reuniones con Ignacio resultaban siempre cordiales y provechosas. Nos encontrábamos en las primeras horas de la tarde. Cambiábamos de lugar de encuentro cada poco tiempo, pasando por los bares y confiterías del barrio Palermo. Hablaba con entusiasmo, y también oía con atención. Leía los documentos que le pasábamos y preguntaba, lo que también resultaba interesante. No aplicaba con nosotros las severas definiciones que sí propinaba a los grupos argentinos con los cuales su organización tenía afinidad.
Con Ismael se estableció también relaciones con compañeros del Partido Intransigente, grupo de izquierda escindido unos años antes del radicalismo. El constante nacer-dividirse- y-morir de las organizaciones políticas de izquierda en la Argentina llevaba a que, en cada momento, se definiera a una organización (o una persona) diciendo “viene de tal lado”. Por lo general “se venía” de alguna escisión del Partido Comunista y luego de alguna escisión de los partidos o grupos con influencia trotskista. O se venía del peronismo o del cristianismo. Una parte grande de los argentinos que conocimos en aquellos años están desaparecidos.
Denunciando a la dictadura uruguaya
El 19 de abril de 1974 hicimos, en repudio a la dictadura en Uruguay, en Buenos Aires uno de los actos más grandes y entusiastas de esos tiempos. El local de la Federación de Box, en la calle Castro Barros, estaba atiborrado de uruguayos que sentían la emoción del reencuentro. Hablé como representante de la ROE, sobre la base de un discurso que habíamos preparado cuidadosamente. Lo publicamos luego en el Boletín de la Resistencia Oriental.
Junto con él un facsímil de la Bandera de los 33 que, con esmero gráfico, los compañeros habían levantado de la pieza original que –con mucha precauciones- se había trasladado a Buenos Aires.
A lo largo del año 1974 y, particularmente después de la muerte de Perón, se fue acentuando la represión violenta en la Argentina. En primer lugar sobre los propios militantes de las organizaciones populares argentinas, sus abogados, como Rodolfo Ortega Peña en agosto, o Silvio Frondizi, el 27 de setiembre.
El cambio se sintió en la calle. El miedo empezaba a invadir también a esa ciudad. La euforia del 73 había quedado atrás.
A partir de la gente que se había acercado a la Federación del Box, habíamos fundado el Comité de Uruguayos 19 de abril. Desde ahí se organizaron una serie de demostraciones contra la dictadura uruguaya. Caminábamos por la cada vez más estrecha cornisa de la legalidad democrática argentina. Estábamos tan sensibles a la situación uruguaya, a los gritos sordos de la gente perseguida, presa y torturada que ese era nuestro “hábitat”. No había tiempo, ni espacio, ni fuerza para parar. No lo hubo entonces, que recién empezaba la carnicería. Ni lo hubo después. Ni después del 24 de marzo.
El 25 de setiembre, el club Peñarol enfrentó a Huracán en el estadio de Parque Patricios. En las tribunas, decenas de compañeros alzaron unas enormes pancartas donde se leía “Abajo la Dictadura uruguaya” “Libertad”, “arriba los que luchan” y un gran número de banderas uruguayas. La idea era agitar esas consignas ante los miles de uruguayos que habían viajado a ver el partido y, a la vez, hacer que las trasmisiones por televisión difundieran la imagen de las pancartas. En gran medida se logró.
Algo similar se hizo en el partido que el 2 de octubre Peñarol disputó con Independiente en Avellaneda. No menos de 60 o 70 compañeros participaron en el reparto de volantes, agitación de banderas y corear de consignas contra la dictadura uruguaya.
La actitud del gobierno uruguayo era arrogante, vengativa, revanchista. La lucha contra los sindicatos fue implacable. La interacción de la represión de las empresas y la represión política fue eficaz.
Latrónica
En Buenos Aires, en 1973 y 1974 había cientos de ex militantes que querían “hacer algo” contra la dictadura. Como nosotros, recibían las malas noticias de Uruguay, tenían a un ser querido preso, sabían de las torturas. Los golpes recibidos por otros movimientos llevó a que mucha de esa gente “suelta” se acercara al esfuerzo que estábamos haciendo.
Algunos porque coincidían con nuestra manera de entender la situación y nuestras propuestas. Quizá muchos otros porque querían estar vinculados a un grupo para actuar, para no tener que vivir en la inacción y la soledad la angustia que provocaban las noticias que nos llegaban de Uruguay. Una tarde un compañero que había militado en el 26 de marzo, Ruben, me pasó un contacto con Latrónica. A fines de agosto nos encontramos en un boliche de la Avenida Corrientes, a la altura de Flores. Era un muchacho flaco, cordial, con las marcas que teníamos todos de ser uruguayo. Me preguntó, le conté en qué andábamos. Le pasé algunos documentos políticos para que leyera. Un hombre joven, que buscaba un lugar de lucha que en ese momento no tenía. No se mostró demasiado exigente en materia de línea, ni pareció importarle que la ROE no estuviera en el Frente Amplio.
Unos días después, 12 de setiembre de 1974, el cadáver de Luis Latrónica, junto con los de Daniel Banfi y Guillermo Jabif fue encontrado casualmente cuando un vehículo policial advirtió que un grupo de hombres estaba tratando de enterrar a tres cuerpos. Aunque ya estaban parcialmente tapados con cal viva, los cuerpos fueron identificados y eran los de éstos tres compañeros.
Hasta donde sé, en ese momento, no estaban desarrollando actividad política organizada. A pesar de que los criminales fueron sorprendidos por la policía, no hubo ningún detenido por el asesinato de estos tres jóvenes. Tampoco el gobierno uruguayo hizo la menor gestión pronunciamiento sobre el episodio.
Iván Morales
El 24 de noviembre fue detenido Iván Morales que militaba con nosotros en la creación del PVP. Padre de tres hijos pequeños, Iván tenía sólo 26 años cuando fue detenido. Había venido apenas unos años antes de Bella Unión, donde seguía viviendo su familia. Como único hijo, era especialmente protegido por sus padres. Estando en Montevideo su madre le enviaba con regularidad “una vianda” con las comidas que prefería.
Lo conocí en una reunión, preparatoria del Congreso fundacional del PVP, con compañeros de distintos frentes. Se había ofrecido, y después fue designado, como auxiliar de la mesa de la asamblea, alcanzaba el micrófono a los que iban solicitando la palabra, repartía las actas y proyectos de resoluciones que circulaban, se ocupaba que los grabadores estuvieran funcionando y de los demás aspectos técnicos del desarrollo de la reunión . Actuó todo el tiempo con cordialidad y buen humor. Se aplicó a la tarea con una seriedad y dedicación que me resultaba casi ingenua, como alguien que acababa de descubrir una realidad de debates políticos ordenados, con discursos de tono muy dispar pero apuntados a lo mismo, con intervenciones a veces algo rimbombantes y retóricas pero siempre con datos y opiniones de interés.
Fuera de la reunión general, otros compañeros que lo conocían se referían a él como activo e inteligente. Aunque era muy joven había sido uno de los dos o tres principales responsables de la operación económica realizada en 1974.
En noviembre, su detención fue breve. Lo apresaron en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, en el Vapor de la Carrera. Uno o dos días de torturas e interrogatorios. Al tercero llevaron a su casa un cajón con orden de no abrirlo. “Se había suicidado” le dijeron a su esposa. Su cuerpo tenía, efectivamente, un corte profundo en el cuello, que había sido cosido rudimentariamente. Le entregaron el cuerpo a su madre. Estaba irreconocible pero su madre que lo adoraba como su único hijo, en la ciudad de Bella Unión bajo el miedo, no tuvo condiciones ni oportunidad de reclamar ante las Fuerzas Conjuntas.
Según me dice Mario Gabot, su primo, el día 2 de noviembre del 2000, “el cadáver estaba sin dientes”. ¿Rotos, arrancados? En ese momento Iván probablemente fuera, después de Alberto, el compañero con más responsabilidades en la estructura operativa de la organización. Si, apenas detenido, se suicidó, sus captores fracasaron absolutamente.
Iván tenía conocimiento de las actividades más delicadas emprendidas y del local (o los locales) de mayor importancia. Si él hubiera cedido a la tortura y hablado, probablemente la organización PVP hubiera sido destruida en ese momento, en noviembre de 1974.
Obtención de recursos
En 1973 la situación de la organización era complicada. Por un lado, la prisión de decenas compañeros ( entre ellos Juan Carlos Mechoso, Raúl Cariboni, Carlos Coitiño, Pablo Anzalone, Raúl Olivera, Ivón Trías, ...) y el pasaje a la clandestinidad de otros, entre ellos Gerardo y Mauricio Gatti y yo mismo, provocaba dificultades organizativas crecientes.
No había locales suficientes para que se alojaran los militantes buscados, no había vehículos para trasladarse, ni elementos adecuados para realizar tareas de propaganda.
La voluntad militante era intensa. Pesaba la indignación con las noticias de las torturas a que eran sometidos los compañeros. Aunque ya teníamos había una conciencia bastante clara de la agresión que significaba la tortura y teníamos referencias claras sobre los casos de tupas que habían sido torturados de manera despiadada, la muerte por torturas del ferroviario Gilberto Coghlan, en 1973 -un compañero algo mayor que nosotros, conocido por su temperamento sereno y cordial y muy querido en la ROE y entre los sindicalistas- nos tocó de cerca.
El sentimiento predominante era que había que seguir luchando. Eso estaba fuera de consideración. Era de las cosas que no se discutían.
En Montevideo, virtualmente ocupada por las Fuerzas Armadas en aquellos meses que precedieron y siguieron al golpe de estado, no era pensable avanzar mucho en la obtención de recursos.
La situación en Argentina tenía otras complicaciones complementarias: no conocíamos el país, ni teníamos amigos a los que recurrir para obtener información.
Se había seguido cultivando antiguas relaciones con compañeros vinculados al movimiento anarquista. En el momento peor de nuestras dificultades económicas, nos hicieron un préstamo, en realidad una donación, bastante importante que alcanzó para respirar: se pagaron algunas deudas y alquileres atrasados y se pudo seguir imprimiendo alguna propaganda contra la dictadura.
En esas condiciones, Gerardo demostró uno de los rasgos más notables de su singular inteligencia: tomó a su cargo, directamente, la conducción de una nueva operación para la obtención de recursos.
Puso todo su esfuerzo en ordenar datos, buscar información, delinear un plan.
A partir de la información que luego nos dieron los pocos compañeros que sobrevivieron, y en particular la que Mauricio Gatti brindó en la conferencia del PVP en 1977, los hechos trascurrieron más o menos así.
Se ensayaron diversas hipótesis. A partir de algunos datos iniciales se fueron descartando algunas opciones. Se empezó a examinar la posibilidad de secuestrar a un barraquero acopiador y exportador importante, que operaba en Montevideo y Buenos Aires, Hart.
Su nombre había aparecido entre los principales responsables de maniobras de contrabando de lana en una Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados en 1957, Vivián Trías lo incluyó en una denuncia publicada en El Sol del 28 de junio de 1957. Después, en la década de los sesenta, había sido reiteradamente denunciado por la Federación de Obreros en Lanas también como gran contrabandista de lana y se decía que en este negocio obtenía enormes ganancias. Partiendo prácticamente de la inexistencia de información, a partir de unos hilos sueltos, Gerardo fue situando al individuo y a la sede argentina de empresa trasnacional.
Desde el punto de vista operativo, la situación estaba llena de dificultades: muchos de los compañeros con más experiencia estaban presos en Montevideo. Otros, también fogueados, habían sido detenidos en Argentina.
Como elemento a favor estaba la incorporación de un buen lote de compañeros del FER-FRT. Algunos con cierta experiencia y todos con buenos niveles culturales y capacidad de adaptación. El proceso su incorporación a la organización era fluido y se cumplía en medio del clima de compañerismo y ganas de seguir luchando que describí.
El principal lugarteniente de Gerardo, y con una experiencia operativa directa de la cual Gatti carecía, fue Alberto Mechoso, que trabajó con una dedicación impresionante. El otro compañero que reveló inteligencia y decisión fue Iván Morales. En marzo de 1974, el grupo fue a buscar a Hart ( “Manuel”) a su casa.
En medio de la partida, de manera inesperada, se produjo la llegada de un grupo de personas que venía a visitar al acaudalado barraquero.
En ese momento, Iván Morales, que tenía a su cargo un vehículo con el que el grupo esperaba retirarse, actuó con rapidez y obligó a los visitantes imprevistos a ingresar al lugar, donde fueron reducidos. Finalmente, la aprehensión se realizó y culminó sin demasiados trastornos.
“Manuel” fue alojado en una casa que solo conocían Alberto Mechoso e Iván Morales. Se inició de inmediato un proceso de negociación dirigido paso a paso por Gerardo.
Indicó que para desinformar los primeros tramos de las conversaciones se hicieran en francés. Así se hizo. Cuando el diálogo se estabilizó, pasaron al español.
Gerardo se propuso convencer a los allegados de Hart, vía telefónica obviamente, que lo mejor para todos sería que toda la negociación ser realizara sin dar aviso a la policía. Y logró que se mantuvieran en esa tesitura.
Cuando unos días después, en la página editorial de un diario porteño se publicaba el rumor que hacía varios días que no se veía al empresario, el asunto no pasó de ahí porque la voluntad de Hart y de su gente en la empresa era de no denunciar la detención.
Apenas unas dos o tres semanas después, y en señal de su buena voluntad para lograr un entendimiento, los allegados al barraquero entregaron dos millones de dólares.
Fue un respiro para las actividades de resistencia que veníamos desarrollando.
Unas semanas después, los allegados al barraquero entregaron otros ocho millones de dólares y Hart fue dejado en libertad.
Según comentaban irónicamente los compañeros, Gerardo ¡lo había convencido!. El hecho es que nunca se hizo la denuncia policial ni judicial. Todo parece indicar que el poderoso grupo empresarial que representaba tenía sobre sí demasiadas operaciones económicas descubiertas como para que su titular se expusiera al conocimiento público del volumen de su fortuna.
Anarquismo y peronismo
Siempre es difícil ser impermeable a la situación social y a las ideas que predominan en el ámbito donde uno vive. Dadas las características de nuestra organización la influencia de la situación argentina sobre nuestra manera de pensar revistió aspectos singulares, algunos inesperados
Por un lado la movilización peronista había impactado fuertemente a muchos compañeros y por esa vía se daba una apertura mayor hacia la política de “frentes”, alianzas, cooperación con otras concepciones y hasta ideologías.
Es fácil comprender cómo, en un primer abordaje, se pueden encontrar elementos de proximidad entre el anarquismo y el peronismo. Como cuestión más meditada no los había. Atraía la gesta de la resistencia peronista, los 18 años de resistencia, los miles bombas caseras desafiando el “orden” de los centuriones que estallaron sin pausa durante ese largo ciclo. También el empuje contestatario e irreverente de la juventud peronista y de la JTP. Pero, aunque las líneas de acción del Movimiento Peronista Montonero expresaban una renovación y una superación, hechas desde la cultura de la izquierda, ni la estrategia de una alianza para la liberación nacional, ni la tradición caudillista ni los métodos sindicales y políticos del peronismo tenían semejanza con nuestra cultura.
De todos modos, en aquella época nuestros mejores amigos, dentro y fuera de las cárceles argentinas, fueron con militantes peronistas.
Hospitalidad
Entre los militantes peronistas y de toda la izquierda había una simpatía extendida hacia los uruguayos y hacia nosotros. La tradición de la izquierda obrera y del viejo anarquismo, por un lado, las acciones de los “tupas” y la huelga general contra el golpe del 27 de junio, por otro, habían predispuesto a muchos argentinos más o menos militantes en favor de aquellos parientes pobres, que hablaban más bajo, se tiraban a menos y estaban en lo suyo haciendo cosas para luchar contra los “gorilas” en su patria.
Apenas empezó a salir el diario, unos amigos nos pusieron en contacto con “Noticias” órgano de Montoneros. En la secretaría de Redacción me entrevisté con Rodolfo Walsh. Me recibió con un trato fraterno, cordial y algo solemne. Se interesó por saber de Uruguay y nos abrió el juego en el diario. A partir de entonces se acercó Ruben Prieto González (“Cachito”) y se publicaron algunos artículos largos sobre la dictadura en Uruguay, y otros dando los puntos de vista de la ROE.
Idea de partido
En una relación compleja entre enseñanzas prácticas que nos iba dejando el quehacer político y elementos teóricos de distinta procedencia se había ido elaborando una cierta teoría del partido revolucionario.
Un aspecto central era la idea del partido como un instrumento al servicio del pueblo, de los trabajadores. No es un fin en sí.
La lucha que se emprendía no tenía un punto de llegada. Aunque no la llamábamos así, nos nutríamos de la idea de la revolución como proceso permanente, tomada de Marx y de Trotski, el devenir de una tarea histórica que no reconoce barreras sustanciales entre las distintas etapas.
El partido tenía que irse preparando para todas las luchas, y las luchas de todas las etapas, incluso ante los riesgos de burocratización que aparecerían después de la victoria, como había aparecido en casi todos lados, las desviaciones burocráticas o los privilegios de los dirigentes. Veníamos de la tradición anarquista y tercerista. No aceptábamos ni los modelos de la democracia capitalista occidental, ni de la socialdemocracia ni la del “socialismo” soviético.
Esa postura político-ideológica tenía como consecuencia el hecho de presentar una propuesta que no tenía un punto de referencia material en la experiencia de ningún país del mundo. No éramos los únicos. Pero ningún otro partido mantuvo en esos términos su independencia. No teníamos relaciones políticas con ningún partido comunista en el mundo. Obviamente tampoco con ningún partido ligado a la Socialdemocracia. Incluso tampoco tuvimos relaciones políticas con Cuba, a la cual siempre habíamos mirado con simpatía, hasta bien avanzada la década del ochenta.
Con la llegada de la dictadura, la idea de luchar por un “gobierno provisorio” y por una “asamblea nacional constituyente que permita el desarrollo de una nueva institucionalidad” tomó nuevo impulso.
Subsistía una tendencia inercial de “aversión a la política”. Después del golpe de Estado del 27 de junio de 1973, al eliminarse todos los espacios de la acción política institucional, en cierto sentido se facilitaban las cosas.
Había sólo una manera de existir. Era en la resistencia a la dictadura.
Había solo una manera de llevar adelante relaciones políticas: en el campo de la lucha contra la dictadura.
Como grupo que participaba de una determinada cultura, socialista y libertaria, nos motivaban los valores de la rebeldía, de la dignidad de los trabajadores y de los pueblos, de las luchas por la libertad. Nos oponíamos a las burocracias, para empezar la soviética, y se procuraba, y se procuraríaen las etapas más avanzadas del proceso, no alentar el surgimiento de formas de burocratismo. La clave estaba, se sostenía, en crear poder popular. Desde fuera del Estado. El partido que alentaba el desarrollo de ese poder “desde abajo”, debía estar preparado ideológicamente para prevenir las desviaciones.
Las que surgían en la contradicción entre la teoría y la práctica, entre la táctica y la estrategia, entre el origen obrero o pequeño burgués de los militantes, entre aparatismo y el movimiento espontáneo de las masas, todo. Para todo el partido debía estar prevenido y alerta.
La atención puesta en la construcción del partido y su “puesta a punto”, quizás desmesurada, puede haber hecho perder perspectivas. Para empezar acerca del tipo de enemigo que se estaba preparando para cercenar de manera sangrienta las expresiones de participación, de protesta y el anhelo de cambio por parte de la gente.
Más de una vez, en documentos internos de balance, se había reconocido las insuficiencias de nuestro desarrollo teórico, las dificultades para avanzar en un campo de la elaboración política que fuera más allá de la contingencia inmediata.
No me voy a referir en este trabajo al debate interno que se desarrolló entre los años 1975 y 1977, el tratamiento de las herencias anarquistas y anarcosindicalistas y las dificultades para desarrollar nuestro pensamiento marxista. Sobre eso existen trabajos publicados. *
“PVP. Balance y Perspectivas.”, editado en España en 1978.
“La lucha contra la dictadura”, ‘Editorial Compañero’, Montevideo.
10- 1975
Vistos los resultados de los tres “claustros” de febrero de 1975 se decidió convocar a una nueva reunión. En lugar de tres asambleas simultáneas se haría una sola con todos los designados para participar y se discutirían y votarían las tesis sobre las cuales no había acuerdo. Esa terminaría siendo la instancia final del congreso y de la fundación del partido.
Desde febrero la situación se había ido poniendo tensa entre nosotros. Había puntos en los que no nos poníamos de acuerdo sobre aspectos teóricos y políticos y en la forma de abordar algunas cuestiones.
Temprano en la mañana, el 14 de abril, Gerardo me llamó para una reunión urgente. Nos encontramos en una pequeña plaza en Palermo, no dejos de Plaza Italia y hablamos brevemente. Estaba también Mauricio. Habían recibido algunas llamadas de Montevideo. Las Fuerzas Conjuntas habían allanado la casa de los Gatti en Malvín. Al mismo tiempo, algunos de los dirigentes presos habían sido sacados del Penal de Libertad para ser nuevamente interrogados. Acordamos que esa mañana yo haría algunas llamadas telefónicas a Montevideo para recabar información sobre detenciones o allanamientos.
En el mismo encuentro le pasé a Gerardo mis mociones para el Congreso. Eran referidas a los temas en los cuales había diferencias: sobre la versión que teníamos sobre nuestra propia trayectoria, sobre lo que había sido nuestra línea de acción, a mi juicio equivocada, con relación al Frente Amplio y sobre el marxismo y la cuestión teórica.
Algunas de estas mociones las había elaborado y las firmaba con Jorge Zaffaroni. Y otras con Enrique Rodríguez Larreta.
En ese momento yo conducía una pequeña camioneta SIMCA. Mientras nosotros conversábamos en la plaza, Mariela me esperaba en el vehículo. Después la acerqué hasta el lugar que iba y seguí camino al centro, por Corrientes a la altura de calle Medrano, o más arriba, próximo a la avenida Juan B. Justo.
Serían las nueve o nueve y media de la mañana y ya muchos vehículos enlentecían el tránsito por la avenida así que, en cuanto pude, detuve sobre la acera la camioneta y me fui al centro en el subte.
Me proponía revisar una casilla de correo en la que recibía correspondencia de Europa y después llamar a Montevideo desde una oficina de la telefónica que funcionaba en el local del Correo Central.
Secuestro
Cuando llegué al piso de las casillas, habitualmente desierto, noté en el amplio vestíbulo del lado de los usuarios la presencia de cuatro o cinco gandules trajeados en actitud más bien policial.
Ellos en un extremo y yo, que desemboqué de una escalera, a unos treinta metros. Fui a la casilla. Había un aviso. Con el cartón fui a la ventanilla.
Antes que alguno de los funcionarios del Correo me atendiera, el grupo de hombres trajeados empezó a avanzar hacia mí. Me aparté del mostrador, primero lento, después corrí escaleras abajo. No estaba en pánico pero tampoco tomaba las cosas con frialdad.
Traté de no hacer el recorrido previsible así que en un codo de la escalera me metí entre las oficinas casi vacías a esa hora. No conocía el edificio, sus puertas ni corredores. Dejé de correr y avancé por los corredores que retomé al azar.
Inesperadamente me encontré en la puerta de la telefónica. Entré y pedí una llamada a la casa de mis padres en Montevideo. Atendió mi padre. No me oía bien. Me mensaje era breve: estoy en el edificio del Correo Central en Corrientes y Leandro Alem. Me siguen unos policías. Mi padre no conseguía oír. Algo percibiría de mi alarma, pero no oía el contenido. Era terrible, pero no tenía mucho tiempo para lamentarme. Al final, para no dejarlo demasiado angustiado traté de aflojar el tomo dramático de la llamada. Lo saludé y colgué.
Di otras vueltas dentro del inmenso edificio. Llegué a la amplia salida por la calle Sarmiento en la Planta Baja. Allí había un teléfono público. Pensé en llamar a alguien, no sabía bien a quien pues no tenía en la memoria demasiados números. Mariela no estaba en la casa.
Pero llamar no era viable y tenía riesgos. Una cola de ocho o diez personas esperaba turno. Sin pensarlo demasiado salí a la calle. Después evoqué muchas veces esa carrera alocada. Pensé que en lugar de hacer lo que hice podría haber vuelto hacia las oficinas desiertas y tomado una de las tantas túnicas azules del personal del Correo que colgaban en los percheros, que podía haber salido por alguna de las dos o tres pequeñas puertas laterales, que podía haberme quedado más tiempo escondido en algún rincón de edificio.
Todas esas posibilidades estaban, pero yo aposté a irme en cuanto pudiera de la cercanía de aquella patota “malagestada”, de aspecto frío, impersonal, sórdido y violento. En la calle había dos autos “Falcon” oscuros con varias personas adentro. Me reconocieron de inmediato. Corrí hacia un ómnibus pero ya dos de ellos corrían a mi lado.
Seguí corriendo intentando atravesar la avenida Leandro Alem. Uno de los “tiras”, más bajo que yo, me alcanzó y me puso un arma en la cabeza. Animado de no sé que desesperación lo empujé con todas mis fuerzas y seguí corriendo. Conseguí llegar a un bar grande que estaba (ya no está) en la esquina de Sarmiento y Alem. Había mucha gente, trabajadores de las oficinas, talleres e imprentas de la zona. Gente joven, empleados, mensajeros. Además del personal del bar.
Saqué mi documento argentino y empecé a gritar que me querían secuestrar. Le pedí, así genéricamente, a la gente que le avisara al senador Hipólito Solari Irigoyen. Vi, en algunas miradas, que algunos de los que asistían en silencio a aquel extraño episodio, me creyeron.
Apareció un hombre de unos 40 años, de tez oscura, trajeado de gris claro, casi no habló. Al lado mío, el que llevaba la voz cantante explicaba que me llevaban preso. El de traje gris dijo que era militar y mostró un documento. Alrededor del grupo se fue acercando más gente. Llegó un policía de tránsito.
El hecho que mis captores estuvieran de civil les complicaba la cosa. Finalmente, ante el militar y el policía uniformado, el cabecilla del grupo de los Falcon sacó un documento de identificación que pude ver. Era funcionario de la Secretaría de la Presidencia de la Nación.
Desde un teléfono el guardia civil pidió instrucciones.
Yo seguía apretado por dos o tres de mis perseguidores, pero hablaba todo el tiempo con la gente del bar. Les hablaba más bien, nadie contestaba. La situación se demoró quince o veinte minutos. Finalmente me sacaron del bar y me subieron a un patrullero con un tira a cada lado.
Lo primero que hicieron fue meter una mano en mi bolsillo y robarme la plata que tenía. El patrullero siguió hasta la Comisaría Primera en Tucumán y Reconquista, o San Martín. Allí me un dieron un ingreso de trámite. Tomaron las huellas dactilares de los diez dedos, anotaron los datos en un libro de ingresos y después me dejaron solo en un calabozo bastante grande.
Con un perito en accidentes de tránsito
Al rato, el que parecía el jefe del lugar me mandó buscar y me preguntó, ¿estas llaves son de su auto, no?. ¿Dónde lo dejó? En la confusión que me provocaba toda la situación trataba de ganar tiempo para ver cómo se ordenaba todo. En lugar de responder empecé por quejarme al Comisario (¿sería?) por la plata que me habían robado. Reclamé hacer una llamada. Dijo que no había nada contra mí, no precisaba llamar porque ya saldría en libertad. Primero tenía que decirle dónde había dejado el auto. Dije que no. Que así no. Que no tenía confianza. Que ya me habían robado. Me devolvieron al calabozo. Pasó un buen rato, horas quizá. Cada tanto un policía venía a preguntarme si iba a decir o no donde estaba el auto. Un tiempo después me sacaron del calabozo y me llevaron otra vez ante el que actuaba como jefe.
Estaba con un hombre grueso, veterano, de apariencia pacífica y barrial. El gordo miraba unas fotos de accidentes de tránsito y separaba algunas. El Comisario me dice, “es un experto, hace los peritajes para la policía. Examina los autos para ver si han tenido que ver con algún accidente denunciado. Precisamos examinar el suyo. Una rutina, ¿sabe?”. No le creí. Me devolvieron al calabozo. Yo tenía el auto vacío, limpio y en regla. Y no había atropellado a nadie. Más tarde volvieron a la celda. ¿Y va a decir dónde dejó el auto?
Llevaba unas 8 o diez horas allí. Con el argumento del peritaje, a pesar de que era absurdo, se me empezó a hacer más difícil negarme a decir donde estaba el auto. Hacía rato que había oscurecido, pero había perdido la noción de la hora. Esperaba lo peor. Curiosamente lo esperaba fuera y no dentro de la Comisaría. Más tarde insistieron, sin perder el tono de empleados públicos que realizan una gestión municipal. Finalmente, sería un poco más de media noche, accedí a decirles lo que me preguntaban pero que no sabía dónde estaba el vehículo. Podría indicarles yendo hasta el lugar. Al rato volvieron y me ordenaron salir. Llévenos a recoger su auto.
Salí con ellos, sin esposas. Me subieron a un auto. Atravesamos la zona de los cines y todavía se veía gente en las calles. Por una paralela a Corrientes el coche avanzó primero lentamente, después ya más rápido se dirigió al lugar indicado. Allá arriba, recostada sobre la acera izquierda estaba la SIMCA de 1972, blanca, carrozada. Enseguida la encontraron. Probaron las llaves y funcionó.
Ahí las cosas cambiaron rápidamente. Salimos de la avenida. Atrás venían uno o dos autos. El auto donde viajaba se detuvo y me bajaron a empujones. Me metieron en otro auto. El gordo veterano, “el perito”, estaba otra vez a mi lado.
Sin perder la parsimonia, me esposó con los brazos atrás. Vos viajás en el piso, indicó. Quedé de rodillas, la cara contra el piso del coche. El perito sacó una pistola y con el caño empezó a recorrer mi cabeza. Frotaba haciendo fuerza pero sin dañar. Lentamente, quizá iba pensando en otras cosas. Anduvimos un buen rato en esas condiciones. Cincuenta minutos o una hora. El vehículo paró. Me pusieron una capucha y me sacaron a los empujones. Por un momento me pareció que andaba a campo traviesa, entre pastos y yuyos. Dos o tres corrían al lado mío. Oía sus jadeos nerviosos y sus puteadas. Después, alguien me golpeo la cabeza y me obligó a bajarla. Agacháte que hay un alambre, me ordenó.
Días inolvidables
Entré a un recinto. Nunca supe donde estaba. (Probablemente fuera un local adyacente de la Comisaría de San Justo.) Me dejaron parado unos minutos. Estaba esposado y con capucha. Y con miedo. Al rato sentí las voces de los que me habían levantado en el Correo. Se vinieron al humo. Enseguida empezaron a golpear. Con los puños, alguna patada. ¿Así que vos sos el que arma escándalo en la calle? Formaron un círculo y adentro yo, como una bolsa.
Los golpes me sacaron del primer miedo. La ira, el ofuscamiento animal de ser golpeado sin poder defenderme, sustituyeron durante ese rato al temor a lo desconocido. Otra vez sentí la respiración agitada de los policías. Un golpe en la boca me hizo sangrar. Cuando sentí el gusto de la sangre, sin pensarlo demasiado empecé a guardarla en la boca, hasta donde se podía “ordeñé” el lugar de donde manaba. Después largué por debajo de la capucha como un vómito de saliva y sangre.
No sé si sirvió de mucho porque siguieron golpeando. Esa “biaba” la saqué barata. Estaban fastidiados y se desahogaron golpeando. Pero lo hicieron sin ton ni son. Pura violencia y agresión, casi sin el tiempo imprescindible para que surgiera y desarrollara el miedo.
Esa noche misma empezaron a interrogarme los uruguayos. Con auxilio, creo, de tropa argentina, los uruguayos preguntaban y me metían la cabeza en un tacho. Querían saber dónde vivía. Querían saber donde estaba, esa noche, durmiendo Mariela.
Como dije, esta situación la habíamos, en parte previsto. Había preparado, no en forma perfecta pero sí aceptable, otro domicilio para dar ante una emergencia como la que ahora vivía. Era una pieza en un hotel en la calle Chenaut, cerca del Hospital Militar y a unas veinte cuadras de donde yo vivía realmente. La proximidad relativa me había permitido “pastorear” esa pensión, no ser un ente totalmente fantasmal. Y el asunto funcionó permitiéndome ganar unos días fundamentales.
Esta vez, como en otras había tenido suerte. La primera –y fundamental- era haber caído solo. No sufría por los padecimientos de otros. Lo que decía no entraba en contradicción con las afirmaciones de ningún otro compañero. No me acechaba la incertidumbre de ignorar qué estaba declarando, cuál era su versión propia sobre todos los detalles sobre los que se me preguntaba.
Estando sólo lo estaba con mi memoria. Y, más o menos, la tenía, y la pude mantener, organizada para dar cuenta con una cierta racionalidad y coherencia de todo lo que tenía conmigo.
O lo que encontrarían en “mi casa”, para eso preparada. Lo más duro fueron los tres o cuatro primeros interminables días y sus noches. Me mantuve desde la posición de un sindicalista. O de un anarcosindicalista. Y de un ciudadano normal. En calzoncillos, con capucha, sin saber dónde estaba y con quiénes estaba, yo no iba – les dije- a dar mi dirección. Cuando “aflojé” y la dije, después de una serie de zambullidas insoportables, era el amanecer del tercer día. Salieron rápidamente y durante unas horas, fundamentales, suspendieron el interrogatorio y la biaba. Volvieron con un par de paquetes de papeles viejos del programa de la CNT, materiales de AEBU, recortes de “Marcha”, “Compañero” y unos cuadernos recientes con anotaciones sobre Uruguay levantadas de los informativos radiales. Supongo que ellos también estarían cansados y ese día, para mí muy duro, me dejaron en paz. De plantón, por supuesto.
La guardia estaba a cargo de personal argentino que no preguntaba en los interrogatorios.
Uno de aquellos primeros días me di cuenta que en otra sala estaban torturando a otro hombre. No muy lejos oí la voz angustiada de una mujer que preguntaba por Guille. Más lejos se oían los forcejeos, las puteadas y los gritos cortos de los milicos y los jadeos y resuellos de Guille, al que le estaban dando tacho.
Me interrogaba solo un oficial uruguayo. Me pareció, por lo poco que vi, que era petizo. Cuando iba para el tacho los que me alzaban y me hundían la cabeza en el agua probablemente eran argentinos. Pero allí seguía interrogando el mismo oficial uruguayo. Yo tenía un cuadro de respuestas bastante coherente y sencillo. Estando solo, sin ningún objeto o papel comprometedor, no había elementos de acusación, al menos sobre actividades en Argentina. Mi documento era legal. El vehículo estaba a mi nombre. La dirección del vehículo y la que yo había dado coincidían. Además, lo que habían encontrado en el hotel de la calle Chenaut era material de un sindicalista opositor, de izquierda, pero nada más. Mis declaraciones, que yo había ido soltando con precaución, eran también funcionales a la imagen que surgía de lo poco que tenían para inculparme.
Un día, no sé si de mañana o de tarde, un oficial uruguayo alto y corpulento, de unos treinta y tantos años, vino y me llevó para una oficina. Me dijo que me sacara la capucha. No estoy contigo dijo, estoy trabajando a los “tupas” (se me ocurrió que hablaba como quien manejara un torno de dentista)
No lo conocí. Podría haber sido José Gavazzo. Quería hablar sobre las ideas de Cristi. Sobre la defensa de los intereses de la nación, la lucha contra la corrupción de los políticos y otros de los tópicos más socorridos.
Supongo que ninguno que lea esto esperará que yo me dispusiera a desenmascarar el cúmulo de despropósitos de aquel discurso. Por primera en varios días estaba sentado, departiendo de cuestiones generales, sin capucha. No sé cuánto duró el absurdo diálogo, pero a mí me pareció demasiado corto. Me volvieron al plantón.
Hacia el fin de semana, una tarde, el trato se hizo más duro. Estaba de plantón y el oficial petizo que me “trabajaba”, (a Guille y los demás los “trabajaban” otros) reanudó los golpes.
En un momento, quise hablar como lo había hecho días antes con el grandón que pienso era Gavazzo, pero ante un divague donde lo invité a hablar sobre “propósitos nacionales”, el oficial petizo que me interrogaba me dio un patadón fuertísimo en la pierna izquierda, unos diez centímetros encima del tobillo. Me derribó. “Nada de estrategia. De vos sólo quiero nombres y direcciones. Nombres y direcciones. Nada más”.
¡Qué cosas absurdas puede decir uno!: le contesté: vos no me estás interrogando. Vos lo que querés es joderme. Querés malograrme”. ¡Como si yo fuera un futbolista! No me dio pelota y la máquina siguió. El resultado del golpe lo sentí ese día y los siguientes. Primero se hizo un hematoma en la pierna y luego se extendió al pie. El zapato no lo podía soportar. Empecé a estar descalzo de ese pie.
Se ve que ese día estaba decidido a ir a fondo. Pasé al tacho. En una inmersión eterna sentí que me moría. Como siempre había tenido tendencia a la hipertensión, el fantasma del infarto me rondaba. Sentí que me ahogaba y exageré. Pensé por un momento que ahí se terminaba y actué para que también los otros lo creyeran. Se ve que vino un médico porque alguien empezó a auscultarme. Era el 17 o 18 de abril de 1975. El régimen mantenía su cobertura constitucional. Todavía gobernaban los civiles del peronismo con Isabel en la presidencia.
Según me enteré después, ya en los principales diarios (Clarín y Crónica) había salido mi foto como sindicalista uruguayo desaparecido. Las gestiones a las que se aplicaron varios compañeros junto con Mariela y mi madre, estarían empezando a hacer algún efecto.
Supe después que alguna persona del boliche de Leandro Alem había llamado al Senador Hipólito Solari Irigoyen.
En su recorrida, mi madre había llegado al bar de la calle Sarmiento. Los mozos y hasta el policía de tránsito me reconocieron en la foto que llevaba. Alguien, en el entorno del poder semi constitucional y semi mafioso, debe haber resuelto que me perdonaran la vida. Una noche, vinieron a buscarme. Estaba en un cuarto aislado, todavía con esposas y capucha, tirado en el piso procurando descansar. Entraron dos (¿o tres hombres?) y me empezaron a preguntar sobre militantes del ERP.
Dije, qué pasa, a mí me están interrogando los uruguayos. Me dieron un par de patadas más y se fueron. El momento más tenso lo viví unas horas después. Vinieron a buscarme. Me levantaron entre varios tipos. Cuando me alzaron se me cayó el otro zapato. Creí entender, en ese gesto, que me llevaban para boletearme. Me metieron en la parte de atrás de un auto. Gasolero se oía. El que se sentó en el asiento de atrás me puso los pies encima, como algo completamente normal. Empezó entonces un viaje interminable. Hubo cruces de vías férreas, esperas en algún paso a nivel.
En un momento oí con claridad las voces próximas de dos mujeres que iban a trabajar. Al parecer estaba amaneciendo. Pensaba ojalá me den unos tiros.
Me rondaba el fantasma de una noticia que había leído en los diarios unos días antes de un muerto que apareció dentro de la valija de un auto incendiado. Y ese auto rugía como una vieja catramina en viaje al cementerio. Dos o tres veces el vehículo se detuvo y alguien bajó a hablar por teléfono.
Ya era mañana abierta cuando me ingresaron en la Comisaría de San Justo, la Brigada. Sin capucha y sin esposas, unos policías de particular vinieron a interrogarme. Por primera vez, desde el día de mi secuestro, pude defecar. Pude soltar con alivio un tizón gigantesco y negro. Eso y lo que había quedado atrás me dio energías para encarar con otros bríos el nuevo desafío. Los policías de civil querían que confesara que había sido detenido en la Provincia con un paquete de volantes del ERP. Calculé que no iba a ir a la “máquina” de nuevo por eso. Me negué a firmar y al rato dejaron de ocuparse de mí.
De San Justo a Sierra Chica
A media mañana me ayudaron a llegar a un patio donde había otros presos, entre ellos los uruguayos detenidos en Buenos Aires a fines de marzo: Andrés Cultelli, Carpanessi, Campbell, Guillermo Peré Barbié (Guille).
Estaban también varios dirigentes montoneros: Entre otros Dardo Cabo y Julio César Dante Gullo, Ricardo Outkerk, Botarini, Curotto.
Veo ahora, en La Voluntad, los nombres de otros compañeros que no retuve. Cernadas, Emiliano Costa.
En un momento me mandaron buscar. Al lado de las rejas estaba un grupo de oficiales uruguayos. Uno, prematuramente canoso, parecía ser el tordillo Rama. Me insultaron un rato y me prometieron que ya me cazarían. Alguien- que bien podría ser Campos Hermida- me describió los nuevos y atroces métodos de tortura, según él infalibles, que se estaban aplicando en Uruguay.
El canoso me dijo, “en Uruguay, cuando mando buscar a uno de tus amigos presos, antes de que le pregunte nada ya está templando como vara verde”. Aquel alarde me resultó particularmente repulsivo.
Al día siguiente, sobre el predio de la Comisaría sobrevolaban helicópteros y se oían –de la calle- los alaridos de las sirenas policiales.
Pronto supimos que esa agitación provenía del hecho que allí estaba detenida una parte destacada de la dirección del movimiento montonero. Llegaron policías con uniformes tipo comando y movimientos bruscos. En movimientos rápidos nos agruparon.
A mi me esposaron con Carpanesi, un tupa de Salto.
A los empujones nos llevaron a un vehículo cerrado y ahí, rodeados de sirenas, a un aeropuerto que no reconocí. Apenas detuvieron el vehículo nos sacaron a la pista y nos subieron a un avión. Sujetaron nuestras esposas a las butacas y partimos. Íbamos unos diez o doce uruguayos y un número similar de dirigentes montoneros.
Lo primero que hice cuando ingresé al avión era mirar si venían con nosotros, lo que alejaba la sospecha que el avión volaría hasta Uruguay.
Alrededor de una hora después del despegue aterrizamos.
“Una cárcel que parecía de la Edad Media”
Emiliano Costa en La Voluntad, página 511.
Supongo que sería en Azul, donde tiene asiento una unidad militar. O en Tandil, como dice el testimonio de Costa.
De ahí, casi anocheciendo, nos transportaron en camión hasta un gigantesco y viejo edificio: resultó ser el Penal de Sierra Chica. A la entrada, una doble fila de uniformados nos iba dando la “bienvenida tradicional” de la casa: palos y patadas en el lomo y donde cayera.
Después nos hicieron desnudar y nos inspeccionaron a fondo. En la enfermería, algunos médicos y personal auxiliar nos hizo un examen superficial. En mi ficha de ingreso registraron varios hematomas, incluyendo la pierna que apenas me dejaba caminar.
Se notaba que era la primera vez que ese personal de la cárcel tomaba contacto con una población de ese tipo, compuesta por presos políticos, con buenos niveles de salud y educación, y a la vez con muestras visibles de haber sido golpeados.
Las marcas de las torturas que percibían les habían sucedido a gente igual a ellos, procedente de la misma cepa social.
Mi padre y mi madre
A los veinte o veinticinco días de estar en Sierra Chica, vino a verme mi madre.
Era un día de semana. No estaban previstas las visitas. Pero se las ingenió para que la dejaran entrar. Nos vimos, apenas unos minutos, en la nave principal de la Iglesia. Mi madre quería ver si existía, si estaba entero, cuerdo, esas preguntas.
Viajó cientos de kilómetros para una visita de ocho o diez minutos. Unos días después se abrieron las puertas para otros familiares.
Unos días después vinieron los dos. Mi madre efusiva. Mi viejo como siempre, más recatado, cordial, oía.
Querían saber más sobre mi detención, sobre la biaba, las preguntas, mis respuestas. Yo sabía que después de la visita, de regreso a Buenos Aires, los compañeros los verían y les harían las preguntas detalladas y precisas. Era el estilo de la casa. Les conté lo que importaba, sin detalles. Cuando le hablé, sin detenerme demasiado, de la primera paliza, por el rostro de mi padre me dí cuenta hasta qué punto lo jodía aquel relato. Se echó para atrás en el asiento.
Fruncía la cara, se pasaba la mano por la frente. Se arreglaba el pantalón. Sentía una rabia que no podía contener.
No podía entender el mecanismo de varios hombres castigando a otro indefenso, atado.
Abrevié el relato. Al fin de cuentas lo que mis compañeros querían saber se podía sintetizar fácilmente: las preguntas formuladas mostraban que la represión no sabía mucho de nosotros.
Después de mis respuestas la situación siguió igual.
El 107
En los primeros meses, el viejo personal del establecimiento, con médicos y asistentes sociales no nos verdugueó demasiado. Más tarde, el personal más técnico y especializado en la cuestión carcelaria fue dejando lugar a elementos más militarizados y politizados. Nos raparon, incluyendo barbas y bigotes. Nos dieron el uniforme de los presos, pantalón y saco gris, de brin. Nos alojaron en celdas individuales numeradas. Me tocó el Nº 107. En la celda siguiente (¿la 108 o la 106?) estaba Dardo Cabo.
Ocupamos una de las alas de un pabellón. El edificio era como una estrella de 12 o 13 puntas, con construcciones alargadas de 70 u 80 metros de longitud. Probablemente tuviera 40 o 50 celdas de cada lado. Separados de nuestras celdas por un corredor, estaban los presos condenados por delitos comunes.
En medio del angosto corredor había dos rieles por los que circulaba un carro empujado por presos. Por ese carro transitaba toda la vida del pabellón: el mate cocido que se servía de desayuno, la comida del mediodía y la cena. La correspondencia, los medicamentos, el intercambio de libros o tabaco entre los presos. Todo.
Hasta nuestra llegada, en Sierra Chica se alojaba condenados, es decir, gente con sentencia firme y, por lo general, larga. Con los esos presos permanentes los presos políticos no tuvimos, mientras permanecí preso, casi ningún contacto. Los que en ese pabellón empujaban el carro no estaban alojados ahí.
Como se trataba de un penal de condenados, con casi cien años de existencia, la estructura penitenciaría tenía cierta solidez y coherencia administrativa y reglamentaria. Además de los edificios de la cocina, del hospital, de la biblioteca y la administración había unos grandes galpones que eran los talleres de carpintería, herrería, lavadero y no sé que más, donde los presos trabajaban diariamente. El espacio estaba permanentemente surcado de gente en movimiento. Uniformados, rapados, silenciosos, los espectros caminaban con las manos juntas en la espalda.
En el centro del edificio radial, el panóptico, cumplía su función de contralor de todos los movimientos. Un sistema de altavoces cubría todos los rincones del complejo. Mientras lo habité, el Penal estaba lleno, pero no atiborrado. En el pabellón que estábamos (el “12” o el “13”) había una celda para cada preso, tanto en los políticos como en los comunes. El trato era severo pero distante.
Había guardia perimetral, con fusiles, guardia interna desarmada y funcionarios administrativos de carrera que se ocupan de la relación cotidiana con los presos.
Pampa y pasto
Tenían cierto nivel de profesionalización y en general les gustaba conversar con nosotros. Lo hacían más desde la actitud de un asistente social que de un carcelero. A medida que transcurrieron los meses, el funcionamiento de aquella especie de ciudad, se fue haciendo más inestable. Cuando recién llegamos nos pusieron incomunicados unos días. Como los palos que nos habían dado de bienvenida, aquello era la norma. Al cuarto o quinto día salimos a un patio interior, grande, encajonado entre los altos muros grises de las celdas, desde donde se podía ver el cielo azul inmenso de la pampa.
Por los altavoces, con un volumen demasiado alto, Roberto Carlos en español desgranaba, una y otra vez, “yo quiero tener un millón de amigos”.
Nos fuimos presentando. Había, junto con los que llegábamos de la Brigada de San Justo, un buen número de sindicalistas de Villa Constitución y otras zonas socialmente convulsionadas del litoral argentino.
Conocí allí alguna gente que rompía con el modelo de preso-militante-joven con el que normalmente había convivido en el CGIOR, San Ramón y Punta de Rieles.
Un médico veterano de Corrientes algo calvo; el dueño, también mayor, de una radio de Rosario que había sido copada por un grupo guerrillero para difundir proclamas, un abogado peronista de Tucumán.
Unas semanas después, se amplió el recreo y accedimos a las canchas de fútbol, básquet, bochas. Se fue estableciendo una rutina, con muchas horas de soledad.
Empecé intentando jugar al fútbol. La cancha era inmensa y la mayoría de la gente joven venía con mucha energía - y bronca- a patear aquella pelota para mi demasiado pesada, en una cancha demasiado extendida, en un campo con demasiado viento y en una parcela con demasiado pasto. A los diez minutos, abandoné y seguí para la cancha de básquet. Entre otros, allí estaban Cabo, Carpanessi y un compañero del ERP, que resultó ser un “crack” del baloncesto argentino. Yo tenía entonces 37 años. La mayoría de los muchachos que estaba presos con nosotros eran menores.
Muchos tenían, además, cierta preparación militar.
Un compañero del ERP, de apellido Pestaña, se propuso para orientar la realización de ejercicios. Era versado y lo suficientemente inteligente como para comprender que existían diferentes demandas y disposiciones.
Algunos nos contentábamos con quince o veinte minutos diarios de ejercicios suaves. Luego un buen número de compañeros seguía con un nivel de exigencia mucho mayor. La disciplina de los compañeros del ERP era ceñida y el trabajo intenso.
Una tarde, para no defraudar las indicaciones de Pestaña, un cuadro político del litoral, maestro según creo, un hombre mayor que yo y de unos 100 kilos, en un ejercicio con “el potro” se lanzó hacia delante en una figura gimnástica que visiblemente no podía culminar bien. Se quebró un brazo. Tomé aquello como un símbolo de cierta actitud de voluntarismo, de la disciplina ingenua y miope que tenían algunos entrañables compañeros.
Leyendo en soledad
En los ocho meses que estuve en ese penal se mantuvieron criterios bastante abiertos para el ingreso de material de lectura. A otro compañero le había llegado El Capital editado por el FCE.
A mí me llegaron unos libros de Poulantzas y Althusser. También me llegó, criptado, el documento que había escrito en 1972 Raúl Cariboni contra el foquismo. Lo hice circular y, obviamente, todos los compañeros estuvieron de acuerdo. O así lo creyeron.
A mediados de mayo, una tarde vino un guardia a buscarme. La ruptura de las rutinas era, siempre, inquietante. Me había venido a ver el juez, Dr. Jorge Luque, del Juzgado Federal Nº 3, San Martín, después Juzgado Federal de San Isidro . Le hice un relato pormenorizado de cómo y donde me habían levantado. De los días de incomunicación. De los torturadores uruguayos, del traslado a la Comisaría de San Justo.
Venía a interrogarme a partir del expediente de la policía de la Provincia Buenos Aires en el que se me imputaba reparto de volantes a favor del ERP, “Infracción a la Ley 20.840”, causa Marina Rosa Lombardi y otros. No quiso referirse al expediente policial. Pero no se dio por enterado de lo que le decía sobre los uruguayos y la tortura. Empezó a hablar de las bellezas de las playas uruguayas. No creía la versión policial. Pero no se comprometió a nada.
Noticias de la patria chica
A través de mi madre empezó a recibir, con más regularidad que cuando estaba libre en Buenos Aires, noticias de mis amigos y compañeros en Montevideo. Recibí decenas de cartas de compañeros del Banco de Seguros y de Enseñanza Secundaria. Muchas de las cosas que importaban no se podían decir, pero me importaba mucho seguir las historias de viejos compañeros. Así me llegó la noticia de la muerte de Juan Carlos Berriel.
Tendría por entonces 34 o 35 años y todos los que lo conocían coincidían en apreciar su enorme inteligencia y su capacidad de comunicación.
Juan Carlos Berriel, presidente de la Comisión Representativa del Banco de Seguros, estaba enfermo, grave. Tenía un cáncer devastador. Fue detenido en una escalada de represión contra el PVP.
Después, como su estado era desesperante y se moría, lo soltaron pero pusieron vigilancia de las Fuerzas Conjuntas en la puerta de su casa, en la calle 14 de julio, a unos metros de Rivera. Murió con vigilancia militar en su casa. El velatorio se hizo en la sede del sindicato, en la calle Camacuá y Reconquista, y pese al clima de miedo que existía, un gran número de compañeros se acercaron a llevarle su homenaje de rabia y de dolor.
Un penal de condenados
Tardé en entender cuál era la diferencia de fondo entre Sierra Chica y los cuarteles en que había estado preso en Uruguay. El establecimiento estaba preparado para tener presos por largo tiempo.
No presos “en depósito” o “en tránsito”, no presos políticos de dudosa culpabilidad sino presos con condena firme y larga con la que pagaban sus agresiones a la sociedad y de los que –según se afirmaba en la Constitución- se esperaba una recuperación.
La estructura edilicia y la antigüedad de los altos muros, la ubicación en medio de la pampa, la amplitud de los espacios interiores, de los edificios auxiliares y de los pabellones le daban el aire de una ciudad extraña por la que caminaban a paso rápido, disciplinadamente, con las manos en la espalda, los presos, rapados, con sus uniformados grises numerados.
Las normas eran severas y absurdas, como en toda cárcel. Una campana estridente sonaba a las seis de la mañana. Había que levantarse, deshacer la cama y enrollar el colchón. Unos 10 minutos después pasaba un carro empujado por dos o tres presos que rodaba por encima de dos rieles que corrían a lo largo de los 80 metros que tenía el pabellón. Servían mate cocido caliente y galleta de campaña.
Después pasaba la vigilancia, miraba por la ventanilla y si notaba algún objeto fuera de lugar fijaba sanciones.
Noticias de los compañeros
Durante mi estadía en el Penal, recibí con regularidad cartas, libros y paquetes. Con bastante regularidad me visitaba mi madre que traía toda la información oral que le daban Mariela y los compañeros. Supe así que León Duarte encabezaba un grupo de trabajo con varios sindicalistas que se ocupara de lograr mi libertad. Consiguieron el apoyo de la delegación en Argentina de la CNT y recorrieron todo el espinel de abogados, camaristas, fiscales, jueces y funcionarios del Poder Ejecutivo que tenían que ver con mi encarcelamiento.
Increíblemente, durante largos meses todos los indicios que me llegaban eran positivos. La culminación exitosa del congreso fundacional del PVP, el proceso de relanzamiento de la actividad en Uruguay. Los compañeros irradiaban confianza y espíritu combativo. Yo recibía una cantidad de muestras de amistad por vía de cartas o mensajes que me transmitía mi madre.
En el invierno una noticia muy dolorosa me conmovió. La muerte de Juan Carlos Berriel.
El desarrollo del Congreso lo conocí a partir de informaciones muy fragmentarias, como era lógico. Las tesis que yo había presentado habían resultado muy minoritarias en el pleno final del congreso. Prevalecieron de manera indudable las ideas de Gerardo que si bien expresamente marcaban distancia con el pensamiento anarquista hacía referencia expresa a no definirse como marxistas ni como “en tránsito hacia el marxismo”. Se reivindicaba globalmente la trayectoria anterior de la organización incluyendo la decisión de no participar en el Frente Amplio aunque se mantenía la convocatoria a la unidad de los que luchaban contra la dictadura en un frente nacional de resistencia.
Solo varios meses después, en un encuentro en medio de un traslado, un militante peronista que hacía poco había caído me contó del nombre que se había elegido.
En los meses que siguieron, mientras yo leía y meditaba en una celda solitaria, el flamante partido inició con ímpetu su campaña de acción política. Los documentos aprobados después de muchos meses y muchísimas horas de reuniones, se pasaron en limpio y se empezaron a difundir.
A diferencia de períodos anteriores, a partir de mediados de 1975 en Uruguay existía un espacio amplio para el desarrollo de una propuesta como la nuestra: el MLN había sido derrotado y entre los sobrevivientes se desarrollaban polémicas graves y difíciles. El PCU estaba siendo sometido a una represión impresionante y sin precedentes. Lo mismo había ocurrido con los GAU y el Partido Comunista Revolucionario.
La brutal represión contra el PCU a partir 1975 y 1976 tuvo otro efecto altamente negativo: una parte de los compañeros que eran presos, torturados y encarcelados formaban parte de los cuadros sindicales sobre cuyas espaldas se sustentaba la mayor parte de la actividad del sindicalismo clasista en el Uruguay. Se podrían nombrar fácilmente cien o ciento cincuenta militantes sindicales de primera línea que fueron detenidos en esos meses. Los efectos sobre el conjunto de los trabajadores fueron tremendos.
Aquellos presos resistieron con tremenda entereza pero fueron condenados a largas penas. Durante siete u ocho años las organizaciones sindicales dejaron de pesar en la vida de las empresas y en la inexistente negociación laboral.
La “desigualdad como estrategia” se aplicaba hasta sus últimas consecuencias. La dictadura dentro de los lugares de trabajo se hizo de una dureza y un hermetismo sin precedentes.
Sobreseimiento definitivo.
El 12 de agosto el Juzgado de San Isidro, al que concurrió más de una vez la Comisión dirigida por Duarte, estableció el sobreseimiento parcial. El trámite exigía una resolución de la Cámara Federal de Apelaciones de la ciudad de la Plata.
No eran trámites judiciales sencillos ni rápidos. Había presiones de distinto tipo para obstaculizar el sobreseimiento definitivo. Duarte, Mariela y mi madre lograron, no obstante, que el 16 de setiembre me dieran el sobreseimiento definitivo.
A partir de ahí se inició el trámite de la opción constitucional que habilitaba salir del país y recobrar la libertad.
Así ocurrió. En diciembre me vinieron a buscar y me llevaron, dos policías, en un ómnibus de línea hasta Buenos Aires. El viaje fue tranquilo aunque insólito. Íbamos los tres trajeados. Yo con esposas y no hablamos en todo el viaje.
En la terminal nos esperaba un vehículo policial que, en silencio, me llevó hasta Coordinación Federal, una dependencia bastante siniestra donde había toda clase de presos “en depósito”. Éramos un grupo de cinco o seis presos políticos en medio de unos quince o veinte comunes. Constantemente entraba y salían presos, pero nadie salía en libertad. En el mejor de los casos se salía expulsado. Y así salí, una semanas más tarde.
1976
Una mañana gris y fría de diciembre de 1976 llegué a París procedente de un cárcel argentina. En las oficinas de la policía aduanera había una orden de expulsión. Felizmente estaban allí Jean Louis Weil, el abogado que me había buscado cuando mi secuestro y Leandro Despouey, nuestro abogado en Buenos Aires cuando las detenciones de 1974. Gracias a sus gestiones se logró que la expulsión quedara sin efecto. Nunca supe el origen ni entendí el significado de aquella orden del gobierno de Francia.
Por entonces ya había núcleos de chilenos, argentinos y uruguayos exiliados que, con el apoyo de algunos franceses de izquierda, daban ayuda a los que iban llegando.
La salida del aeropuerto de Ezeiza había sido patética. Llegué al destacamento policial del Aeropuerto en un coche patrullero de la Policía Federal. Estaban para despedirme mis hijos, mis padres, doña Irene. Me alcanzaron unas ropas. Andrés, que en setiembre había cumplido 10 años, dobló cuidadosamente las que iba a llevar en el bolso de viaje.
Por ahí, algo alejada, estaba Mariela. Cuando pasé caminando para el avión la vi. Estaba sentada en un escalón. Con mucho sentido del humor me dijo, desde lejos, “¿Y vos que hacés ahí?”
En Paris fui a vivir a la casa de Andree, una mujer que hablaba español y trabajaba con los movimientos de solidaridad latinoamericanos.
Un plan de acción inmediata
Terminado el congreso instaladas las autoridades que se habían designado (Gerardo, Duarte) y realizadas las cooptaciones establecidas en el estatuto vigente y asignadas algunas áreas de trabajo se formuló un plan de acción inmediata de octubre del 1975 a mayo de 1976. El plan fue interrumpido por una sucesión de golpes represivos desencadenados a partir del golpe militar en Argentina del 24 de marzo.
El plan empezaba por incorporar a los documentos discutidos en el Congreso los ajustes y correcciones que se le habían incorporado en el desarrollo del mismo.
24 puntos
En el proceso de lanzamiento de la campaña partidaria, el programa, resumido en 24 puntos, aprobado en el congreso de julio de 1975, constituía una herramienta útil, desde una visión atinada del momento político y de las tareas una organización política de izquierda se propusiera desarrollar.
Se partía de la necesidad de fortalecer la resistencia a la de la dictadura, de buscar aliados para aislarla, de crear “con la lucha de la clase obrera y el pueblo resistente”, las condiciones para que la salida a la dictadura no fuera “un recambio” articulado desde el poder, una estafa a las aspiraciones de la gente.
Se luchaba para que, a través de la acción de un gobierno provisorio, integrado por todos las fuerzas que habían combatido a la dictadura, se conquistara la apertura de nuevo período histórico que consagrara la victoria del pueblo. La salida no tenía que ser “una vuelta atrás”, a los vicios y restricciones que imponía la democracia recortada sino a la auténtica expresión de los intereses populares. Para eso se levantaba la idea de una asamblea nacional constituyente y legislativa que sentara las bases de una nueva institucionalidad, libre, popular y democrática.
A ese documento se le agregó una exposición vigorosa y elocuente llamada “fundamentos de programa”, elaborada por Gerardo, que desarrollaba los conceptos contenidos en el documento programático llamado “24 puntos para luchar ahora”.
Crecimiento
En el período que siguió al congreso se creció tanto en cantidad de militantes como en la calidad de la vida política, las propuestas que se formulaban hacia fuera y la amplitud de los vínculos con compañeros que buscaban inserción después de haber militado en otras organizaciones
En medio de las dificultades que experimentaban varias organizaciones de izquierda y del impacto de la dictadura, había muchos militantes “sueltos” tanto en el campo político como en el sindical, proclives para una propuesta que diera cauce a la voluntad de seguir en la lucha. El PVP apareció así, como un instrumento de aglutinamiento de gente con distinta procedencia militante.
La existencia de una infraestructura amplia, el mejoramiento de los criterios de funcionamiento en la clandestinidad, al menos su adecuación a los niveles de represión existentes hasta el 24 de marzo, permitieron mostrar una propuesta seria, cohesionada tras algunas figuras con trayectoria respetada dentro de las luchas populares como Gatti y Duarte.
A principios de 1976, el número de militantes encuadrados en alrededor de 50 equipos (de siete, ocho y hasta diez integrantes cada uno) superó los trescientos cincuenta. El campo de irradiación era amplio, pese a la represión existente.
El crecimiento, no obstante, pondría al grupo ante una realidad compleja
Y no todo el crecimiento conllevó consolidación o avance duradero.
Alejandra
En febrero se realizó un esfuerzo sistemático por retomar vínculos con militantes sindicales con los que habían existido relaciones en los años anteriores. Fue la llamada “campaña de Alejandra”.
Se pidió que todos los militantes en Uruguay sugirieran nombres de persona con las cuales discutir nuestra propuesta. Llegaron más de 215 nombres. Examinados, se decidió invitar a una reunión en Buenos Aires a alrededor de 150. La receptividad fue buena y los aportes realizados por los convocados fueron valiosos.A partir de ahí se intensificó la actividad apuntada a realizar una acción propagandística importante, el “plan de aparición” pública en Uruguay del PVP.En ese período mejoró la presentación de las publicaciones existentes, como el Boletín de la Resistencia y se iniciaron otras (La Semana (con información general sobre Uruguay en gran parte tomada de la prensa uruguaya y En Pocas Palabras (con informaciones de la actividad del PVP)
En Europa
En esos primeros meses de 1976, antes que empezaran a llegar las noticias de los secuestros y asesinatos que se desencadenaron después del golpe del 24 de marzo, nosotros en Francia vivimos una situación imprecisa. Por un lado, no había planes de volver al Río de la Plata. Tampoco de instalarnos en Europa. Llegaron unas directivas de trabajo que realicé. Tenían que ver con el “plan de aparición”. Desde Buenos Aires me indicaban que realizara un recorrido en tren por algunas ciudades medianas y pequeñas del sur de Alemania y de Bélgica. Llegaba, iba a las oficinas del correo y hacía el envío de unos sobres que ellos me habían enviado. Después seguía viaje.Eso formaba parte de un plan complejo y las cartas tenían que ver con la supuesta promoción de unos productos cuya irrupción en el mercado uruguayo se pretendía.
En casi toda Europa el golpe contra el gobierno de la Unidad Popular, en setiembre de 1973, había suscitado movimientos solidarios importantes. Unas semanas después, el 1º de mayo de 1976, estando en Bruselas asistí a la conmemoración organizada por los entonces poderosos sindicatos belgas. El acto culminó con un momento de evocación al presidente Allende y de repudio a la dictadura. Fue el momento más solemne y emotivo del acto.
En el Tribunal Russell
Hacia fines de diciembre llegó Mariela y nos quedamos, por unas semanas, en un apartamento de Montparnasse. A partir de nuestras relaciones con exiliados y abogados argentinos, nos llegó una invitación para testimoniar en las sesiones del Tribunal Russell II, que se celebrarían en Roma en enero de 1976.Un dirigente montonero con el que me entrevisté me dijo, con una solemnidad que en el momento no calibré debidamente, que ellos se ocuparían para que me llamaran a declarar. Con un grupo de compañeros uruguayos cercanos a la ROE fuimos a Roma. Alguien consiguió una casa grande, casi vacía, en las cercanías del Coliseo.Unos días después, di mi testimonio ante el Tribunal. Amen de otras fallas, -hablé demasiado rápido para la traducción simultánea- mi relato no conformó a los dirigentes montoneros que estaban en Roma. No me había referido suficientemente a la Argentina. En cierto sentido tenían razón. Yo estaba centrado en la denuncia de la de la dictadura y la tortura en Uruguay, y no había preparado con nadie un análisis que también incluyera la denuncia de lo que pasaba en Argentina. El episodio tuvo un final singular. Una noche nos llama el responsable montonero en Roma y nos cita en uno de los hoteles en los que funcionaba el Tribunal.El interlocutor iba a abordar la cuestión de si me había salido o no de los temas pertinentes. Dijo llamarse Pedro o Diego. Era Juan Gelman. Dijo que había oído la grabación del testimonio. Que había dedicado tantos minutos a hablar de la situación general de Latinoamérica, tanto a la situación argentina y la mayor parte a la situación en Uruguay.Habida cuenta que yo era militante de una organización uruguaya, él creía –y por esa vía quedaba cerrado el incidente- que el testimonio había sido correcto. Hablamos con demasiada seriedad para la índole del episodio. Cuando se terminaba la visita, se acercó, sin que nadie lo llamara un hombre joven y le recombino con severidad a Pedro: “nunca te olvides que sós ante todo un poeta”. En esos días en Roma, una mañana me llamó Gerardo desde Buenos Aires. Me contó, en lenguaje cifrado, las acciones en repudio a la dictadura que se habían realizado en Punta del Este. Las llamaron la operación Aurora. Fue la última vez que hablé con él. Al día siguiente el diario “Clarín” informaba los hechos, y con eso, más lo hablado con Gerardo, difundimos la información. En general, en ese momento no había demasiado receptividad en los Comités para ese tipo de anuncios. Luego, a lo largo de 1976, cuando la represión fue más fuerte contra el PVP, tampoco fue fácil encontrar el apoyo espontáneo. La lejanía del país acentuaba las tendencias particularistas de cada grupo o a veces de cada individuo. En la medida que, en cierto sentido, se trataba de una organización “nueva”, eso era peor. Fue una de las dificultades que encontramos en Europa. Por lo demás, las primeras tandas de exiliados que llegaban, muchos pertenecientes al MLN(T), tenían sus propias dificultades. El Argentina se había conformado una escisión, o al menos un sector controlaba una parte de la dirección y empezó a editar un periódico llamado “Nuevo Tiempo”. Difundían una crítica muy radical y terminante sobre la experiencia del MLN en el período anterior. Se hacía desde la óptica marxista ortodoxa: “no se debió subestimar la experiencia de las masas dirigidas por el partido marxista leninista”.En líneas generales este grupo le imprimió a su prédica un tono cada vez más oportunista, más de derecha. El 24 de marzo, se produjo el golpe militar en Argentina. El movimiento de solidaridad se fue concentrando en denunciar esa situación. Nuestros amigos franceses, que ya tenían experiencia solidaria de muchos años con los movimientos tercermundistas y sobre todos con los exiliados chilenos, organizaron de inmediatos actos de denuncia y reuniones para conseguir dinero. Nosotros nos fuimos arreglando con algún apartamento o alguna pieza que nos prestaban. Así estuvimos varios meses.
Caen compañeros: del 28 de marzo al 19 de abril
El 24 de marzo, cuando la prensa europea informó del golpe militar en la
Argentina, intuí que tendríamos otra secuencia terrible de represión como sabíamos de Chile. Apenas unos días después, una casa rodante en la que los compañeros del PVP habían escondido materiales de propaganda y herramientas fue detenida por la policía de fronteras argentina. Al parecer se estaba extremando la vigilan en la que viajaban Rita Vázquez de Anzalone, Ricardo Gil Iribarne y Luis Ferreira. Durante varios días, no hubo noticias de ellos. Era lo que estaba empezando a ocurrir en forma masiva en Argentina. Después, a partir del 6 de abril se conoció la aparición de los cadáveres de dos hombres y una mujer en una playa de Rocha. Creímos que eran ellos. Pocos días después, fueron secuestrados Ary Cabrera, Telba Juárez y Eduardo Chizzola. El día 19, Telba apareció muerta a tiros en una calle del barrio Barracas. De su compañero, Eduardo no se tuvo noticias. Un tiempo después, el capitán Manuel Cordero le dijo a su madre, en Montevideo, que su cuerpo había aparecido muerto en un baldío, en Buenos Aires. A los compañeros que secuestraron después, el 13 de julio, y que internaron en Automotores Orletti, los militares les dijeron, entre las cosas que se conversaron en los meses de detención clandestina, que a Eduardo Chizzola lo habían matado cuando se intentaba fugar.
Seguir en la lucha
Entre el 19 de abril y la desaparición de Gerardo Gatti, en la noche del 9 al 10 de junio trascurrieron semanas decisivas de las que, durante un tiempo, en Europa, tuvimos apenas señales débiles y remotas. Por un lado, la dirección del PVP impulsó un proceso de discusión interna destinado a la reafirmación de la voluntad militante. Una campaña intensa donde se pusieron en tensión los factores ideológicos y emocionales que la decisión de seguir la lucha entrañaba. Prácticamente la totalidad de los compañeros organizados dio su apoyo a la decisión. Al mismo tiempo se impulsó el desarrollo de pautas destinadas a mejorar el trabajo en materia de seguridad, se creó un sector interno vinculado directamente a la dirección y se dieron pasos destinados a lo que se llamó la “puesta a punto” del partido para el plan de aparición. “Se definió como necesario concretar la aparición del partido en un plazo breve” (Informe de agosto).
El plan de aparición
La caída en manos de la represión de varios compañeros del 28 de marzo actuaba como un factor de cohesión interna y un elemento que empujaba para incrementar la acción política. El centro en el que confluían los esfuerzos era el plan de aparición. O, como se llamó después, la “aparición-shock”. Consistía en lograr difundir por medios legales (propaganda paga en diarios de circulación nacional, como El Día y El País, banderines y sombreros en la vuelta ciclista) determinados símbolos y slogans que después serían retomados por la acción clandestina de partido. La primera parte de este plan singular se cumplió.
Un alto funcionario de una empresa de origen belga, Norberto González Ulmi, estaba organizando en Uruguay la difusión de una propaganda muy específica. “El objetivo de la operación cuenta el compañero era difundir en todo el país el símbolo del partido (un mapa del Uruguay con un sigo de por “X” dentro de una “V”) y ambientar sus consignas. El medio -sigue el informe- una campaña publicitaria contratada por un falso ejecutivo de una empresa inexistente. Dichas actividad estaría sincronizada con el esfuerzo militante del partido en Montevideo. (...) Se partía dela base que la campaña comercial sería de gran impacto. La empresa belga lanzaba una línea de cosméticos y para eso contrató a una agencia de publicidad en Brasil, que fue la tomó contacto con las agencias uruguayas.
El “ejecutivo” era un militante estudiantil requerido por las Fuerzas Conjuntas desde agosto de 1972. Para acceder a una apariencia creíble, y a la vez alejarse de la imagen que se había difundido pidiendo su captura, se forjó una calvicie artificial depilándose una parte de la cabeza a partir de la frente.
Lo ayudó a resultar creíble ante los ansiosos agentes de publicidad uruguayos el hecho de manejar plata.
En las vueltas de las negociaciones con las agencias, un hombre que hacía el vínculo con área deportiva le dijo que en la vuelta ciclista había un club con muy buenos corredores que no tenía patrocinante y que no podía correr sin alguien que lo apoyara económicamente.
De modo que el “ejecutivo” calvo decidió dar el apoyo al equipo de El Límite y a su gran pedal, Walter Tardáguila. Cuando éste después ganó algunas etapas de la Vuelta, las fotos lo mostraban difundiendo la equis y la V, de la victoria del pueblo.
La preparación de la campaña de aparición, en la que la publicidad contratada era complementada por la difusión de volantes, folletos y la realización de pintadas, siguió hasta el mes de mayo y sólo se va a suspender con el secuestro de Gerardo.
Durante todo ese período, el empuje y la voluntad militante eran fuertes. Tanto que esa fuerza se mantuvo en gran medida después que el 10 de junio se constató la desaparición de Gerardo, con todo lo que esto significaba no sólo desde el punto de vista simbólico sino de la conducción efectiva de una organización a esa altura comprensiblemente muy centralizada.
Misiones de abogados
Cuando los diarios uruguayos fueron llegando, cuando a través de las llamadas de Ruben “Pepe” Prieto nos enteramos de lo que ocurría, empezamos a organizar algunas denuncias internacionales.Repitiendo la experiencia, que aquella vez había salido bien, de cuando yo había estado desaparecido, tratamos de organizar la presencia en Buenos Aires de organizaciones prestigiosas de derechos humanos, como el Movimiento Internacional de Juristas Católicos (Jean Louis Weill) y el Movimiento Internacional de Juristas Demócratas donde militaban abogados afines al P.C. francés.
Secuestro de Gerardo Gatti
¿Cómo la represión llegó hasta la casa donde se alojaba el secretario general del PVP? . Es difícil determinarlo con absoluta certeza. Según lo que sabemos hoy, habría sido la Policía Federal Argentina la que lo detuvo inicialmente. Y la que empezó a torturarlo.
Junto a Gatti ¿o antes? Fue detenida ¿o se presentó? una persona que trabajaba con él y que, de inmediato, se transformó en una colaboradora de los militares y policías que llevaban adelante la represión.Al parecer, en la casa de Gatti encontraron unos 100 mil dólares y eso desencadenó la codicia de los policías y militares que actuaban.En los días siguientes, Gavazzo, Cordero, Silveira y Campos Hermida dieron pasos encaminados a “canjear” a Gatti por dos millones de dólares.
Por entonces, Washington Pérez, el “Perro”, viejo amigo de todos nosotros, que, en ese momento, no estaba militando en el PVP, tenía un puesto de venta callejera de diarios en Alvarez Jonte y Nazca. Fue secuestrado por el grupo de tareas liderado por el Capitán Gavazzo y conducido al local donde estaba Gatti.
Caída de Duarte y secuestro de Simón
Mientras Gerardo era sometido a feroces torturas, se inició un complejo juego de negociaciones entre el destacamento de militares uruguayos y la dirección del PVP, en ese momento presidida por León Duarte. Gavazzo y Cía. tenían todo a su favor en aquel territorio dominado por los militares terroristas argentinos. A lo largo de varias semanas Washington Pérez fue secuestrado cuatro veces, trasladado a Orletti y luego dejado en libertad.
Una vez afuera consultaba a la dirección del PVP. Luego era secuestrado nuevamente y llevaba los resultados a los militares. Para dar verosimilitud a la propuesta de canje, Gavazzo hizo tomar una foto de Gerardo. Después hizo tomar otra de Gatti con Pérez leyendo un ejemplar del día de un diario argentino. Los diálogos con Gavazzo eran memorizados con extraordinaria fidelidad por Pérez, que luego los trasladaba a los compañeros. La dirección del partido buscaba con desesperación un medio para retomar alguna iniciativa y poder negociar en otras condiciones con los militares. En el curso de esas idas y venidas, con el auxilio de Mónica que aportaba todo lo que sabía, la represión consiguió ubicar los locales donde funcionaba una buena cantidad de compañeros. En la noche del 13 de julio se produjo una nueva razzia represiva: una treintena de compañeros fueron secuestrados de sus domicilios o capturados en la calle, cuando asistían a un encuentro con otros compañeros. Esa detención golpeó de nuevo con fuerza en la dirección, cayó León Duarte a esa altura un hombre clave en el PVP.
Mauricio zafó por azar del local que compartía con Sara, Asilú y su hijo Simón, recién nacido. Volvía tarde a su casa cuando vio movimientos extraños en el barrio y se alejó para llamar por teléfono. Pudo confirmar que la vivienda ya estaba en manos de Gavazzo y compañía. Duarte había sido secuestrado en un bar, en San Juan y Boedo, junto con otros compañeros.
Un montón de zapatos
Gavazzo intentó seguir adelante con la negociación. Aunque en algún momento le dijo a Pérez que la transacción por Gerardo había quedado sin efecto, el intermediario fue una vez más secuestrado. En Orletti, Pérez se volvió a encontrar con su viejo amigo de la fábrica FUNSA. Como Gatti, León Duarte daba muestras de estar siendo brutalmente torturado. Pérez era no sólo un gran amigo de aquellos dos hombres. Era también un peleador, y actuó como lo había hecho siempre, solidariamente. Con sentido de la reivindicación, cuando lo vio a Duarte vestido con ropas raídas y descalzo les dijo con firmeza a los secuestradores ¿cómo pueden tener a este hombre así? Gavazzo le contestó, vaya a ese cuarto y tráigale un par de zapatos. En el lugar que le habían indicado, Pérez encontró un montón de zapatos usados. Ya no dudó de dónde estaba ni cual era el destino de los compañeros. Cuando volvió a la habitación en que estaba Duarte, le dio unos zapatos y lo abrazó. Duarte le dijo, en voz muy baja, “con éstos -señaló a los militares- no hay nada quehacer. Son unos asesinos. Andáte”. Ahora Gavazzo quería negociar por Duarte. Sacaron de Orletti nuevamente a Pérez para que se viera con la dirección del partido. A fines de julio, ni Pérez ni los compañeros de la dirección creían que hubiera el menor margen de negociación. En acuerdo con los compañeros, Pérez se refugió en la embajada de Suecia y unas semanas después, después del 13 de agosto, daba inicio a una campaña de denuncias sobre el secuestro de Gatti y Duarte en la prensa europea y en los organismos internacionales.
Cuando llegó a Londres para hacer a denuncia ante Amnesty Intenarcional estaba allí Wilson Ferreira. Pérez le dictó el texto y Wilson lo mecanografió.
Una dirección de emergencia
Inmediatamente después de la caída de Duarte se formó una dirección de emergencia a la que se incorporó Alberto Mechoso, Gustavo Inzaurralde y Jorge Zaffaroni. Unos días después, Mauricio viajó para Europa. La nueva dirección redactó un largo documento, de 24 páginas, analizando la situación. Aunque se reconocen errores graves, en el llamado “informe de agosto”, se mantiene el llamado a la lucha y a permanece en la Argentina. Se insinúa la necesidad de aligerar el peso de la estructura partidaria, enviando algunos compañeros al exterior y se decide realizar indagaciones para instalar algunos compañeros en otros puntos de la región próximos a Uruguay. Se pensaba sobre todo en Río Grande del Sur, en Brasil. En el informe de agosto aparecen con elocuencia y hasta con patetismo algunos rasgos de todo ese período, con su tremenda voluntad de lucha y sus errores y empecinamientos.
Paradójicamente, los integrantes de aquella dirección estaban convencidos que Gatti, Duarte y la treintena de compañeros secuestrados el 13 de julio estaban muertos. “El golpe ha sido grave en cantidad y calidad. Cerca del 50% de los compañeros participantes en el Congreso, han sido sacrificados. De la casi totalidad no se ha logrado saber ningún detalle, ni en qué estado se hallan, ni dónde se encuentran, ni si están muertos o vivos. En otros casos, su muerte está confirmada.”
Sin embargo, no fueron aquellas tandas de presos los que, en su mayoría, desaparecerían definitivamente, sino los otros, los que a fines de agosto estaban en libertad, empezando por la propia dirección de emergencia.
La tortura
Entre 1968 y 1985 había habido presos de nuestra organización. Presos por decreto como Carlos Coitiño, León Duarte y Ary Cabrera y muchos otros en la represión contra el sindicalismo en 1968. Presos procesados como Elena Quinteros y Jaime Machado en octubre de 1969, entre muchos otros.
Después del golpe de junio de 1973, y ya con el régimen de terrorismo de Estado, la condición de preso, sindical o político, cambió drásticamente. La represión política fue militarizada de la “A” a la “Z”, la tortura se generalizó y se esfumaron el “habeas corpus” y todas las demás garantías. En el largo período de reinado de estas pautas atroces hubo también muchos compañeros que enfrentaron las pruebas de la tortura.
La mayoría de esos compañeros no dio elementos de información a los represores. Muchos ayudados por el azar de las circunstancias en que cayeron, como yo. Otros –uno de cuyos casos extremos quizá sea el de Gerardo de Ávila, un trabajador de FUNSA que integraba la OPR- por fuerza de voluntad, por astucia y sentido de la dignidad. En su casa encontraron de todo. Negó siempre. Le dieron mucho y mucho tiempo, y no reconoció nada. Al final, como los militares creyeron que se les moría, lo soltaron. Y murió al poco tiempo, sin soltar ni reconocer nada.
Algunos compañeros, que fueron torturados con extrema dureza, soltaron datos pero lo hicieron después de resistir días y semanas decisivas y cuando dieron algunas referencias estas ya no tenían ninguna eficacia en manos de los represores. Otros compañeros tuvieron desfallecimientos y fallas y dieron datos que dañaron. Después en la cárcel lo reconocieron y fueron reingresando a la sociedad de presos del grupo. Lo hicieron con su situación expuesta y, con el paso del tiempo, saneada, de acuerdo a pautas no escritas de fraternidad y franqueza. Fueron procesos dolorosos, a veces tan largos como las largas condenas a las que fueron sometidos. Y salieron limpios y enteros. Los ayudó decisivamente la calidad humana de los demás compañeros, la posibilidad de reconocer en medio de relaciones intensas, fuera de cualquier resquicio para la retórica o la impostura a las que la “vida de partido” suele favorecer frecuentemente.
También los ayudó la política de los militares con relación a las cárceles. El intento de destrucción de la condición humana de los presos, de su voluntad y su dignidad, fue un objetivo buscado tenazmente en los penales durante trece años. La agresión, la tensión constante a que hombres y mujeres eran sometidos, terminaba por fortalecer las instancias de socialización con los compañeros y a mostrar que, también ese era un lugar de lucha.
Los delatores.
No creo que nuestra organización haya sido objeto de una o más de una infiltración.
En cambio sabemos de, por lo menos, dos casos de delatores cuya actuación fue decisiva para los gravísimos golpes recibidos en 1976: María del Pilar Nores Montedónico (Mónica) y Carlos Goessens (el Karateka).
Ninguno de los dos fue torturado. Y los dos, después de entregar a muchos compañeros y trabajar para el grupo de Gavazzo, recobraron la libertad. Mientras “Mónica” siguió viviendo en Montevideo, Goessens “se desvaneció en el aire” con el auxilio de la OCOA.
Un tiempo después se difundía la “noticia” que había muerto de un cáncer fulminante que hasta entonces desconocía. Mónica ha mentido siempre. Incluso en sus testimonios más recientes. Los compañeros que más contacto tenían con ella no descartan que haya sido quien entregó a Gerardo Gatti, con el que trabajaba en una oficina del PVP como secretaria.
Se presentó voluntariamente a la Policía Federal Argentina. La pasaron al grupo de tareas comandado por Gavazzo y rápidamente le dijo todo lo que sabía, incluyendo hipótesis de investigación que permitieran a los represores encontrar domicilios a los que ella no tenía acceso directamente pero a los que podía llegar un aparato del Estado Terrorista, a partir de lo que ella aportaba. Tuvo mucho que ver en la desaparición de los niños y fue denunciada como la Tía Mónica que trasladó y abandonó en una plaza en Chile a los niños Julien Grisonas.
Caídas de setiembre-octubre
Todo parece indicar que, a fines de setiembre se inició una nueva delación que tuvo gran importancia.
En forma voluntaria, Carlos Goessens, “el karateca”, una persona con cierta formación militar ( era buzo) que había trabajado en el aparato operativo, llamó por teléfono a una unidad militar en Montevideo y anunció que estaba dispuesto a entregarse y colaborar si le daban a cambio ciertas garantías.
A partir de la aceptación de este ofrecimiento, Goessens operó como un colaborador empeñoso, como un cuadro más de la represión, para dar caza a los que hasta el día anterior habían sido sus compañeros.
No sólo entregó una serie de contactos y de direcciones de compañeros que permitieron continuar la labor represiva desarrollada por la OCOA en Buenos Aires y Montevideo. También tendió trampas a sus compañeros.
Al principio, como no conseguía la punta de la madeja, hizo capturar y torturar a una pareja que nada tenía que ver con la militancia política. Eran amigos de Morales von Pieverling y Josefina Klein. A partir de algunos datos que dieron estas personas, Morales y Klein fueron secuestrados.
Después procedió, directa o indirectamente así con: sigue la lista de los secuestrados en setiembre-octubre de 1976.
Finalmente citó a Queiro en su casa, y lo entregó. Una actitud similar desarrolló con todos los demás compañeros a los que conocía. Dado que hacía casi tres años que trabajaba en el aparato, conocía a un buen número de personas.
¿Qué pasó y por qué?
No quisiera terminar esta evocación sin volver a hacerme las preguntas que desde hace más de 25 años me formulo acerca de todo aquel período.
Creo que las claves que más importan hay que buscarlas no tanto en los errores “técnicos” o de tipo “conspirativo” en que se pueda haber incurrido.
Ni siquiera en las inesperadas rupturas de las lealtades que he descrito.
La claves más potentes desde el punto de vista general del movimiento son, por un lado, las dificultades que el partido, a la vez viejo y nuevo, tenía para desarrollarse y subsistir en Uruguay que la dictadura estaba transformando rápidamente. Y lo que más profundamente estaba cambiando era la situación del movimiento popular. Dicho de otro modo, de los hombres y mujeres que habían dado vida y vigor a las organizaciones populares. En 1976, con miles de presos y miles de perseguidos (se estaba en plena campaña de persecuciones contra el PCU), con la CNT disuelta, la Universidad intervenida y los partidos y dirigentes políticos proscritos, el pueblo uruguayo era muy distinto a lo que era en 1973 cuando se desarrolló la huelga general.
Aunque existía una cantidad de compañeros implantados en la sociedad uruguaya, una gran parte de ellos trabajando en empresas públicas y privadas grandes y medianas, se tiene la impresión que la dirección del PVP no había aquilatado en toda su magnitud el estado de anomia en que vivía una parte considerable de la gente a la que se dirigía su plan de acción.
El proceso de reanudación de las movilizaciones contra la dictadura, cuatro años después, sería lento y la recuperación de las libertades pasaría por parámetros muy distintos a los que daban fundamento al plan de acción y a la propuesta de la aparición un nuevo partido tal como había sido formulada en el plan de aparición.
Se iniciarían “desde adentro” del cronograma de la dictadura y tendría como protagonistas a dirigentes políticos de las alas moderadas y toleradas de los partidos tradicionales.
Cabe pensar que, aun en el caso que los planes previstos para los primeros meses de 1976 se hubieran cumplido exitosamente, no había luego capacidad de cosechar los frutos de unas acciones tan riesgosas.
Por lo demás, tal como se formuló el proyecto, proponiéndose crear una teoría propia, que recogiera los aportes de todo el pensamiento socialista, planteaba una meta que no era alcanzable con las fuerzas disponibles.
Para una propuesta como se formulaba el PVP en ese momento, el desarrollo como fuerza política suponía, para los militantes que se acercaban, un grado importante de consubstanciación con planteos políticos y sobre todo con tonalidades ideológicas de fuerte densidad.
El crecimiento alcanzado con la campaña de Alejandra significó un cierto “barniz” de identificación con el PVP de un número importante de compañeros. Pero era un momento donde la condición militante exigía fuertes asideros ideológicos. No era la situación de los años 60 y principios de los 70 cuando la gente adoptaba un compromiso político con más sueños y esperanzas que previsión. En 1976, en el recién inaugurado terrorismo estatal, las incorporaciones a la militancia activa requerían más certidumbres.
En todo caso, es comprensible que los que se acercaban prefirieran que la identidad, que los factores de identificación no sólo política sino también emocional, no estuvieran, como proponía el PVP, también en el campo de “los desafíos a abordar”, de las cosas a construir.
La realidad de la situación reaccionaria que se vivía en los albores de la dictadura hacía que todo se ordenara a partir de ahí. Al régimen de despotismo cívico militar se le temía y se le odiaba. Al menos a la gente a las que la propuesta podía interesar. Y en esa larga fase de la dictadura, prevalecían los factores de enervamiento y parálisis del miedo que el compromiso en la acción de resistencia que generaba el odio.
La mentira oficial
Los reveses sufridos fueron funestos para el desarrollo del proyecto. Los comunicados fraudulentos difundidos por Gavazzo y las Fuerzas Conjuntas en octubre fueron rechazadas por la gente. No se creyó nada de lo que decían. Lo malo es que en dichos comunicados había un infame revoltijo de mentiras con medias verdades y ocultamientos.
El efecto de esta desconfianza inicial en el campo popular fue duradero. Todo aquel comunicado tenía tal grado de artificio y mentira, una dosis tan anormal de engaño y simulación que nadie lo creyó. Y esto se convirtió en cierto sentido en un obstáculo para la posibilidad de denuncia.
El más grave de los engaños surge del hecho que se anuncia haber capturado a 62 personas y luego se brindan sólo 24 nombres.
Ahí estaba, justamente, la prueba palmaria de las desapariciones de algunos de los detenidos en abril (Cabrera, Chizzola), de algunos de los detenidos en junio-julio (Gatti, Duarte, Elena Quinteros) y del grueso de las detenciones de setiembre octubre.
La denuncia internacional
En medio de la cacería, la dirección emergencia decidió privilegiar la denuncia internacional de las desapariciones. Y el esfuerzo realizado fue, en ese terreno, de una enorme importancia. En agosto se logra que la foto de Gatti con Pérez enviada por Gavazzo recorra el mundo,
Los principales diarios europeos la publican con una crónica bastante precisa de lo que había detrás de aquellas imágenes.
El esfuerzo continuó en los meses siguientes, cuando en diciembre es liberado el periodista Enrique Rodríguez Larreta Piera, que había sido secuestrado cuando hacía gestiones junto a su nuera por la libertad de su hijo. Dotado de una memoria y una precisión notable, Larreta recorrió un buen número de países reafirmando y ampliando las denuncias de Washington Pérez.
El asunto ingresó en la orden del día de los organismos de derechos humanos, donde se estaba intentando dar forma a una tipificación precisa para un delito masivo que irrumpía en las prácticas represivas de la dictadura argentina, la desaparición forzada de personas.
A lo largo de los años, los términos de las denuncias de agosto y diciembre de 1976 se vieron confirmados totalmente por otros testimonios. En algunos casos, declaraciones ante magistrados u organismos de derechos humanos de otras víctimas que fueron recobrando su libertad o de integrantes subalternos de las fuerzas de represión que, rompiendo con las lealtades mafiosas impuestas por Gavazzo y Cía. , realizaron testimonios desde el otro lado de la barrera.
Las causas presentadas contra los secuestradores de los integrantes del PVP en Buenos Aires, Montevideo y Asunción, en los años 1976 y 1977, se fundan en declaraciones serias y precisas, originadas en momentos distintos y por testigos diferentes. Tienen en común la realidad sustantiva de los hechos a los que remiten. De ahí su eficacia.
El esfuerzo final de Gustavo Inzaurralde.
Único sobreviviente de la dirección de emergencia, Gustavo se transformó en el dirigente principal del PVP hasta su secuestro en Paraguay. En primer lugar, se negó a refugiarse en algún país europeo, como recomendábamos nosotros desde el viejo continente. Prefirió avanzar en las investigaciones sobre las posibilidades de instalar bases de trabajo político en algún país de la región.
Mientras avanzaba en la búsqueda de esos datos, tuvo confianza y energía como para, junto con otros sobrevivientes, enviar a Uruguay una buena cantidad de propaganda donde se denunciaba el secuestro de Gatti y Duarte y se convocaba a la resistencia.
En octubre, noviembre y diciembre se hicieron una cantidad de viajes al sur de Brasil, en las zonas limítrofes con Argentina y Uruguay.
Dado que la documentación (pasaportes, cédulas de identidad) que se había usado hasta ese momento había caído en manos de la represión, y eso la inutilizaba para seguirse moviendo en la zona, Gustavo exploró algunos datos que venían de algunos amigos peronistas, entre ellos el padre de José Luis Nell Tacci. Esos amigos también fueron secuestrados por la policía paraguaya y están desaparecidos.
En ese marco se movió hacia Asunción del Paraguay. Según parece, estando Inzaurralde en Asunción junto con Nelson Santana Escotto, un joven trabajador de FUNSA, fueron sorprendidos por una razzia cuando se investigaba extranjeros ante la visita oficial de Jorge R. Videla a Paraguay.
Unos cuantos años después, en un viaje que realicé cuando se abrió al público el llamado “Archivo del Horror” de las cárceles paraguayas, pude encontrar la ficha policial, con fotos de frente y perfil de Gustavo y Nelson.
También las actas de los interrogatorios, con un perfecto dominio por parte de la policía de las cuestiones que importaban sobre la situación uruguaya.
Allí pude recoger los testimonios de otros presos, sobre todo ciudadanos paraguayos, que indicaban como unas semanas después de ser detenido en Asunción había sido entregado a las autoridades militares argentinas que llegaron a buscarlo en un avión.
Con el secuestro de Gustavo en marzo de 1977 quedó cerrado el sangriento capítulo de la represión contra el PVP en Argentina.
Pero el Cóndor seguiría actuando contra el PVP. Un año y medio después, en noviembre de 1978 habíamos instalado en Brasil un grupo de trabajo que estaba bastante activo en su proyección hacia Uruguay.
A principios de noviembre un comando de militares uruguayos, con apoyo de fuerzas de seguridad brasileñas, secuestró a dos militantes del grupo que había que había regresado de Europa, Lilian Celiberti y Universindo Rodríguez Díaz. La nueva operación del Cóndor, en parte resultó abortada.
No consiguieron culminar el secuestro y traslado en secreto. Fueron sorprendidos por dos periodistas brasileños de medios importantes que debieron dejar en libertad.
La denuncia en Brasil del secuestro y traslado ilegal a Uruguay coincidió con el inicio, al principio lento luego incontenible, del proceso de apertura democrática en Brasil. Pero este capítulo es una historia que contaré más tarde.
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